RELATOS CORTOS

“Las personas reales están repletas de seres imaginarios”

Graham Greene

COMO PEZ EN EL AGUA

A Martín Pescador le costó mucho aceptar el estrecho vínculo que mantenía con el agua desde su nacimiento. Intentó pasar por alto que su madre, Delfina Ríos, le dio a luz en una barca, en plena procesión costera de la Virgen de la Mar Gruesa. Quiso ignorar que lo primero que hizo al nacer fue resbalársele de los brazos a su padre, Pedro Pescador, para ir a dar a la mar, que en la historia que nos concierne no es necesariamente el morir, o quizá sí, pero también es otras cosas. Y quiso olvidar incluso que aún en semejante trance no sólo no se ahogó, sino que parecía encontrarse como pez en el agua. Si le hubiesen contado a su debido tiempo el extraordinario descubrimiento que hizo el médico que le atendió a propósito de ese incidente, quizá todo habría sido distinto. Pero para unos padres a menudo es muy difícil decidir cuál es “su debido tiempo” cuando se trata de comunicar  a un hijo algo que con toda seguridad le alejará de la reconfortante seguridad de la Infancia.

      Si preguntásemos a los progenitores de Martín Pescador, que procedían de una zona semidesértica del interior del país, si en sus respectivas familias se sabía de antepasados que hubiesen tenido algún vínculo especial con mares, corrientes fluviales o cualquier tipo de acumulación de agua, nos responderían que no… A excepción -y con reservas- de la tatarabuela de Delfina, Doña Coral Costa, que se hizo construir una barca en el corral porque había soñado que se ahogaría en un nuevo Diluvio Universal. Doña Coral esperó durante años el Diluvio y, aunque todos se reían de ella, se mantuvo firme en sus convicciones. “También se rieron de Noé y mira la que se lió”. Imitando a su ilustre antecesor, Doña Coral Costa decidió reunir en su barca a una pareja de cada una de las especies autóctonas de la comarca. Y cierta mañana, mientras perseguía a una gallina que se obstinaba en quedarse en tierra, se adentró en una zona poco frecuentada del páramo y se hundió en arenas movedizas.

   Ése había sido el único vínculo especial de la familia con el agua desde que el mundo es mundo. Y si Martín nació de la forma y en las circunstancias que se han descrito no fue por premeditación de sus padres, sino por una prescripción médica que recomendaba a la madre respirar brisa marina para recuperarse de una anomalía respiratoria que le afectó en el último mes de embarazo. Y si se encontraban en una barca en el momento del parto no era por gusto, sino porque minutos antes Pedro Pescador, que observaba  desde el muelle la procesión de los pescadores, dio unos pasos hacia adelante sin percatarse de que la tierra firme se terminaba en seco y cayó de bruces sobre la barca a la que nos hemos referido al principio. Así que podemos concluír que Delfina Ríos no se hallaba por gusto en esa barca cuando dio a luz, sino por socorrer a su marido, y tal fue su espanto y su ansiedad que ello precipitó el nacimiento de Martín Pescador.

         A los tres años de nacer Martín, el bosque que proporcionaba árboles al aserradero donde trabajaba su padre exhaló su último suspiro, y su padre se quedó sin trabajo. Pero, dispuesto a sacar adelante a los suyos, Pedro Pescador aceptó un puesto en el acuario de la capital y se trasladó allí con toda la familia. A Delfina Ríos no le hacía gracia que su marido se tuviese que dedicar a dar de comer a los tiburones, pero él se reía y le quitaba importancia.

        Si le preguntásemos a Martín Pescador por qué al principio se obstinó en negar cualquier vínculo con el agua, probablemente nos contestaría que no le sobraban motivos. Y deberíamos darle la razón, porque ya en su adolescencia tuvo que pasar por una experiencia contundente, decisiva -aunque no definitiva-, que probablemente fue para él lo que para Adán ser expulsado del Paraíso o para un jefe de gobierno pasar a la oposición:

     Esa mañana acudió al acuario con sus compañeros de clase y su profesor de Biología. Estaba nervioso porque esa misma mañana había decidido declararse a Marina Barquero, que le había echado el anzuelo desde principio de curso y finalmente él había caído en sus redes. Al pasar ante el enorme acuario de los tiburones, Martín vio que alguien caía al agua y se agitaba frenéticamente intentando volver a la superficie. Era su padre, que había logrado engañar a su familia haciéndoles creer que sabía nadar para no preocuparles, y que ahora se enfrentaba a una muerte segura, bien por ahogo, bien por ofrecerse como almuerzo inesperado para los tiburones. Inicialmente los chavales tomaron los movimimientos de Pedro Pescador como una exhibición algo excéntrica con que les obsequiaba por su visita. “Qué cachondo, tu padre”, decían algunos. Y le saludaban con la mano desde la seguridad del que no teme por su vida. Pero la reacción que tuvo Martín una vez consiguió salir de su estupor no dejó lugar a dudas respecto a lo que sucedía realmente: subió a la piscina y se lanzó al agua a por su padre.

   Si interrogásemos a los testigos de ese hecho, lo primero que nos dirían que les sorprendió fue que los tiburones, que se disponían a dar buena cuenta de Pedro Pescador, se apartaron ante la presencia de Martín con un aire sereno pero al mismo tiempo sumiso, como si Martín fuese uno más de ellos y les estuviese diciendo “tranquilos, yo me encargo de esto, volved a lo que estábais haciendo.” Desde el otro lado del cristal muchos pudieron ver cómo Martín se debatía por quitarse de encima a su padre, que presa del pánico se agarraba a él y lo arrastraba hacia el fondo; cómo Pedro Pescador perdía el conocimiento, cómo se enredaban ambos con las algas del fondo, y cómo Martín las cortaba aprovechando que una cría de pez espada pasaba por ahí. Pero fue cuando Martín logró llevar a su padre hasta la superficie cuando la sorpresa generalizada parecía haber alcanzado su cénit, y mientras los equipos de rescate reanimaban a su padre Martín conoció los motivos: había tardado nada menos que 10 minutos en salir del agua, 10 larguísimos minutos en los que debería haberse ahogado junto con su padre en circunstancias normales. Pero no había sido así. Y fue cuando su padre recobró el conocimiento cuando los presentes -Martín incluído- descubrieron que la sorpresa generalizada en realidad aún no había alcanzado su cénit. Porque Pedro Pescador, viendo que la mirada de su hijo le imploraba el milagro de una respuesta que explicase aquello, le dijo, no sin esfuerzo: “hijo mío, tienes branquias.”

    Muchas fueron las consecuencias de esa confesión. Una de ellas, que Marina Barquero se desentendió de Martín como posible pretendiente -”vaya bicho raro, sería como salir con un pez”, decía, y se echó un novio que luego resultó ser un pulpo-. Desde ese nefasto día su vida cambió hasta tal punto, que Martín Pescador terminó por odiar profunda y visceralmente cualquier cosa que tuviese origen acuático. Si hasta entonces había sentido una aversión inexplicable a comer pescado hasta el borde de la náusea, optó por forzarse a comerlo, sólo por despecho, y no le costaba sostener las miradas acusadoras de los peces que se cruzaban en su camino y que parecían decirle “¡caníbal! ¡piscífago!”.

    Pero aún no había ocurrido lo peor.

  Si  propusiéramos a Doña Mar Revuelta que nos contase con sus propias palabras lo sucedido en su jardín aquella fatídica tarde, con toda seguridad se negaría a volver a pasar por aquello. Pero como nos es imposible pasarlo por alto,  nos vemos obligados a hacerlo nosotros, puesto que ignorar dicho acontecimiento impediría al lector entender la decisión posterior que tomó Martín: la nueva finca que Doña Mar Revuelta y su marido -propietarios del acuario en el que trabajaba Pedro Pescador- habían adquirido era mucho más espaciosa que la anterior, tenía más ciervos, más pavos reales y más inmigrantes ilegales trabajando en sus plantaciones. Pero lo que más atrajo la atención de Martín Pescador en esa visita que el matrimonio ofreció a sus trabajadores fue el río artificial que discurría serpenteando por la planta baja y que, cruzando el salón y el vestíbulo, salía al jardín para desembocar en un estanque sembrado de nenúfares. Martín se inclinó para observarlos mejor y le cayó una moneda al agua. Aunque la tranquilidad reinante le daba mala espina, metió la mano derecha en el estanque para intentar recuperar la moneda, y una nube de pirañas hambrientas se precipitó sobre ella provocando una breve pero intensa turbulencia roja a su alrededor. Cuando, semanas más tarde, Martín se recuperó, había transformado su odio por todo lo acuático en sed de venganza, y se hizo pescador. Con la inmensa cantidad que obtuvo de los Revuelta en concepto de indemnización se compró un garfio, aprendió a pescar con la mano izquierda, fundó el Club Privado de pescadores mancos de la mano derecha, compró un barco de pesca y se dedicó durante años a sembrar el pánico y la muerte entre los peces de los siete mares, sin poner pie en tierra durante todo ese tiempo. Su odio era tal que sobre su barco siempre había una nube de tormenta descargando rayos, y daba la impresión de que las aguas se apartaban antes de que la proa las surcara, como temerosas de ofrecerle resistencia y despertar su cólera. Y mientras, Martín ansiaba que Moby Dick regresara de los infiernos para llevárselo de regreso a las profundidades después de una lucha sin cuartel.

    Pero no llegó esa ballena, sino otra.

Si Martín Pescador nos pudiese contar qué le condujo hasta Espuma, nos ahorraríamos sacar conjeturas, pero como ello no es posible no nos queda más remedio que sacarlas, y por lo tanto nos permitiremos ciertas licencias que no cabrían en una crónica bien documentada. Empezaremos por ese huracán que destrozó su barco y le precipitó inconsciente a las fauces de su enemigo declarado, el Mar. Contrariamente a lo que cabría esperar, el Mar se portó con benevolencia y, reprimiendo su rabia, llamó a consejo a sus criaturas para decidir qué se debía hacer con Martín Pescador.

    El Calamar, que sabía de buena tinta las razones personales que movían a Martín, propuso hacer borrón y cuenta nueva y darle una segunda oportunidad. El Emperador, temeroso de que una actitud piadosa pusiera en cuestión su autoridad ante los más importantes bancos de peces, propuso eliminarle. La Manta, tiritando por no estar acostumbrada a las frías aguas donde se celebraba la reunión, aseguró que Martín se había pasado de la raya y exigió que fuese condenado a la Anguila Eléctrica (a quien por cierto pidió que le soltara una descarga para convertirse en manta eléctrica y entrar así en calor). El Bonito se sumó a la propuesta, porque según él la actividad de Martín le espantaba las almejas, sus más fervientes admiradoras. Sin embargo las Doradas votaron para que fuese absuelto, argumentando que la actividad de Martín ahuyentaba a muchos Bonitos que no dejaban de acosarlas. También el Gallo pidió que se le perdonara la vida, pero para el Gallo todo lo que viene de fuera es mejor y más bueno, por ello se pasa la vida intentando emular el cacareo de su tocayo emplumado – actitud que, como aseguró en su día un cangrejo ermitaño argentino, era fruto de un complejo de inferioridad-. Hubo que contener a las Navajas, que desde el principio quisieron tomarse la justicia por su cuenta. Pero quienes inclinaron la balanza fueron los Besugos y las Merluzas, tan abundantes en todos los mares, que como no acababan de entender qué es lo que se discutía exactamente se abstuvieron de votar, dando la victoria a los que pedían el perdón. Una bonita fotografía color sepia inmortalizó el momento y el Mar, acallando las infinitas voces que reclamaban la muerte de Martín Pescador por haberles inflingido tanto sufrimiento, optó a su manera por dejarle vivir.

   Así fue como Martín despertó en una cavidad húmeda y oscura que no supo identificar hasta que descubrió en ella a otro prisionero que le observaba impertérrito.

-¿Qué es esto? ¿Dónde estamos?- se aventuró a preguntarle Martín Pescador.

El otro prisionero tardó en contestar.

-En el vientre de una ballena- respondió tranquilamente.

Martín abrió mucho los ojos y le observó en silencio varios minutos.

