Se nos ha ido Stéphane Hessel, que era una de las muestras de que se puede envejecer con espíritu joven, luchador, reivindicativo. Con Dignidad. Se nos ha ido un hombre que nos recordaba el origen de esta Europa de los derechos que desde los distintos ámbitos del poder nos están desmantelando. Porque Hessel nos anclaba a esos europeos que, con muy pocos recursos y con su amor a la Libertad como arma más poderosa, lucharon desde la resistencia contra una opresión, la del nazismo, que parecía que nunca iba a tener fin (¿Dónde están hoy los miembros de la resistencia que luchan contra el despotismo financiero que nos ahoga?) . Hessel nos recordaba también que existe una Declaración Universal de los Derechos Humanos que, entre otras cosas, afirma (¿o tal como está el panorama ya hay que hablar en pasado y decir «afirmaba»?) que todo el mundo tiene derecho a un trabajo y a una vivienda digna (que se lo cuenten a los 5.040.222 parados que hay en España al cierre del mes de febrero; y a los 216.418 desahucios que ha habido desde enero de 2008 -49.072 correspondientes a viviendas familiares-). En «¡Indignaos!» –publicado por Destino-, dice: “el poder del dinero nunca había sido tan
grande, insolente, egoísta con todos, desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado. Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos, y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general”. Si logramos que su ejemplo y sus palabras nos sigan inspirando, Hessel se nos habrá ido pero no lo habremos perdido.
Nosotros tuvimos a nuestro Francisco Ayala que también se indignó hasta sus últimos momentos al ver el daño que nos causaba la voracidad del mundo financiero, como en esa recopilación de artículos publicada por El País Aguilar en 1996, En qué mundo vivimos, donde hay un artículo de 1984 con título muy sugerente y premonitorio, Elogio de la avaricia, del que muestro un fragmento: «¿Qué decir entonces de los avaros que, según exige la índole de la economía actual, se ven reducidos a barajar en su calculadora de bolsillo las cifras de su cuenta bancaria? Ellos rinden culto, no ya al dios incógnito y remoto cuya faz no puede vislumbrarse, sino a un dios desconocido, que quizá ni siquiera existe, o que en todo caso puede volatilizarse de la noche a la mañana. Sacrificar a este dios requiere poderosísima fe y una abnegación admirable.» (EL PAÍS, 13 de agosto de 1984)
Y afortunadamente seguimos teniendo con nosotros a José Luis Sampedro, que a sus 96 años nos sigue mostrando que es falsa esa premisa que dice «ser joven y ser de derechas es no tener corazón; ser viejo y ser de izquierdas es no tener cabeza». Porque una premisa así llama a sumirse en el conformismo y la autocomplacencia precisamente a aquellos que, por su experiencia y por la posición que han adquirido a lo largo de los años en sus actividades profesionales, pueden hacer más que los jóvenes, que sólo pueden usar como armas su impulsividad y su indignación. No en vano Sampedro escribió precisamente el prólogo de la edición española del ¡Indignaos! de Stéphane Hessel. Y ahí va un fragmento muy elocuente: «Actualmente en Europa y fuera de ella, los financieros, culpables indiscutibles de la crisis, han salvado ya el bache y prosiguen su vida como siempre sin grandes pérdidas. En cambio, sus víctimas no han recuperado el trabajo ni su nivel de ingresos. (…) Los financieros apenas han soportado las consecuencias de sus desafueros. Es decir, el dinero y sus dueños tienen más poder que los gobiernos.»
Luego está Costa-Gavras, ese director de raíces griegas y de espíritu crítico incombustible. El autor de Desaparecido y La caja de música, a sus 80 años, nos confirma con su película EL CAPITAL que los únicos que se han beneficiado de esta crisis son los bancos y entidades financieras. En EL CAPITAL nos muestra a un «sicario del dinero» que nos acompaña en un viaje por las cloacas del mundo financiero y que afirma sin pudor que los bancos juegan con tu dinero hasta que se lo quedan. Y se erige públicamente en un moderno Robin Hood , robando a los pobres para dárselo a los ricos (por cierto, gracias Maribel Verdú por tus -injustamente denostadas- palabras al recibir el Goya citando esta frase de la película).
Podéis leer estas líneas pensando que todos esos Maestros de la palabra y de la vida sólo son (o sólo fueron) ancianos que chochean y ven teorías de la conspiración por todas partes. Que todo el mundo ha salido igual de perjudicado en esta crisis. Pero yo, que a lo mejor chocheo igual que ellos, veo que han desaparecido las cajas de ahorros y los bancos pequeños para concentrarse todo en unos pocos bancos. Veo que se ha salvado a esos bancos con dinero público de nuestros impuestos, y que son precisamente esos bancos los que ejecutan desahucios. Veo a los Estados recortar en servicios públicos básicos para pagar sus deudas. ¿Y a quiénes deben sino a los grandes bancos? Veo a los Estados intentar tener liquidez sacando a subasta bonos, letras y obligaciones, que a veces tienen que colocar a un interés muy alto porque empresas de calificación de dudosa neutralidad hacen que su prima de riesgo sea muy elevada. ¿Y quién compra esa deuda, además de los particulares? Los bancos y los grupos financieros que emiten fondos de inversión y otros productos parecidos.
Permitidme aportar un dato sacado de FINANCIALRED el 2 de enero de 2013, que habla de los desahucios y a mi juicio ejemplifica lo que digo: «En España, la banca ha recibido más de 50.000 millones sin que se haya producido un frenazo en las ejecuciones. Entre las nacionalizadas figura Bankia, la tercera mayor entidad del país, que ostenta el dudoso honor de ejecutar más del 80% de los desahucios que se producen en Madrid «.
Mi pequeña aportación a la denuncia de esta situación -que ahora me parece muy, muy insuficiente- es mi obra de Teatro ¡Tengo trabajo! y mis cuentos La sucursal de Narukiki y El meador justiciero, que podréis encontrar respectivamente en las secciones «Textos en Español» y «El cuento del mes». ¡Tengo trabajo! es una recopilación de escenas sobre el mundo laboral, en esta obra podréis encontrar, entra otras cosas, a un actor famoso que a causa de la crisis tiene que conformarse con trabajar en el Museo de cera haciéndose pasar por un muñeco y asustando a los visitantes; o a dos oficinistas que descubren que les han puesto una cámara de videovigilancia y especulan con un inminente despido. En La sucursal de Narukiki encontramos a una honrada empleada de banca que denuncia ante sus superiores movimientos de blanqueo de dinero y que como «premio» es enviada a una lejana sucursal en una isla desierta por el presidente de la entidad, el señor Roque Feler. Y en El meador justiciero encontraréis a un joven harto de vivir continuamente en precariedad laboral, que descubre que su orina tiene poderes altamente corrosivos, los usa para sabotear a unos políticos indiferentes a los problemas de la gente corriente y acaba siendo un héroe del Pueblo.
No van a ser mis únicos textos sobre este tema, prometo más en los próximos meses -no es que consiga cambiar nada con ellos, pero si no saco mi indignación, reviento-. Mientras, me hago una reflexión que me motiva para seguir dándoles forma: Si dejamos que los políticos y los banqueros pongan su granito de arena, harán de este mundo un gran desierto.