-Ah…-se atrevió a balbucear finalmente.

– Me llamo Jonás. ¿Y tú?

Martín se presentó y debemos deducir que entre ellos se creó un clima de mutua confianza, reforzado por el hecho inusual de estar conviviendo juntos en el aparato digestivo de un cetáceo. Jonás le contó que le habían encerrado allí porque se resistía a hacer de profeta por esos mundos de Dios, él quería un trabajo más cómodo, a ser posible desde casa, que le permitiese enviar las cosas vía internet y no tener que desplazarse. Pero todo parecía indicar que sus deseos no eran escuchados y admitió que estaba a punto de claudicar.

-Llevo aquí siglos -confesó a Martín entre lágrimas-. Tú también debes estar aquí por alguna razón.

Martín reflexionó al respecto, aceptó ese argumento y a continuación preguntó con toda humildad:

-Sí, ¿pero cuál?

No hubo respuesta porque en ese preciso instante la ballena abrió la boca y los arrojó a una playa ante la mirada estupefacta de varios turistas embadurnados con protección solar y un socorrista que les miró con suspicacia.

   Martín Pescador pudo convencer a las autoridades de que no era un inmigrante ilegal y de que lo de la ballena no era una nueva artimaña para llegar clandestinamente a las costas del país. Sin embargo a Jonás no le creyeron y le repatriaron.

     Llevado por su desazón, Martín decidió remontar el primer río que encontró para huir del mundo y reflexionar en silencio sobre todo lo ocurrido. Sin embargo la creciente soledad que iba encontrando a medida que avanzaba no le tranquilizaba en absoluto, su ánimo se agrietaba cada vez más, dejando escapar a los fantasmas que a lo largo de su vida había conseguido confinar para que no le atormentaran. Fantasmas que se presentaban ante él con su propio rostro para que no olvidara que formaban parte de su ser, por mucho que se esforzara en negarlo. Si hubiese sabido que al final de ese camino le esperaba Espuma su cura habría sido instantánea, pero en esos momentos ni siquiera podía sospechar su existencia. A mitad de su ascenso encontró a los salmones, que como él remontaban el río guiados por una llamada inexplicable, poderosa y ante todo ineludible. Su presencia le sosegó, se sintió acompañado y notó que algo se iluminaba levemente en su interior, una especie de voluntad de reconciliación, sí, algo así. Pensó que, como a los salmones, quizá a él también le iba la vida en ese ascenso. De modo que les acompañó en su viaje hasta llegar al lago donde los peces depositarían sus huevos y donde Martín Pescador depositaría sus anhelos. Ahí se mantuvo a la espera, pero como no sucedía nada temió que le sobreviniese la muerte. Pero no. Porque al rato una trucha saltó a cazar un mosquito y en sus escamas se formó el más bello arco iris que jamás se haya visto. Y en el aire miró con curiosidad a Martín Pescador y, antes de caer de nuevo en el agua esbozó lo que a él le pareció una sonrisa.

    Sí, efectivamente. Se trataba de Espuma, pero ni ella ni Martín aún lo sabían, puesto que aún no había surgido la necesidad de poner nombre que el afecto y el deseo de pertenencia despiertan en nosotros. Y si en algún momento algún lector suspicaz se ha preguntado por qué antes sólo hemos mencionado a Espuma y no hemos sugerido interrogarla para aclarar ciertas lagunas de esta historia, ahora hallará que las razones son obvias (y más adelante lo serán más todavía), deberá acallar sus dudas, y nos permitirá continuar con esta historia antes de que Espuma se adentre irremediablemente en el lago.

    A Martín le dio una punzada el corazón al ver a esa magnífica trucha, notó que un sentimiento muy fuerte pugnaba por salir, y se precipitó dentro del agua para ver mejor a esa preciosidad. La trucha no sólo no huyó ante esa acometida apasionada, sino que se paseó coqueta entre las piernas sumergidas de Martín, moviendo seductoramente su aleta caudal y hablándole con el lenguaje secreto y juguetón de las burbujas. De ese modo Martín Pescador pudo contemplar a sus anchas a la hembra que se exhibía ante él, sólo para sus ojos, y descubrió las aletas dorsales más sexis que había visto en su vida y el contoneo de aletas pélvicas y anales más provocativo que jamás hubiese imaginado. Fue un auténtico flechazo.

     En ese momento Martín Pescador vio cómo toda su vida cobraba sentido y se reconcilió consigo mismo. Todo parecía formar parte de un plan premeditado, estaba claro como el agua. Y si ahora no le sorprendía sentir algo tan fuerte por un ser tan diferente a él, con unos intereses tan distintos a los suyos, con un nivel cultural probablemente mucho más bajo y con un poder adquisitivo nulo, era porque la vida le había preparado para cuando llegase ese momento. Y entonces decidió ponerle nombre.  Pero eso no parecía contentar a Espuma, que paseaba haciendo vaivenes, se adentraba en el lago y luego volvía junto a él, como interrogándole respecto a sus intenciones. “¿Vienes o no?”. A Martín Pescador le pareció legítimo el requerimiento urgente de su amada, al fin y al cabo era época de apareamiento y con toda seguridad Espuma tendría muchos pretendientes, no podía andar perdiendo el tiempo.  Obviamente, el hecho de que Espuma careciese de pulmones era un obstáculo serio para una posible relación. Sin embargo la Naturaleza, previsora, le había dotado a él con branquias. De modo que Martín no se lo pensó dos veces, se sumergió en el agua junto a Espuma, y decidió así su destino.

    La vida feliz en pareja duró varios meses. Martín Pescador encontró trabajo enseñando  a las crías de los otros peces cómo reconocer las artimañas de los pescadores y evitar así los anzuelos y en sus horas libres enseñaba a Espuma a leer, hasta el día en que ella por fin aprendió a decir “Mar-tín” y se fueron a celebrarlo tomando algo en  una zona de carpas. Sin embargo los hijos no llegaban, y eso empezó a envenenarles. Se hicieron pruebas de fertilidad y al cabo de unas semanas una carpa postal les trajo la triste noticia: no había nada que hacer. Pero, lejos de hundirse, Martín intentó animarla proponiéndole una estancia en la costa para pensar allí sobre una posible adopción. Espuma aceptó, sellando así el desenlace de esta historia.

    Si preguntásemos a Lucio Aguado por las circunstancias que rodearon el delito del que se le acusó, nos diría que sólo piensa hablar en presencia de su abogado, por lo que proseguiremos sin él. Lo único cierto es que ese día Espuma descendía por el río y Martín la acompañaba andando en la orilla, tomando el aire, camino del hotelito de la costa en el que habían reservado habitación. Martín llevaba consigo la pecera en la que pensaba trasladar a Espuma desde el río a la bañera con jacuzzi, y sonreía dejando traslucir las fantasías eróticas que fabricaba su mente. De repente un líquido oscuro, espeso y hediondo cayó al agua desde un enorme tubo oculto entre cañas, convirtiendo el río en una ciénaga humeante a la que se le empezó a escapar la vida por todas partes. Espuma no sufrió, éste es nuestro único consuelo. Ni siquiera tuvo tiempo de notar que se abrasaba y pasaba a formar parte de la masa compacta de cadáveres que se asomaban a la superficie clamando justicia con su presencia. Y Martín Pescador, ante semejante desgracia, se transformó en un mar de lágrimas. Lloró días enteros, sin parar, su llanto se oyó en todos los mares. Y el caudal de sus lágrimas aumentó hasta el infinito cuando supo que a Lucio Aguado, responsable del vertido ilegal que se había realizado desde su fábrica de productos químicos, sólo le condenaron a ponerse de cara a la pared, de rodillas y con los brazos en cruz.

      Lo único que le calmó momentáneamente fue la presencia consoladora de Pedro Pescador y Delfina Ríos, y cuando Martín dejó de llorar todos respiraron aliviados, porque sus lágrimas habían estado a punto de formar otro Mar Muerto. Fue a través de sus padres como Martín se enteró de que Ríos, Océanos, Mares y Lagos habían respondido a sus lamentos y le habían acompañado en su dolor: las barreras de coral habían sustituido sus cientos de colores por el negro del luto más riguroso; delfines, orcas y focas se negaban a realizar sus acrobacias en parques y zoológicos; se habían producido suicidios colectivos de ballenas; las ostras habían dejado de fabricar perlas; las corrientes marinas se habían detenido unos instantes como conteniendo el aliento y las olas, indignadas, buscaban una nueva Atlántida que hundir.

    Pasó el tiempo y cierto día, cuando todos creían que su herida por la pérdida de Espuma ya había cicatrizado, Martín se detuvo a contemplar el Mar desde un acantilado. Quién sabe lo que debió pasar por su cabeza, quién puede atreverse a decir que Martín no sabía lo que hacía. La cuestión es que se lanzó al vacío y dejó que el azar -o el destino, o el plan divino, o lo que sea que pueda tener poder sobre la vida de los hombres, si es que tal cosa existe- decidiese si debía caer en las rocas o en el agua. Y del mismo modo que una caída, la de su padre, había marcado su nacimiento, una nueva caída marcaría ahora su muerte, si es que no se le daba una segunda oportunidad.

      Y probablemente la tuvo, porque nunca se halló su cuerpo. Es más, ciertos sabios que entienden de esas cosas afirman haber oído el canto de un hombre junto al de las ballenas, y algunos pescadores de alta mar afirman haber pescado poemas escritos en una lengua extraña e incomprensible, pero que al leerse provocan la risa y las cosquillas que provocan las burbujas. Nos gustaría pensar, pues, que Martín Pescador encontró por fin su sitio después de un largo camino, y que nuestro camino no difiere tanto del que él anduvo. Sí, ése es el consuelo. Y ésa la esperanza.

                                         EL TAXISTA DE LA GUARDA

Antes de cruzar el umbral de su nueva vida, Abel aún tuvo tiempo de untar un par de tostadas con margarina en compañía de Fanny, hasta que ella decidió empezar su dura jornada pegada al teléfono -más tarde, pensando en ello, Fanny lamentaría no haber alargado esa situación cinco minutos más-. Aún tuvo tiempo para llevar a Desiré y a Samantha a la parada del autobús escolar, aún tuvo tiempo para despedirse de ellas con el beso y el adiós agitando la mano de siempre, dando unos pasos inconscientes hacia el autobús cuando se iba, como si su mente ya supiera que con él se alejaban las dos únicas certezas que podían anclarle a su existencia habitual y librarle de la deriva a la que, en pocos minutos, le sometería el destino.

De hecho ya notó que algo era distinto cuando se sentó y cerró la puerta: una especie de excitación, unos picores en la nuca y la boca del estómago al contemplar a través del parabrisas el portal de su casa perdiéndose hacia atrás. Y, aunque no quiso admitirlo hasta más tarde, también notó que esa mañana el volante le hablaba a su modo, emitiendo unos destellos inusuales y volviéndose al tacto como terciopelo, como si le dijese “tú tranquilo, descansa, ya has cuidado de mí bastante tiempo. Ahora cuidaré yo de ti.”

A media mañana, entre llamada y llamada, Fanny quiso echarle una rápida y rutinaria ojeada al futuro inmediato, y el tarot le contestó con una contundencia con la que casi nunca hablaba a los clientes que llamaban: le mostró El Carro y El Loco, y ella supo que algo andaba mal. Hasta tuvo un presentimiento, pero se tranquilizó pensando que no, que el hecho de que su marido no saliese nunca más del taxi era muy improbable.

Mientras, en el cruce de Espartero con Yagüe, Abel empezó a notar que embrague, freno y acelerador se ponían de acuerdo para entrar en simbiosis con su organismo, y se convertían en nubes bajo sus pies para que él ni siquiera notase la presión de su existencia. De ese modo, al final de ese primer día, terminarían siendo miembros invisibles e indivisibles de Abel, prolongaciones de los dedos de sus pies, portales dimensionales que unirían el flujo de la sangre del hombre con el flujo de los lubricantes de la máquina. Y allí, entre Espartero y Yagüe, supo que nunca más podría alejarse ni de su volante ni de sus pedales. Pero aún no estaba listo para reconocerlo. No.

El momento de la revelación llegó cuando  estaba llevando al sexto cliente del día, una anciana a la que condujo a toda prisa al servicio de Urgencias del hospital más cercano. Lo curioso del caso -luego, pensando en ello, Abel lo consideró un presagio más- es que la anciana no iba al hospital para que la atendiesen a ella, sino al manojo de plumas que yacía inerte en la jaula que transportaba: al parecer ese manojo poco antes había sido su jilguero, que tuvo la mala suerte de encontrar abierta la puerta de su jaula e, incapaz de volar después de largos años de cautiverio, había caído en un jardín del que al parecer ya había tomado posesión tiempo atrás un pastor alsaciano con el consentimiento de sus dueños. Cuando la anciana entró en el jardín en busca de su única compañía, decidió ignorar el tono rojizo del hocico del perro y, aprovechando una ligera brisa matinal, resolvió que el manojo de plumas en que se había convertido su única compañía aún se movía, y que con una atención sanitaria adecuada podría sobrevivir. Los dueños del jardín y del pastor alsaciano no se atrevieron a contradecirla y le pararon un taxi. Y Abel no sólo no quiso contradecirla, sino que permitió a la anciana sacar un pañuelo blanco por la ventana e incluso se ofreció a tocar el claxon repetidamente para pedir paso a los demás conductores. Cuando la dejó en la entrada del hospital, permaneció largo rato observando en el retrovisor la mirada de agradecimiento que le dedicó la anciana durante el trayecto, aún mucho tiempo después de que ella hubiese desaparecido engullida por salas y pasillos.

Fue entonces cuando tuvo la revelación de que él era un instrumento divino. De que él, Abel Pérez Pérez, había sido puesto en la Tierra para guiar hacia su Destino a los mortales que se sabían alejados de él. Se le reveló que un taxista es una especie de Ángel de la Guarda contemporáneo, sí, ¿acaso no es un taxista El Conocedor de todos los trayectos y de todos los destinos? Pero sólo puede llevar a cabo su labor si es consciente de su verdadera naturaleza y de su auténtica misión.

El automóvil era el medio que se le había otorgado para llevarla a cabo, y quizá era éste el mensaje secreto que habían intentado comunicarle los pedales y el volante, a los que ahora se sumaban un de repente confortabilísimo asiento y un ruido de intermitente mucho más musical que de costumbre, como si el taxi le guiñase el ojo con complicidad diciendo “por fin lo has comprendido”.

Pero esa íntima revelación no se tradujo en acción hasta que llegó el momento de repostar gasolina: Abel detuvo el automóvil ante el surtidor y quitó la llave del contacto, no sin una cierta resistencia por parte del coche, que le pareció nueva. Reflexionó sobre ello unos instantes, confundido aún por su nuevo y asombroso descubrimiento, buscando en su memoria una sensación semejante que pugnaba por salir a la luz, esperando descifrar con ella lo que intentaba decirle su taxi. Sin saber por qué, supuso que tomaría cuerpo la imagen de una madalena en remojo o algo así, alguien le había contado que esas imágenes son muy potentes para sumergirse en el recuerdo, sin embargo lo que vino a su mente fue un biberón, exactamente la cara de Samantha cuatro años atrás cuando él separó de su boca el biberón que ella había vaciado con tanto afán: Samantha le miró aterrorizada, como si temiera que nunca más volviesen a darle alimento, con ese terror que se siente cuando se descubre que la vida y la muerte no dependen de uno sino de algo que se mueve fuera de uno. Y dedujo que su automóvil tenía miedo de que le abandonara; de que, teniendo la llave de su existencia en la mano, le dejase ahí inerte y exánime por siempre jamás. Probablemente su taxi temía que Abel reaccionase mal ante las nuevas revelaciones que se le acababan de hacer y huyera, abandonando a su suerte su herramienta de trabajo y renunciando a la Misión que se le había asignado. Sí, ¿qué otra explicación cabía?

Para cuando llegó a esa conclusión, ya se había formado detrás de Abel una consistente cola de automóviles que tocaban sus cláxones irritados, esperando llegar de una vez a su sustento. Pero no fue eso, sino el brazo varonil con el que el empleado de la gasolinera zarandeó su cuerpo para que regresara de sus elucubraciones lo que le despertó. “Vamos, que hay cola. ¿Qué le pongo?”.

¿Qué le pongo?” Eso fue decisivo. Normalmente él salía del coche y repostaba antes de que cualquier empleado pudiera impedírselo. Tenía fama de ser el taxista más rápido del Área Metropolitana con el mango del surtidor. Se cuenta que hasta hubo competiciones furtivas en las que corrían ríos de dinero en apuestas, donde Abel y el aspirante de turno a quitarle el título  se retaban ante cientos, miles de taxistas llegados de todos los confines del país, esperando ver quién descolgaba antes el surtidor y llenaba el depósito. Y Abel siempre había conseguido mantener el título. Pero en esa ocasión el destino había situado al empleado ante sus ojos, sumiso y diligente, poniéndoselo fácil para que ni siquiera tuviese que salir del coche. Y entonces Abel se percató de que esa idea le gustaba, de que prefería quedarse en su automóvil, junto a su solícito  cambio de marchas, ante su simpático volante, sobre sus fieles pedales, entre las cómodas curvas de su asiento… demostrándole a su fiel compañero de fatigas que nunca le abandonaría y que siempre estaría con él.

¿Qué le pongo?” ¡Quién lo iba a decir!

El rumor se extendió muy deprisa: Abel Pérez Pérez, descendiente de una noble saga de hombres y mujeres dedicados desde tiempos inmemoriables al transporte público de personas, había decidido no salir nunca más de su herramienta de trabajo. Unos lo consideraron exceso de celo, otros simplemente locura, muy  pocos entendieron el sentido de ese gesto. Pero Abel estaba convencido de que su antepasado más ilustre, Adán Pérez Expósito, aprobaría esa decisión desde su tumba: al fin y al cabo, durante la Revolución él se había hecho famoso por haber conducido a 1.534 reos a la hoguera en un mismo día, condenados por no estar a favor de la Libertad de Pensamiento. A Adán no le importó darles de comer algarrobas crudas durante el camino -que él reservaba para sus bueyes de tiro- , ni parar para dejarles beber agua de la acequia -luego se demostró que él ignoraba que ese agua estaba envenenada-, y buscó lugares discretos para que pudiesen hacer sus necesidades, permitiéndoles asomar sus partes pudendas a través de los espacios que había entre los barrotes.

Sí, podía ver el gesto de su antepasado más ilustre aprobando su actitud, y eso le protegió de burlas e insultos. Abel Pérez Pérez recogía desde viudas a huérfanos, desde parados a pluriempleados, desde traficantes a políticos… incluso llegó a recoger animales abandonados: los dejaba en el asiento de atrás hasta que algún pasajero congeniaba con el animal de turno y lo adoptaba como mascota. A veces esa operación podía llegar a durar horas, como en esa ocasión en que metió un caimán adulto que finalmente se quedó un fabricante de bolsos, pero siempre acababa surtiendo efecto.

Durante los trayectos ponía música relajante, creaba un clima de confianza, convertía la cabina en un remanso de paz, e intentaba hacer hablar al pasajero/la pasajera o pasajeros/pasajeras. Ellos al principio se mostraban reticentes, algunos incluso le escupían para hacerle desistir de su empeño, pero terminaban por rendirse ante la serena determinación de Abel y entonces abrían la válvula que durante tanto tiempo había contenido su dolor, dando así rienda suelta a sus penas sin reparar en el tiempo, como ocurrió en cierta ocasión con un político que decidió confesarle sus corruptelas y estuvo 3 días en el taxi sin parar de hablar. Las aptitudes de Abel para escuchar, consolar, reconfortar y aconsejar eran tan extraordinarias, que se cuenta que llegó a convencer al político en cuestión para que confesase sus errores públicamente.

Sucedió pues que día a día la fama de Abel fue creciendo, y llegó a tener una cantidad importante de clientes fijos que podían permanecer horas y horas en la calle, dejando pasar centenares de taxis libres, esperando que el taxi de Abel pasara por allí. Algunos incluso acampaban en la calle en grupos de dos o tres, haciendo turnos de vigilancia llegada la noche, no fuese que Abel pasara de largo sin advertir su presencia.

Pronto ciertas personalidades y grupos de interés empezaron a inquietarse ante la creciente popularidad de las actividades de Abel: primero fueron los psicoanalistas, les siguieron los fabricantes de antidepresivos, y finalmente la Iglesia, que vio alarmada cómo los confesionarios se vaciaban en beneficio de los taxis. Y digo “los taxis”, en plural, porque eso fue lo que les pareció más alarmante: Abel estaba consiguiendo adeptos para su causa a una velocidad vertiginosa, y no solamente entre los taxistas experimentados sino entre los jóvenes recién licenciados en las universidades, que abandonaban en masa las colas del Paro para solicitar una licencia de taxista.

Cada día, al amanecer, se congregaban ante el túnel de lavado cercano a la Catedral decenas de taxistas neófitos esperando la llegada de Abel, que les arengaba contándoles lo que se esperaba de un Taxista de la Guarda y finalmente bautizaba a los nuevos adeptos haciendo pasar su taxi -con ellos dentro- por el túnel para lavarlo con agua bendita, que le proporcionaban párrocos de la periferia que simpatizaban extraoficialmente con su causa.

Abel hacía todo aquello, naturalmente, sin salir del taxi: ése era el voto más importante que debían cumplir los nuevos adeptos y él debía ser el primero en dar ejemplo: comía, dormía, bebía… todo lo hacía en el coche y desde el coche.

Lejos de amilanarse ante la presión de los grupos de presión, Abel se dedicó en cuerpo y alma a afinar sus aptitudes, y llegó el día en que pudo realizar un trayecto sin conocer el destino: el pasajero/pasajera o pasajeros/pasajeras se subían y al cabo de un rato de conversación se confesaban peatones descarriados que no sabían qué hacer con sus vidas. A partir de ese momento Abel se dejaba llevar por su intuición y elegía un trayecto al azar. Y el azar siempre hacía que, en algún cruce, en alguna acera, ante algún semáforo, el pasajero/pasajera o pasajeros/pasajeras viesen algo o alguien que de repente activaba su voz interior, y ésta les decía: “baja, date prisa, baja y no mires atrás, éste es el momento que cambiará tu vida.” Y así sucedía que familias enteras se reencontraban, que parados de larga duración encontraban trabajo, que seres solitarios encontraban compañía, que seres acompañados se deshacían por fin de su detestada compañía… como si en Abel concurriesen las fuerzas que configuraban una especie oferta y demanda cósmicas.

El momento más crítico, el que realmente puso a prueba su determinación,  fue el día en que Fanny se subió al taxi. Antes ella había insistido de mil maneras para que cesara en su empeño y regresara a casa. “No vas a cambiar el mundo tú solo, pero en cambio Desiré, Samantha y yo te necesitamos”.  Al principio ella pensó que sólo se trataba de un capricho pasajero, como cuando guardaba maniquíes en el maletero disfrazados de personajes famosos: le dio por ponérselos como acompañantes a los clientes solitarios y tristes, para que así se sintieran acompañados e importantes.

Pero cuando decidió que ese nuevo capricho duraba demasiado, perdió la paciencia, fue a su encuentro iracunda, le exigió que volviese a casa, y ante sus reiteradas negativas lloró y le insultó. Intentó convencerle en varias ocasiones, pasando con el tiempo del estupor y el desconcierto a la desesperación, a la más profunda pena, al vacío interior. Y Abel con cada negativa que debía darle sufría, pero se sabía instrumento de una Causa y sabía cuál era su dolorosa obligación.

Las visitas de Fanny se espaciaron cada vez más, y cuando se producían Fanny ya no gozaba de la energía y la determinación que había mostrado durante los primeros encuentros, todo se había convertido en una especie de inercia estéril, en la que Fanny día tras día iba olvidando los motivos por los que debía implorar a Abel que volviese a su hogar. Pero aún así, se había negado a suscribir el manifiesto de condena que la Asociación Estatal de Pitonisas, muy perjudicada por las actividades de Abel, había elaborado en su contra y había difundido por todos los medios de comunicación. Y tuvo suficiente energía como para mantener a Samantha y a Desiré ignorantes de lo que sucedía con Abel. Cuando le preguntaban por la ausencia de su padrastro -de hecho, “papá” para Samantha y “Abel” para Desiré-, Fanny les decía que estaba en un Congreso Mundial de taxistas dando unas conferencias, y como las daba tan bien cada día le pedían que las repitiese al día siguiente. Sí, Fanny seguía amando profundamente a Abel, de hecho se daba cuenta de que le había amado mucho más que a Narciso y deseaba secretamente que Desiré y Samantha hubiesen sido hijas de Abel antes que de su difunto marido.

Pero todo cambió el día que las niñas, al bajar del autobús escolar, la miraron desconcertadas y a continuación abrieron un periódico y le mostraron una viñeta: en ella se veía una caricatura de Abel en el interior del taxi, en la playa, tocando una flauta. Y junto a él, una hilera interminable de personas que  se hundían alegremente entre las olas hasta desaparecer ahogadas. El título, “El taxista de Hamelin”. Esa tarde Fanny, con extremada delicadeza, dio a sus hijas las explicaciones oportunas. Al día siguiente tomó una decisión: se vistió con la misma ropa que llevaba el día que conoció a Abel, y le esperó junto al paso de peatones al que ella se lanzó años atrás para que el primer vehículo que pasara la atropellase, dándose la circunstancia de que el vehículo en cuestión fue el taxi de Abel, y de que éste fue rápido de reflejos y la esquivó.

Sin embargo esta vez Fanny no se lanzó al asfalto cuando le vio a aparecer, aunque más tarde reconocería que dudó unos instantes.

“¿Adónde te llevo?” “No lo sé, tú conduce”. Abel se asustó: Fanny estaba jugando con las normas que él mismo había establecido. Al no darle una dirección,  le estaba diciendo que aceptaba por fin su destino. Que, en caso que tuviese que concebir el resto de su vida sin él, en caso que el azar le tuviese reservado un giro inesperado, hoy lo sabría como lo habían sabido tantos pasajeros antes que ella. Hubo un silencio de diez manzanas entre los dos, que no dejaban de mirarse por el retrovisor. Ambos descubrieron que el otro aguantaba las lágrimas, pero ninguno hizo un comentario al respecto. “¿Qué harás si no te pasa nada durante el trayecto?” -se atrevió finalmente a preguntar Abel. Era la primera vez que preguntaba algo así, porque hasta entonces nunca había tenido que hacerlo: todos los pasajeros encontraron lo que buscaban en su viaje con Abel. Pero lo preguntó igualmente. Fanny, por toda respuesta, apartó los ojos del retrovisor y se sumergió en sus pensamientos. Abel continuó conduciendo en silencio. “¿Qué harías tú si no me pasara nada durante el trayecto?” -los ojos de Fanny volvían a estar de repente clavados en el retrovisor. Y entonces sucedió algo que le evitó a Abel tener que dar una respuesta: Narciso, el exmarido de Fanny, cruzó tranquilamente la calle ante ellos. Fanny palideció: “Narciso, ¿eres tú?”. La pregunta era lógica, porque Narciso oficialmente estaba muerto: había perecido en un accidente aéreo en el Canal de la Mancha, mientras iba a ver jugar a su equipo una eliminatoria de la Uefa. Y también era lógica porque Narciso iba ataviado con poncho, sombrero y otras ropas indígenas típicas del altiplano andino. Sin darse cuenta, Fanny tomó una decisión que de hecho estaba alojada en su cerebro desde hacía tiempo. Y cuando se descubrió fuera del taxi miró largamente a Abel, luego le dedicó una sonrisa triste y se alejó con un Narciso perplejo y desconcertado.

Más tarde, gracias a terceros, Abel descubrió el motivo de la perplejidad de Narciso: resulta que sobrevivió al accidente aéreo y le recogió del agua un carguero panameño. Al parecer Narciso perdió todas sus pertenencias y toda su documentación durante el accidente, y como al despertar se advirtió que padecía una profunda amnesia, empezó sin saberlo una nueva existencia lejos de su rutinaria vida de conserje de oficina ministerial. Fue corsario en Malasia, traficante de armas en África, magnate de la droga en Colombia… y finalmente, convertido a la palabra del Señor por un misionero, se hizo guerrillero y luchó por la causa de los pueblos indígenas hasta que la guerrilla fue derrotada y sus líderes masacrados. Narciso logró huir y se enroló como cocinero en un barco, cuya tripulación consiguió desembarcarle en Cádiz antes de que el número de bajas por intoxicación creciese.

Si Narciso se mostró tan sorprendido cuando Fanny salió del taxi y se dirigió a él enarbolando ese nombre, “Narciso”, era porque hasta ese momento estaba convencido de que se llamaba Cuauhtémoc Beascoechea. Pero gracias a Fanny aprendió a recordar deprisa, y pronto pudo recuperar a su familia perdida y reincorporarse a su puesto de conserje de oficina ministerial, que con tanta benevolencia la Administración le había guardado, pensando que el motivo de su ausencia era un leve retraso.

Después de aquello Abel perdió el apetito. Sus adeptos y sus clientes le proporcionaban todo tipo de manjares, pero él los rechazaba. Por aquel entonces la simbiosis espiritual entre él y su automóvil había empezado a adquirir una dimensión más material: los cables del circuito eléctrico se enredaban entre sus manos y piernas, la piel de sus pies se había convertido en una goma que emulaba la goma de los pedales, su oreja derecha parecía iluminarse con una luz parpadeante cada vez que ponía el intermitente derecho -lo mismo ocurría con la oreja izquierda- y su voz empezó a adquirir el tono metálico de un claxon. Y, cuando todos pensaban que iba a morir de inanición, se produjo el cambio definitivo: mientras estaba en una gasolinera repostando, no pudo evitar embriagarse con el olor de los vapores de gasolina. Podía oír el sonido cantarín del chorro de combustible desparramándose dentro del depósito, podía ver las gotitas que resbalaban fuera del depósito con una lentitud tentadora, como exhibiéndose, y notó como su estómago gemía, sus jugos gástricos le hacían notar su presencia y su boca empezaba a segregar saliva después de muchos días. Miró con avidez el mango que sujetaba el empleado de la gasolinera y vio con creciente preocupación cómo se disponía a depositar el mango en el surtidor. “¡No!” -se apresuró a gritar Abel. “¿Cómo dice?” replicó el empleado acercándose aún con el mango del surtidor en la mano. Abel prefirió no dar explicaciones: le quitó el mango, se lo puso en la boca ansioso y apretó el gatillo. Un suave sabor de Eurosuper sin plomo empezó a resbalar por su garganta y a caer como una cascada refrescante en un estómago feliz, que acogía con reverencia ese maná caído del esófago. Abel cerró los ojos, saboreando ese momento inolvidable. Desde ese día, ya no tuvo que ingeniárselas para hacer sus necesidades, porque ya las hacía su automóvil por él a través del tubo de escape. La compenetración anatómica había llegado a su fin.

Así transcurrieron seis meses. Y el séptimo mes Abel, siempre objeto de polémica por parte de los grupos de presión y las autoridades de turno, descansó y contempló toda su obra. Y vio que su obra era buena. Pero echaba de menos algo. Ese algo se materializó el día en que atisbó a Desiré jugando con la pequeña Samantha a la pelota en el parque. Cerca de ellas, en un banco, Fanny charlaba animadamente con Narciso -que ya sólo iba disfrazado de funcionario europeo-. Se detuvo a mirarlos y finalmente se preguntó si su vida no habría sido un error, un desperdicio, un malentendido. Se preguntó qué le habría sucedido a él si hubiese sido pasajero de su propio taxi, qué o a quién habría encontrado durante el trayecto que diese un giro a su vida. ¿Realmente la respuesta a su pregunta había sido “Taxista de la Guarda”? ¿No sería más bien una respuesta que se dio él mismo atribuyéndosela a fuerzas invisibles para poderla creer? No estaba muy seguro de lo que debía pensar. Tampoco tuvo mucho tiempo para pensarlo, porque en ese momento la pelota que sujetaba la pequeña Samantha le resbaló entre las manos y salió botando alegremente hacia el asfalto, como invitando a la niña a seguirla. Y así lo hizo ella, sin advertir que el autobús ante el que iba a cruzar no tendría tiempo para frenar. De modo que Abel, rápido de reflejos como demostró ser el día en que, años atrás, evitó el suicidio de Fanny, se lanzó con su taxi a interceptar la marcha del autobús. Sólo cuando se oyó el chirriar de las ruedas y el ruido atronador del impacto Fanny se giró y se dio cuenta de lo que sucedía. Samantha, sobresaltada, ignoró la pelota -que siguió botando y se perdió en las sombras como un demonio- y se echó a llorar. Y Abel, antes de morir, aún tuvo tiempo de esbozar una sonrisa imperceptible, como si por fin hubiese obtenido una respuesta.

El funeral por Abel se celebró en el desguace municipal, y contó con una presencia multitudinaria. Fue prensado junto con su taxi y posteriormente incinerado. Sus cenizas se esparcieron por todos los accesos a la ciudad.

Dentro de dos siglos la Iglesia le canonizará.

LA SUCURSAL DE NARUKIKI

Roque Feler, el nuevo Presidente del consejo de administración del Banco Crepuscular, era un hombre joven, innovador, licenciado con matrícula de honor en Dirección de Empresas por una prestigiosa universidad privada –él opinaba que una universidad pública jamás podría ser prestigiosa- y con varios másters a cuestas obtenidos en universidades americanas –consideraba que un máster sólo impresionaba si se había conseguido en el extranjero-.  Sin embargo, la razón última por la que se le designó a él para ocupar ese cargo –conocida por todos pero de la que no se hablaba por miedo a jugarse el puesto comentándola aunque fuese en voz baja con los compañeros, incluso con los supuestamente de confianza- es que era el hijo del principal accionista del banco.

    Había acumulado –eso sí- una larga experiencia en gestión empresarial, difícil de olvidar: En su ansia por captar las tendecias del mercado y adelantarse a sus competidores en cada una de las empresas de las que había sido el máximo responsable, Roque Feler encargó construir casas con paredes comestibles en el tercer mundo –para paliar los efectos de eventuales catástrofes naturales y hambrunas-, encargó fabricar camiones con doble techo -para facilitar el transporte de inmigrantes ilegales y permitir así a camioneros emprendedores ganar un sobresueldo- y encargó el diseño de minas anti-malapersona –que deberían explotar según el grado de maldad del individuo que las pisaba-. Sin embargo ninguno de sus proyectos llegó a buen puerto, aunque ciertas agencias gubernamentales, cuyo nombre no es prudente mencionar, decidieron comprarlos para intentar perfeccionarlos y ponerlos así al servicio de la Humanidad.

       Después de todo lo dicho no es de extrañar que Roque Feler, a su llegada al Banco Crepuscular, propusiera un paquete de medidas revolucionarias que dejó boquiabiertos a sus competidores:

  • En caso de domiciliación de la nómina, compromiso explícito por parte del banco de gestionar con el organismo pertinente los papeles del paro si llegara el caso.
  • Por la adquisición de un plan de pensiones, regalo de un bastón con empuñadura de oro y una dentadura postiza.
  • Obsequio de un guardia jurado por contratar un crédito hipotecario para la compra de un chalet en urbanizaciones de lujo.

Y muchas más que por tiempo no podemos enumerar, puesto que este relato sólo pretende contar las consecuencias que tuvo una de esas medidas para Marta  Gibelina, empleada eficientísima de la entidad bancaria.

        Marta era la responsable de Internacional de una sucursal situada en el distrito financiero de la ciudad. Su grado de eficacia y su honradez eran tan altos que al menos una vez por semana comunicaba a sus superiores directos movimientos extraños de cuantiosas sumas, sospechando que por sus características podrían ser operaciones de blanqueo de dinero, financiaciones ilegales de partidos políticos o ingresos irregulares procedentes de fondos reservados. Y la confianza que tenía en el prójimo era tan excepcional que nunca llegó a pensar mal de sus superiores cuando estos, después de fingirse sorprendidos ante sus descubrimientos, le prometían investigar el asunto pero luego no hacían nada, simplemente le ordenaban que abandonara sus pesquisas porque ya estaban en otras manos más pertinentes.

       Marta no era una mujer ambiciosa. No pretendía dedicar su vida al trabajo como si se tratara del culto a una religión, y por lo tanto no adoraba a sus superiores como si fuesen ídolos de los que se esperaba recibir poder y riqueza a cambio de oraciones, libaciones y sacrificios humanos. Por ello se sorprendió al encontrar esa mañana en su sucursal al mismísimo Roque Feler, que le comunicó, junto con el apoderado, que había tenido el privilegio de ser escogida para ser la protagonista de una de las medidas más innovadoras que iba a adoptar el Banco Crepuscular: la iban a trasladar a la nueva oficina de Narukiki para dirigirla.

    En circunstancias normales Marta habría agradecido la repentina confianza que se depositaba en ella. Muchos de sus compañeros habían pisoteado cabezas, machacado estómagos y pateado ciertas partes blandas con la esperanza de demostrar a sus superiores que tenían el perfil adecuado para un ascenso; y sin embargo fue sobre el hombro de Marta donde se posó la paloma que don Roque Feler enviaba desde el sobreático de su rascacielos, como diciéndole “tú eres mi elegida”.  Pero cuando su distinguido benefactor le contó que Narukiki era una isla desierta del Pacífico Sur, a Marta se le pasaron las ganas de mostrar agradecimiento, a pesar de sus esfuerzos. Siguió viendo cómo Don Roque articulaba los labios y la lengua y Marta deducía por ello que debían estar saliendo sonidos de su boca, pero no los oía, solamente oía un sollozo creciente que nacía en su corazón y que luchaba por abrirse paso hasta su garganta –el apoderado no decía nada, simplemente les hacía compañía, era como esos gatos de las películas de villanos que sólo están para ser acariciados y para reírles las maldades a sus dueños-  “Se preguntará usted por qué la enviamos a una isla desierta” –adelantó vivazmente Roque Feler. Y a continuación adoptó una pose de profeta poseído por la divinidad que había visto en Moisés y películas de ésas, y dijo: “Tenemos que adelantarnos a la competencia, llegar al público antes que ella. En Narukiki aún no hay nadie, pero tarde o temprano lo habrá, es ley de vida, la Humanidad se expande como un virus y lo acaba engullendo todo. Usted será nuestro Cristóbal Colón, y cuando salte a esa playa desierta hundirá en la arena el estandarte de nuestro banco y tomará posesión de esa isla en mi nombre. Los españoles, adelantándose a portugueses, franceses, ingleses y holandeses, hicieron lo mismo en América y fíjese qué imperio conquistaron.”

    Marta, que era prudente, no comentó en voz alta lo que le pasó por la cabeza,  que ese imperio se perdió porque sus conquistadores habían querido abarcar demasiado. Sin embargo el apoderado, mostrando una imperdonable falta de control sobre sus pensamientos, rompió su silencio para decir “luego ese imperio se perdió, pero ahora eso no viene al caso. Además, no fue culpa de los españoles, fue por envidia”. La mirada recriminatoria de Roque Feler le dio a entender que su comentario no había sido bien recibido y esa misma noche, incapaz de soportar la angustia por las iras que esas y otras palabras suyas podían haber desatado en su Presidente, el apoderado se ahorcó.

    Sin embargo esa parte de la historia no nos interesa, y no es que seamos insensibles a la muerte de un apoderado atormentado, que además dejaba viuda y dos perros, pero seamos francos, la perspectiva de lo que se le viene encima a Marta Gibelina es mucho más atrayente que una muerte insulsa y carente de originalidad –si al menos se hubiese suicidado, qué se yo, intentando cruzar el Estrecho de Gibraltar en patera o el Río Grande a la luz del día…Y aún así…-

    “¿Y por qué yo?” –Se aventuró a preguntar Marta a Roque Oráculo Feler. El Presidente y el apoderado -que a esa hora aún seguía vivo- se miraron buscando una excusa creíble, que no denotara su anhelo por quitarse de en medio a esa entrometida. Y es que Marta no sabía que sus informes y sus pesquisas habían inquietado a varios traficantes y a muchos políticos, que habían insinuado a la cúpula de la entidad bancaria la conveniencia de enviar lejos a esa empleada tan… ejemplar. Roque, que era un hombre piadoso y temeroso de Dios, intentó dar una explicación que no implicara tener que mentir: “Porque usted es honesta, responsable y trabajadora. Además, en su expediente dice que le gusta mucho la naturaleza…“ “Sí, y en Narukiki vas a chupar naturaleza por un tubo, no hay otra cosa.” dijo el apoderado riendo, ganándose así la segunda mirada recriminatoria que le condujo definitivamente al suicidio. Roque Feler, dando por terminada la reunión, se dignó ofrecerle a Marta la mano para que se la besara, la bendijo en el nombre del TAE, del Mibor y del Índice Dow Jones y regresó a las alturas para seguir en las nubes.

      Una semana más tarde, una barcaza de desembarco cedida gentilmente por la marina de los Estados Unidos, que se encontraba pacificando por ahí cerca a una nación enemiga del mundo libre – que además era molesta para los intereses norteamericanos, pero esto es accesorio-, conducía a Marta Gibelina hacia la arena de una playa que ella creía aún virgen. Pero, como comprobó al cabo de unos minutos, no era así. Siguiendo las instrucciones de Roque Feler, Marta tuvo que desembarcar portando un estandarte de terciopelo con el logotipo del Banco Crepuscular bordado en plata y oro. Con ella iba un equipo de operarios de televisión por cable y otro de televisión por satélite, contratados por el insigne cerebro de la operación para retransmitir el evento en directo. Probablemente fue a causa de esa retransmisión por lo que Marta fue obligada a vestirse con traje chaqueta color crema y zapatos de tacón de aguja para poner pie en tierra, así daba al mundo una imagen elegante y altiva, al tiempo que emprendedora, del directivo modélico que militaba en las filas del banco. Pero todo se fue al traste porque a Marta los tacones se le hundieron profundamente en la arena, perdió los zapatos cuando se disponía a dar el segundo y el tercer paso respectivamente, tropezó, se cayó, se mojó toda enterita y fue arrastrada por una ola hasta la orilla. Aún así, tuvo suficiente dignidad para apartarse la cortina de pelo empapado que le tapaba los ojos, se incorporó, cogió el estandarte que otra ola muy amablemente le había acercado desde el lugar del desastre y lo clavó con toda la solemnidad de que fue capaz en la arena, pronunciando la fórmula que le había hecho memorizar Don Roque: “Tomo posesión de este territorio. Por una parte yo, Marta Gibelina, representante del Banco Crepuscular en estas latitudes, y por la otra la Isla Narukiki (a partir de ahora “el titular”), nos reconocemos mutuamente la capacidad necesaria para este otorgamiento y convenimos la formalización de este contrato, que se regirá por las condiciones particulares y por las generales contenidas en el mismo o, en su caso, por los de la libreta de ahorros que simbólicamente se libra al titular en este acto.” Y a continuación, para rubricar la ilusión que el banco depositaba en esa nueva relación contractual, Marta enterró una libreta de ahorros junto al estandarte. Los cámaras, emocionados, aplaudieron. Pero una voz que se oyó detrás de Marta boicoteó ese momento de gloria. “¡Ya era hora, joder, que hemos rematao la faena hace días!” Se trataba de Genaro Antúnez, jefe de la brigada de operarios que había trabajado en la construcción de la oficina, flanqueado por sus hombres. Marta Gibelina les pidió que la acompañaran hasta la sucursal de la isla, pero Genaro Antúnez le dijo que ni hablar, que como no les habían dejado televisor se habían perdido la Champions League durante dos meses y tenían el tiempo justo para embarcarse, llegar a Samoa y ver la segunda parte del PSV Eindhoven – Numancia. Le dieron un plano de la isla, le bajaron el equipaje de la barcaza y pusieron rumbo a lo que ellos llamaron “la civilización”. Antes de adentrarse en la espesura verde que estaba ahí esperándola, Marta contuvo la respiración un instante para impregnarse de soledad, de esa profunda soledad con la que se vería obligada a convivir a partir de ese momento, en un intento desesperado por vacunarse de lo que se le echaba encima. Pero fue en vano: cayó de rodillas al suelo, y ese sollozo que pugnaba desde hacía días por abrirse camino hacia la garganta ganó por fin la batalla y salió en forma de alaridos y lágrimas. Llenó sus puños de arena y se la arrojó a la cara, al pelo, al traje chaqueta color crema en un intento desesperado por desaparecer tragada por la tierra. Finalmente se contuvo y recordó que sus superiores habían depositado en ella su confianza. Su presencia en Narukiki era un símbolo, constituía para su empresa lo que la huella de Amstrong en la Luna para la NASA, y se propuso no faltar a su responsabilidad.

     Al cabo de media hora Marta, siguiendo el mapa, arrastraba sus dos maletas por una angosta senda abierta a machetazos por sus predecesores.  Miles de sonidos que escuchaba por primera vez custodiaban su marcha, y Marta pudo distinguir entre los árboles a algunos de sus guardianes, estorninos rojizos como un atardecer, nactarinias de largos picos que la observaban con curiosidad mientras libaban flores de colores imposibles, diamantes saltarines disfrazados de arco iris, amandinas que lucían orgullosas sus collares, alcaudones que la recibían cantando cánones a dúo, cacatúas que erizaban su cresta sólo con verla, papagayos chismosos que cuchicheaban sobre su aspecto… Había muchos más, pero aún eran invisibles. De repente un ave del paraíso, de vivos colores y cola larguísima, se posó majestuosa en una de las ramas cercanas. Se hizo un silencio respetuoso y solemne y todos los pájaros se apartaron para que la recién llegada pudiese observar detenidamente a Marta, que al contemplar su belleza entendió por qué cuentan de ella que Dios la mantuvo junto a sí en el Edén y la dotó con el don de la inmortalidad. El ave del paraíso la estudió repetidamente primero con un ojo y luego con el otro, estirando, girando y encogiendo el cuello para obtener perspectivas detalladas, como queriéndose cerciorar de que la intrusa no suponía ningún peligro para la seguridad de su reino. Cuando por fin se quedó tranquila, levantó el vuelo y los pájaros cantaron de nuevo, esta vez con más fuerza, como dándole la bienvenida oficial a Marta.

    Llegó extenuada a la sucursal cuando ya anochecía. Por fuera parecía como todas las demás: doble puerta con detector de metales, un letrero rodeando toda la fachada con el nombre y el logotipo del banco y un cajero automático por cuya ranura intentaba colarse una lagartija. Estaba situada en el claro del bosque, y Marta no pudo dilucidar si se trataba de un claro natural, espontáneo, un claro de toda la vida por decirlo de alguna manera o si era producto de una tala de árboles. De repente una voz poderosa, segura y contundente, procedente de las alturas, acudió en su auxilio para sacarla de dudas gritando: “Árbol vaaa”. Marta se apartó sobresaltada, pero no cayó ningún árbol. Otra voz gritó: “Media hora para comeeer”. Marta escudriñó en la creciente penumbra y descubrió a dos cacatúas, que al parecer se estaban riendo a su costa repitiendo lo que habían oído gritar frecuentemente a los obreros que la habían precedido. No les culpó ni se enfadó con ellos, al fin y al cabo pocas distracciones debían tener los pobres bichos en esas latitudes. Incluso se sintió un poco aliviada, porque pensó que al menos tendría con quien hablar, aunque no fuese humano y tuviese un coeficiente intelectual mucho más bajo que el suyo, eso tampoco era tan importante, si había podido comunicarse con ciertos homínidos que intentaban ligar con ella en las discotecas,  sería capaz de mantener una conversación con otros seres irracionales.

       Entró a inspeccionar su sucursal y de repente un nueva voz procedente de las alturas le dijo, a modo de saludo: “Por favor, deje sus objetos metálicos en las taquillas de la entrada”. Marta dudó entre obedecer o aplicarle al altavoz una llave de taekwondo. Pero recordó lo que se esperaba de ella, así que hizo caso y dejó sus otras llaves, las de su casa y las del coche, en la taquilla, sin saber que ya no las volvería a sacar de allí nunca. Se adentró por fin en la sucursal y dio la luz. Y, como si se tratase de un buen augurio, la oficina del Banco Crepuscular de Narukiki se iluminó por primera vez precisamente bajo el primer crepúsculo del Pacífico Sur que presenciaba Marta Gibelina. Sin embargo no era la primera que pisaba la oficina, porque de repente Marta descubrió a un macaco revisando el archivador con una linterna. “¡Eh, que eso es confidencial!”. El mico, viéndose descubierto, intentó huir por la ventana y se estampó contra el cristal impoluto que la protegía. Medio atontado, aún tuvo habilidad para escabullírsele a Marta entre las piernas y salir corriendo al exterior. Marta corrió tras él gritando “¡al ladrón, al ladrón!”. Pero nadie acudió en su auxilio, ni siquiera un triste escarabajo. Como mucho, un lorito se atrevió a repetir tímidamente “¡al ladrón!”, pero su intento fue abortado por un papagayo adulto que le ordenó, tajante: “¡Chssst!”. Marta se irritó con ellos, les llamó pandilla de animales y entró a inspeccionar el archivo. Aparte de la linterna, el macaco se había llevado las últimas cotizaciones de los fondos de inversión, quizá estaba pensando en empezar a sacarle partido a vivir en un paraíso fiscal, hasta ahí nada grave. Pero también se llevó una VISA Oro, el muy rufián. Levantó el auricular del teléfono: lo comunicaría a la Central ahora mismo para… Se interrumpió. No podría comunicar nada porque no había línea. Ni ella ni sus superiores llegarían a saber nunca que Genaro Antúnez y su brigada de operarios habían usado la antena parabólica que debía mantenerla en contacto con el satélite para hacer una paella de marisco, tan abundante en la isla, a modo de celebración cuando les llegaron por vía marítima varios ejemplares de Penthouse procedentes de un naufragio. Así  que, ignorando que estaba definitivamente abandonada a su suerte, Marta Gibelina se dispuso a encender su ordenador con la esperanza de tener al menos conexión a internet.  Y resultó que sí había conexión, pero el programa le pedía la clave de acceso y Genaro Antúnez, en su prisa por ver la segunda parte del PSV Eindhoven-Numancia, no se la había dicho. Así que, estando ya al corriente de que estaba definitivamente abandonada a su suerte, Marta Gibelina lanzó el ordenador al suelo en un arrebato de furia, provocando una pequeña explosión y un chisporroteo que fueron muy aplaudidos por una familia de gibones que espiaban desde el exterior, colgados de una rama por la cola.

       Se sentó en la silla del director y empezó a llorar de nuevo, esta vez en silencio, y de repente se dio cuenta de que toda la isla había enmudecido respetando su tristeza y de que la noche ya había caído sobre ese rincón del mundo. Se durmió con la cabeza apoyada en la mesa, y soñó que era Navidad y que los Reyes Magos le traían un caballito de mar gigante sobre el que se montaba y huía de allí para siempre.

         Cuando despertó ni era Navidad ni los Reyes Magos habían venido, pero al levantar la cabeza vio sentado ante ella, en la silla de los clientes, a un magnífico ejemplar de orangután, que había estado esperando pacientemente a que Marta Gibelina despertara. El orangután le dedicó una amplia sonrisa en la que le mostraba toda su dentadura y Marta gritó, aterrorizada. El orangután, asustado, también gritó y salió como una bala de la sucursal, a la que al parecer había arrancado la doble puerta de acceso y el altavoz para agilizar los trámites de la entrada. Marta estuvo dos horas escondida en el lavabo, sin decidirse a salir, hasta que su estómago le recordó que llevaba un día sin comer y el hambre le pudo. Empezó a abrir y cerrar puertas hasta dar con una despensa en la que había combustible para el generador y comida para un año.

      Después de comerse media barra de mantequilla a mordiscos y dos naranjas sin ni siquiera pelarlas, reflexionó sobre lo sucedido. El orangután no había hecho nada malo, se había comportado como lo habría hecho cualquier cliente, exceptuando lo de las puertas y el altavoz arrancados –aunque en cierta ocasión una anciana sorda las rompió a bastonazos, creyendo que la secuestraban-. Marta Gibelina no pasó por alto que los clientes con los que solía tratar ni tenían brazos de dos metros ni estaban llenos de pelo rojo por todo el cuerpo, pero dado que en la isla no había presencia humana, el orangután era por derecho propio el ser más inteligente que la habitaba, lo cual le convertía en cliente potencial de la sucursal. Quizá el pobre animal se estaba planteando abrir una cuenta y sólo venía a informarse de las condiciones. Calculó que ella se había despertado hacia las 9 y que el orangután quizá llevaba ahí sentado un buen rato, quién sabe si desde las 8.30, hora de apertura al público. Así que el fallo había sido suyo, por estar dormida en hora de trabajo.

     Arrepentida, salió de la oficina con varios folletos informativos sobre productos financieros, intereses a plazo fijo, modalidades de cuentas corrientes y libretas de ahorro, y los fue distribuyendo por toda la isla, ahora sobre una roca, ahora en el hueco de un árbol, con la esperanza de ganarse la confianza del orangután y atraerlo de nuevo a la sucursal.

     Pero el orangután no aparecía. Marta pasó un mes sentada en su silla, observando la entrada desierta, recordando el bullicio, el ir y venir de gente en su antigua oficina del distrito financiero y reviviendo sus ganas de que llegase la hora de cierre para irse a casa. Ahora sólo había silencio, un silencio aterrador roto tímidamente por el lejano ruido del oleaje. Y no tenía ganas de que llegase la hora de cierre porque no tenía adónde ir. En esos treinta días de espera apenas hubo trabajo: la primera semana una abeja reina se posó sobre un folleto que informaba sobre hipotecas, y por un momento Marta pensó que quería un crédito para comprarse una colmena. La segunda semana descubrió a una vieja tortuga observando con interés un folleto sobre planes de pensiones, pero cuando Marta se lo acercó lo único que hizo el bicho fue comérselo y quedarse tan ancho. La tercera semana vino la familia de gibones que había asistido a los fuegos artificiales del ordenador. Husmearon todos los folletos sin interesarse realmente por ninguno de los productos que exponían. Marta les regaló un llavero con el logotipo del banco para ver si así la dejaban en paz y los micos se fueron tan contentos, no sin antes beberse un bote de tipp-ex.

       La cuarta semana apareció de nuevo el ave del paraíso acompañada por un cortejo de cacatúas que entonaba un pésimo God save the Queen -la habían oído cantar en su día a los marineros del buque-escuela británico a su paso por esas costas-. El pájaro miró a su alrededor como estudiando el estado del feudo que le había concedido a Marta en vasallaje. Finalmente se posó sobre el retrato de Roque Feler que dominaba la sala, se cagó majestuosamente en él, observó a Marta Gibelina con cierto desdén y salió volando de la oficina seguida por su cortejo de cacatúas, que ahora entonaba la Marsellesa en un pésimo francés –se la habían oído cantar a Genaro Antúnez, que de joven había ido a hacer la vendimia a Perpignan-.

    Aquella fue la gota que colmó al vaso. Marta interpretó que todos los seres vivos de la isla rechazaban su presencia y empezó a caer en la apatía. Dejó de peinarse, de perfumarse, de lavarse los dientes, de depilarse… Dejó de vestirse con traje chaqueta y zapatos y llevaba sólo zapatillas y bata de ir por casa sobre el pijama. Acudía a menudo al lavabo para mirarse en el espejo y reírse de sí misma, y empezó a usar los folletos informativos y los impresos de contratación en sustitución del papel higiénico. Hasta que un día, cuando se disponía a suicidarse escuchando toda la discografía de los Bee Gees, oyó un chirrido persistente en el exterior, acompañado de unos pasos sobre la hierba,  y apareció el orangután en la puerta. Llevaba puesto un casco y una coraza del los siglo XVI. Con una mano sujetaba un arcabuz y con la otra arrastraba un cofre lleno de doblones de oro, maravedíes de plata, perlas y esmeraldas. Marta Gibelina, admirada, imaginó que era el tesoro acumulado por un pirata sanguinario al que finalmente atrapó la justicia, o quizá el fruto del saqueo de un corsario inglés a la flota imperial española, que posteriormente escondió en Narukiki para no tener que declararlo a Hacienda. Pero cuando vio la etiqueta con el “Made in Taiwan” comprendió que se equivocaba: las monedas eran de chocolate y las joyas de juguete. No pudo llegar a saber si el arcabuz, el casco y la coraza también eran de juguete, porque el orangután no se los dejó quitar. A pesar de esa decepción inicial a Marta la presencia del primate la llenó de esperanza. Era obvio que para el animal ese cofre tenía mucho valor, era su tesoro, y si se había acercado con él hasta la sucursal cabía pensar que quería hacerle algún tipo de oferta. Efectivamente: el orangután cogió un folleto que informaba sobre depósitos a plazo fijo y se lo entregó a Marta Gibelina. Acordaron un plazo a cinco años y Marta, como trato especial por ser el primer cliente que había depositado en ella su confianza, le aplicó una penalización mínima en caso de rescate anticipado. El orangután mostró su conformidad con un sonoro aullido y acto seguido entraron en la cámara acorazada. Estuvieron allí un buen rato contabilizando exactamente el importe que se depositaba, y separando las monedas de chocolate con leche de las de chocolate a secas. Cuando salieron de allí Marta no pudo creer lo que vio: todos los animales de la isla se habían congregado en la oficina como Pedro por su casa, incluso había una pareja de estorninos que había empezado a construir un nido sobre la fotocopiadora. Marta Gibelina miró hacia fuera y vio que estaba diluviando. Entonces comprendió que acaba de empezar la estación de las lluvias y que los animales buscaban refugio en su oficina. Marta les miró dudando. De repente se le acercó el macaco ladronzuelo del primer día, le devolvió la VISA Oro y la miró, implorante. El ave del paraíso le susurró algo a un gibón, que acto seguido se subió al retrato de Roque Feler y le limpió los restos de caca regia que aún tenía. Las cacatúas, balanceándose a ritmo, entonaron Cantando bajo la lluvia para enternecerla –una de ellas estuvo trabajando en Hollywood como figurante y se la había oído cantar a Gene Kelly-. Marta pensó que, al fin y al cabo, lo mejor que le puede suceder a una sucursal bancaria es pasar a formar parte de la vida cotidiana del barrio en el que opera, integrarse con su gente, acogerla en su seno cuando fuese preciso, como si se tratase de su segunda casa. Entendió que el destino le brindaba la oportunidad de ganarse a los vecinos del lugar y les dijo: “está bien, podéis quedaros”. Los gibones se lanzaron a besarla, los pájaros trinaron con todas sus fuerzas, el orangután la abrazó hasta casi estrujarla, y aprovechando el jaleo reinante, el macaco birló una tarjeta MASTERCARD.

       Seis meses más tarde la sucursal del Banco Crepuscular ya no era un edificio propiamente dicho, sino una mezcla entre aviario y reptiliario, con helechos ocultando los muebles de oficina, tierra y hojas muertas cubriendo un suelo que las lombrices mantenían fértil, raíces que sobresalían entre las baldosas, ramas que entraban por las ventanas e invadían el espacio y en las que todos los pájaros habían construido sus nidos, lianas en las que se columpiaban los monos, enredaderas que ascendían por las paredes hasta invadir el techo… Marta Gibelina había abierto sus dos maletas y había cedido su ropa a las monas para hacerlas sentirse más femeninas y ganarse así su confianza.

       A pesar de su aspecto, la sucursal de Narukiki ya era el lugar donde todos los seres vivos de la isla iban a depositar sus objetos más preciados y donde iban a buscar refugio y consejo. Todo parecía indicar que ésa era la vida que le esperaba a Marta Gibelina hasta el fin de sus días, y eso la entristecía, porque creía echar de menos el calor humano.

       Su salvación llegó la mañana en que se presentó en la isla un equipo de televisión que pretendía grabar la vida de seis concursantes, dejándoles ahí durante varias semanas viviendo como náufragos. Los responsables del programa creían que la isla estaba desierta y que gozaba de pocos recursos, por lo que tenían la secreta esperanza de poder ofrecer a la audiencia cómo los concursantes se terminaban devorando unos a otros. Y se sintieron muy contrariados cuando Marta Gibelina corrió hacia ellos y les pidió que la llevaran de vuelta a casa, porque eso significaba que Narukiki estaba habitada. Y cuando Marta les comunicó que tenía una despensa bien surtida y un refugio donde protegerse del frío y la lluvia, el director ya no pudo contenerse y empezó a lanzar maldiciones, eso les obligaba a buscar otra isla desierta, lo que menos querían era crear un ambiente armonioso en le que todo pudiese compartirse y en el que se gozase de las mínimas comodidades. ¿Cómo iban a devorarse los concursantes unos a otros en semejante fraternidad? En un intento desesperado por salvar la situación el director echó mano de los dos guionistas que les acompañaban y les propuso escoger entre buscar una solución rápida o acabar en los tiburones. El primero propuso aprovechar la coyuntura y situar hombres armados en la sucursal del banco, con la orden de disparar a matar contra cualquiera de los concursantes que, hambriento, exhausto o acosado por el paludismo o el escorbuto, osara acercarse en busca de alimento, medicación o refugio. Al segundo guionista no se le ocurrió nada y fue a parar a las mandíbulas de un tiburón blanco, momento que quedó inmortalizado por las cámaras con la intención de vendérselo al National Geographic.

          Al director le pareció bien la propuesta de los hombres armado, y dio orden de desembarcar todo el material. Pero Marta Gibelina se opuso ferozmente, no quería que su hogar fuera usado para semejantes fines, si ella lo había abierto para acoger a los animales de la isla, con más razón lo abriría a unos seres humanos, aunque fuesen concursantes de televisión, al fin y al cabo todos tenemos defectos. Y se sorprendió al caer en la cuenta que había llamado hogar a lo que hasta entonces para ella sólo había sido una absurda sucursal bancaria.  Los del programa no parecían tomársela en serio, pero el orangután empezó a liarse a mamporros con todo el mundo y, por  si fuera poco, apareció el ave del paraíso y empezó a cagarse en todos; la seguía como siempre su séquito de cacatúas, esta vez tarareando la marcha de las Walkirias –que una de ellas había oido cantar a unos helicópteros durante una visita a una tía suya en Vietnam-.

    Con semejante muestra de solidaridad animal, los del programa terminaron por ceder ante Marta. Así que empezaron a virar su embarcación para poner rumbo a otra isla desierta en la que poder llevar a cabo su grabación. De repente el director ordenó parar los motores y le propuso a Marta volver a la civilización con ellos. Sus subordinados no podían dar crédito ante semejante muestra de humanidad, algunos incluso se emocionaron y pensaron que le habían estado juzgando mal hasta entonces -Lo que ignoraban todos es que el director pretendía soltar a Marta en el Orinoco y grabar el banquete de los caimanes, con toda seguridad alguien se lo compraría-.

     Hubo un silencio en el que sólo se oía el vaivén de las olas, y Marta finalmente se sorprendió una vez más a sí misma, oyéndose decir “no”. Y, como asegurándose de que realmente lo había dicho, lo repitió varias veces. “No, no, no.” El director no quiso insistir porque el orangután empezó a escupirles, de modo que optaron por irse.

Marta Gibelina les vio alejarse hasta que desaparecieron en el horizonte. Miró a los pájaros revoloteando alborotados sobre su cabeza, miró al orangután, que le sonreía como aquella primera vez mostrándole toda su dentadura, y dijo resplandeciente: “volvamos a casa”.

LA CAMISA EMBRUJADA

    Hubo un tiempo en el que la ropa era tratada con el debido respeto, en el que existía una auténtica jerarquía entre las prendas según su tejido, corte y confección.  Cuando el algodón era el auténtico protagonista de las tiendas de moda y la promiscuidad entre materiales era prácticamente nula, no como ahora, que una camisa es 40 % de esto y 60 % de lo otro. Un tiempo en el que no se olvidaba que lo primero que hicieron Adán y Eva cuando se les expulsó del Paraíso fue cubrir su desnudez dando así un paso decisivo hacia la civilización; una época en que el cuidado de la ropa se convertía casi en un ritual sagrado del que las planchadoras eran las sumas sacerdotisas.

     Quizá si esa mentalidad hubiese perdurado hasta nuestros días hoy no tendríamos que contar esta historia.  O puede que sí, nunca se sabe, a veces la voluntad de ser de los acontecimientos es tan fuerte que acaban materializándose de todas formas, por mucho que nos empeñemos en controlar el caldo de cultivo en que se gestan.

     Todo empezó con la muerte de cierto viudo octogenario. El reparto de su fortuna generó, como suele ocurrir, rencillas irreparables entre los implicados. Pero el que más se ofendió fue su único sobrino, al que únicamente legó la criolla, una camisa de algodón blanco que el difunto había heredado a su vez de un tatarabuelo cubano.  Contaba el viejo octogenario que llevar puesta esa camisa traía buena suerte, atraía la fama y el éxito, siempre que su propietario fuese un hombre honrado, y juraba que la gran fortuna que había acumulado se debía a ella, por llevarla puesta en los momentos más decisivos de su vida.

          Por ello se la cedió a su único sobrino, por el que sentía un profundo afecto, para que con ella llegase mucho más lejos que el resto de herederos. Pero el difunto ignoraba -o quiso ignorar- que las continuas visitas, las atenciones y la amabilidad de su sobrino, como suele ocurrir en estos casos, no eran sinceras, sino fruto del interés de quien desea sacar la mejor tajada de la fortuna de un moribundo.

   Ése fue el detonante que desencadenó el curso de los acontecimientos: el nuevo propietario de la criolla carecía de la honradez que le presuponía el anciano. Y nadie fue capaz de prever las consecuencias de ese error porque, si la honradez activaba las propiedades benéficas de la camisa en cuestión, cabía pensar que la hipocresía y la falsedad podrían activar sus propiedades maléficas.

     Si alguien hubiese querido compartir esta inquietud con el nuevo propietario de la criolla, con toda seguridad se habría reído en su cara. Pero si conociese la verdadera historia de esa camisa, si supiese cómo fue a parar a sus antepasados cubanos, dejaría de hacerlo al momento:

  Mucho antes de tener nombre, la criolla perteneció a un reo condenado a muerte por asesinar en Cienfuegos a una familia entera mientras dormía, y saquear a continuación su casa. Para poder salvar la vida, el criminal pactó con una bruja ser convertido en zombi para engañar a sus verdugos. Y así fue como al día siguiente sus guardianes, al encontrarle exánime en su celda, decidieron enterrarle sin rendir cuentas a nadie, pensando que así le ahorraban trabajo a la administración penitenciaria. Nadie acudió a despertar al no-muerto para devolverle su alma, tal como estaba pactado, puesto que esa misma noche el demonio, atendiendo a las reiteradas oraciones de la bruja, se la llevó a los infiernos mientras ésta se dirigía al cementerio para devolverle la vida al supuesto difunto. Cuando las autoridades supieron lo ocurrido, ordenaron la exhumación del cadáver y lo mandaron ahorcar para asegurarse de que realmente estaba muerto, puesto que en esas tierras la ley a duras penas puede sobreponerse a la superstición. Los pocos asistentes a la ejecución que se prestan a hablar de ello, relatan que un grito horripilante salió de la garganta del no-muerto, como si miles de murciélagos invisibles, al unísono, saliesen de una cueva en la que hubiesen estado encerrados durante años. Otros aseguran que era el demonio que habitaba en el reo que, viendo cómo destruían su obra, maldecía irritado a sus verdugos. Alguien, movido por el terror reverente del momento, le quitó la camisa al cadáver. Quién sabe si para venderla, para exponerla en algún ritual secreto o para jugársela a los dados.

      La cuestión es que al poco tiempo la encontramos debidamente planchada y almidonada en casa de un gentilhombre de La Habana -el tatarabuelo cubano al que antes nos hemos referido-, que la lucía en recepciones, fiestas, bailes y demás exhibiciones de buen gusto con que los poderosos obsequian a los plebeyos para sacarlos de su vida vulgar y concederles el privilegio de soñar con ser por unos instantes como ellos. O para poner de relieve la barrera insalvable que les separa y hundirles más aún en su miseria, según como se mire.

    Entonces la criolla aún no tenía nombre pero, llena de agradecimiento por la segunda oportunidad que se le brindaba, decidió hacer todo cuanto estuviera en su mano por satisfacer a su propietario. Y aprendió a usar los poderes sobrenaturales que la habían impregnado en su pasado, para atraer socios, inversores, clientes, políticos influyentes, funcionarios corruptibles y amantes apasionadas pero discretas. Sólo ponía una condición a cambio: ser tratada con el debido respeto, es decir, ser lavada, almidonada, planchada y secada por una planchadora profesional. Su propietario, perspicaz, pronto se dio cuenta de la estrecha relación que existía entre esa camisa blanca de algodón y la buena marcha de sus asuntos, tanto los económicos como los extramatrimoniales, y nunca dejó de tratarla como se merecía.

         Así lo dejó dicho a su primogénito, a quien contó el secreto de la camisa, animándole a cuidarla con delicadeza para poder seguir gozando de sus favores. La camisa formó parte del equipaje que su nueva familia pudo hacer a toda prisa antes de abandonar Cuba a su suerte –o a la suerte de norteamericanos y dictadores- y fue pasando de generación a generación y de patriarca a patriarca, engrosando el patrimonio familiar hasta llegar a nuestro difunto octogenario quien, falto de descendencia directa, legó la joya de la familia, como ya sabemos, a un sobrino ambicioso e insensible, frío y calculador, que encerró a la criolla en la oscuridad de un armario, riéndose de lo que de ella contaba su tío y sin obsequiarla siquiera con una bola de naftalina para aliviar su soledad.

         Tres años más tarde la rescató de las tinieblas para un baile de  disfraces al que pretendía asistir como Simón Bolívar. La encontró enmohecida y oliendo a encierro, y se irritó porque había empezado a amarillearse por ciertas zonas que a duras penas podrían disimularse, qué contrariedad, precisamente ahora que le hacía tanta falta. Y decidió que después de la fiesta la reduciría a trapos para limpiar el polvo o para medir el nivel de aceite del coche sin mancharse. No se detuvo a pensar que, después de tanto tiempo, lo más lógico sería que la criolla se hubiese amarilleado por completo y de forma irremediable, no sólo en algunas zonas y de forma muy ligera. Ni siquiera se percató de que una fina capa de polillas muertas recubría el suelo del armario bajo la percha que ocupaba la camisa. Si se hubiese dado cuenta, se preguntaría por qué ese ejército de bichos yacía ahí diezmado y en cambio la camisa no estaba hecha jirones. Y habría empezado a inquietarse y quizá no se la habría puesto. Pero como no era hombre dado a la reflexión, simplemente le quitó un poco el polvo con un cepillo y se la puso. Notó, eso sí, cierto escalofrío mientras se abrochaba los botones, pero lo atribuyó a la emoción que le había causado leer en su horóscopo que esa noche se produciría un cambio radical en su vida.

      Durante el baile de disfraces no quiso hacer caso de los mareos que lo acecharon. Los atribuyó al alcohol y resolvió seguir conversando, como si nada sucediese, con Abraham Lincoln, Marx, Robespierre, Napoleón, Mahoma, Pilatos, Lenin y otros asistentes a la fiesta, dispuesto a aprovechar la circunstancia excepcional de tenerlos ahí reunidos a todos, sin quitar ojo, eso sí, a Isabel la Católica, con la que mantenía un “affaire” desde hacía tiempo, esperando el momento de abordarla y llevársela a alguna de las habitaciones contiguas para abordarla más a fondo. Pero sería difícil, puesto que en esa ocasión había asistido a la fiesta acompañada por Moctezuma, su marido, poseedor de una envidiable fortuna. Moctezuma, conocedor de los rumores que asignaban a Isabel la Católica amantes esporádicos tales como Lutero, Frankenstein, Romeo o Micky Mouse, también presentes en la sala, había decidido no quitarle ojo a su esposa para cazar al vuelo una mirada furtiva, un gesto sospechoso, una sonrisa cómplice, cualquier cosa que le pudiese confirmar los rumores y darle así motivos para excluirla de su testamento.

        Pero Simón Bolívar era un hombre ingenioso, y se las arregló para meter un somnífero en su copa. A los pocos minutos, el poderoso Moctezuma yacía dormido en la chaise-longue  y Simón Bolívar se encontraba desnudando a su esposa la Reina Isabel – que al principio se mostró esquiva argumentado que ese día no se sentía muy católica- en un saloncito de té sumido en la penumbra. Todo parecía andar sobre ruedas, hasta que Su Católica Majestad se dispuso a desabrocharle la camisa a su amante. Imposible. Los ojales parecían soldados a los botones, y los botones a la tela. Bolívar, impaciente por liberarse, intentó sacarse precipitadamente la camisa por la cabeza, llevado por el ímpetu de la pasión.

    Aún hay investigadores que analizan inútilmente lo sucedido, dándole vueltas y más vueltas, pero el hecho es que una de las mangas que logró quitarse se enrolló fuertemente a un brazo de la lámpara –accidentalmente, pensaron todos-. Bolívar, que en ese momento tenía la cara cubierta por la camisa de la que intentaba desprenderse, no entendía qué pasaba, sólo notaba que la ropa le apretaba el cuello sin dejarle apenas respirar, y que algo tiraba de él allà arriba y le retenía. De modo que intentó zafarse violentamente de  su aprisionamiento dando un súbito paso hacia atrás, con tan mala fortuna que resbaló, cayó al suelo y se ahorcó, como se ahorcó el primer dueño de la criolla en su día. Si existía alguna posibilidad de que Bolívar escapase de la muerte en el último momento, como suele sucederles a los héroes libertadores en el cine americano, ésta quedó descartada cuando a continuación la lámpara se desprendió del techo y cayó en su cabeza partiéndole el cráneo.

    La Reina gritó aterrorizada pero, aún así, tuvo valor para arrodillarse junto a su amado para intentar auxiliarle. Y fue entonces cuando la criolla, llena aún de rabia contra el mundo, movió los brazos inertes del cadáver insuflando por unos instantes vida a sus manos, que se aferraron a la garganta de la Reina hasta cometer magnicidio.

      Cuando Winston Churchill, Gengis Khan y el Oso Yogui, atraídos por los gritos, llegaron al saloncito y los encontraron, hubo un silencio largo, respetuoso y solemne. Y es que al contemplar ambos cuerpos tuvieron la sensación de que el reloj de la Historia volvía hacia atrás para reparar un terrible agravio, para cerrar una herida aún abierta:  porque quienes ahí yacían ya no eran dos simples asistentes a una fiesta de disfraces, sino la mujer que había sometido a América bajo su yugo y sus flechas junto al hombre que se la arrebató para permitirle a América andar sola. Un hombre y una mujer separados por mares de tiempo por fin frente a frente, reunidos en el abrazo fraterno de la muerte –aunque el hecho de que su Católica Majestad estuviese desnuda de cintura para arriba sobre el torso del Libertador ponía bastante en cuestión el uso del término “fraterno” para describir su encuentro-.

       La investigación demostró sin lugar a dudas que todo se debió a una disputa de enamorados, y la criolla fue a parar a un almacén polvoriento donde se acumulaban pruebas diversas de asesinatos que se perdían en las brumas del pasado, armas y objetos que habían quitado la vida a víctimas de las que ya nadie recordaba los nombres. Es una costumbre terrible a la que se aferra la soberbia humana, confinar a las armas del crimen como si fueran ellas las instigadoras y las culpables de los delitos en los que les ha tocado intervenir, sin detenerse a pensar que las pobres no tienen un cerebro que guíe sus actos ni una voz que proteste por el uso indebido que de ellas pueda hacerse, sólo son el instrumento del asesino, que es quien tiene cerebro y se supone que lo usa. Ésta sería una conclusión a la que muy fácilmente cualquier juez, celador, abogado, comisario, pasante, fiscal, forense u oficial de registro podría llegar, y a partir de la cual se podrían prohibir los sórdidos almacenes en que se acumulan tales objetos, privándoles de su libertad. Pero el hecho es que nadie hace nada al respecto, y ello quizá se deba a que los seres humanos, antes que aceptar que el crimen forma parte de su naturaleza, son capaces de cualquier cosa, hasta de culpar de sus crímenes a cosas inanimadas, para no tener que admitir su vergüenza.

        No era éste el caso  de la criolla, puesto que ni era una cosa inanimada ni un mero instrumento del crimen, era mucho más, pero eso sólo lo sabía ella, por lo que en ningún momento pudo prever que sería privada de su libertad recién recuperada. Así fue como se vio obligada a convivir en el estante más alto de una sórdida galería con 3 navajas oxidadas, 2 botes de arsénico y 1 orinal abollado, quienes tan pronto como se marchó el vigilante le preguntaron. “¿Y tú por qué estás aquí? ¿qué has hecho?”. La criolla no quiso dar explicaciones, y sus compañeros reclusos se irritaron y empezaron a amenazarla, alegando que ellos ya eran veteranos y que ella, como recién llegada que era, les debía pleitesía. Pero la criolla les ignoró una vez más, y entonces ellos decidieron eliminarla fingiendo ante el vigilante que se trataba de un accidente. Afortunadamente las navajas estaban tan oxidadas que no pudieron abrirse para rajar la tela, y los botes de arsénico se irritaron porque sus tapones estaban fuertemente enroscados y no podían abrirse para envenenarla –no cayeron en la cuenta de que de nada les habría servido estar abiertos, puesto que la camisa no tenía una boca por donde ingerir el veneno-.  El orinal se lanzó contra la recién llegada como para embestirla, con todo su ímpetu. Y aunque estudios recientes, publicados en prestigiosas revistas de divulgación científica, aseguran que el daño que la embestida de un orinal puede causar en una camisa, o en cualquier otro tipo de prenda, es mínimo, la acometida en cuestión daba miedo por la carga de rabia que había en ella. Sin embargo el orinal se detuvo en seco a pocos milímetros de la criolla, estaba sujeto por el asa a una cadena como castigo por haberse caído “casualmente” sobre el comisario que lo confinó en semejante prisión, mientras éste hacía una inspección rutinaria. Más tarde la criolla  se enteró por un soplete que el orinal fue usado en su día por una anciana que se lo estampó repetidamente a su marido en la cabeza el día de sus Bodas de Oro, para vengar 50 años de malos tratos, y empezó a caerle bien. Pero nunca se lo demostró abiertamente, puesto que a esas alturas la criolla creía haber aprendido que los buenos sentimientos son un lujo que sólo se pueden permitir aquellos a quienes la vida trata bien. Y no era precisamente su caso.

         Pero aún así los buenos sentimientos vinieron a ella, porque esa misma mañana en que fue depositada en el almacén del olvido, cuando la luz cayó con el ángulo propicio por el único tragaluz que había, descubrió un bello camisón satinado, color salmón, que dibujaba un escote muy atrevido, ribeteado con sinuosas filigranas que jugueteaban entre gasas vaporosas y sensuales. Y justo en el instante en que la camisa se percató de su presencia, el camisón dejó caer muy despacio, de forma tremendamente insinuante, uno de sus tirantes, como invitando a la criolla a acercarse para ponerlo de nuevo en su sitio. Pero la camisa estaba crucificada en su percha y no podía moverse, así que tuvo que conformarse con contemplar de lejos a semejante belleza. La criolla volvió a recurrir al soplete y así se enteró del delito del camisón: resulta que un perturbado había obligado a un inspector de hacienda a ponérselo y posteriormente lo dejó caer de su coche ante una banda de skin heads, dándose rápidamente a la fuga.

     Pasó el tiempo, que no olvidó frecuentar siquiera un antro tan apartado y oscuro como ése, y camisa y camisón poco a poco se enamoraron y aprendieron a amarse en la distancia, desde sus respectivas perchas, a través del silencio. Hasta que cierto día el vigilante apareció acompañando a un hombre que resultó ser un campesino de la comarca con el que había hecho un trato tiempo atrás: él le proporcionaba gratuitamente huevos y verduras, y a cambio el vigilante le permitía entrar en el almacén cada cierto tiempo para llevarse  lo que se le antojara. Si su aparato auditivo hubiese estado preparado para ello, habría oído centenares, miles de gritos a su alrededor procedentes de los objetos prisioneros, “llévame a mí, llévame a mí”. Pero los hombres muy pocas veces oyen lo que querrían –o deberían- oír, y este campesino no era una excepción. Otra cosa muy distinta es lo que sucedía con el vigilante, que después de tantos años conviviendo con objetos inertes había terminado por entender su lengua y oír sus conversaciones, pero su resentimiento contra ellos era tan grande –al fin y al cabo se veía recluido como ellos por tener que vigilarlos- que fingía no oírles para hacerles sentir aún más solos y desamparados. Como en esta ocasión, en que hacía pasar de largo al campesino cuando casualmente se detenía ante un objeto que le gritaba “llévame a mí, llévame a mí”.

        El campesino se detuvo y observó detenidamente a la criolla, llegó incluso a sacarla de su percha para verla más de cerca y comprobar el 100 x 100 algodón de su etiqueta, ocasión que la camisa aprovechó para desentumecer sus costuras. Pero la mirada complacida del campesino alarmó a la criolla, que en ese instante descubrió que prefería seguir privada de libertad en ese antro antes que volver a gozar de ella sin la compañía de su amado camisón. Afloraba por fin, después de mucho tiempo, un sentimiento noble a la superficie de su triste existencia, el sacrificio por amor, y saboreó esa certeza como una amarga derrota, puesto que el campesino parecía dispuesto a llevársela de allí sin darle opción a sacrificarse por nadie, de hecho el hombre estaba abriendo ya la boca para comunicarle al vigilante su decisión. Pero le detuvo el descubrimiento del camisón. Y fue precisamente esa prenda, que tampoco tenía ningún interés en alejarse de aquel sitio, el objeto elegido por el campesino, que volvió a crucificar a la criolla en su percha, cogió la percha que sujetaba al camisón, puso en su sitio el tirante que durante tantos meses había colgado insinuante ante los ojales de la criolla, sonrió con una alegría extraña mientras contemplaba la prenda, y pronunció su sentencia: “me quedo con esto”. Al vigilante le extrañó la elección, para qué negarlo, pero no hizo preguntas, allá cada cual con sus gustos y sus manías.

    El camisón opuso toda la resistencia de que fue capaz, se enredó en el perchero, se enroscó al respaldo de una silla, asió sus dos tirantes al picaporte, sin dejar nunca de gritar en su silenciosa lengua, pero el vigilante, con una frialdad inhumana, abortó con absoluta calma todo signo de resistencia desenredando, desenroscando y desasiendo lo que hiciese falta. Finalmente cruzaron el umbral, la puerta se cerró tras ellos, la bombilla se apagó y todo quedó más a oscuras que nunca.

      Siguieron pasando los meses, y cuando la criolla ya había perdido la esperanza y estaba a punto de dejarse comer por las polillas, el azar, apiadado, decidió acudir en su auxilio. Así que cierta mañana de invierno el vigilante volvió a acudir al almacén, acompañado esta vez por la señora de la limpieza, con la que había hecho un trato tiempo atrás: ella le proporcionaba de vez en cuando favores sexuales y a cambio el vigilante le permitía entrar en el almacén una vez cada cierto tiempo para llevarse  lo que se le antojara. La mujer en cuestión se detuvo y observó detenidamente a la criolla, llegó incluso a sacarla de su percha para verla más de cerca y comprobar el 100 x 100 algodón de su etiqueta, ocasión que la camisa volvió a aprovechar para desentumecer sus costuras. Y como esta vez ya no había ningún camisón de belleza deslumbrante que atrajese su atención, la señora de la limpieza contempló largamente la camisa y pronunció su sentencia: “me llevo esto, a mi marido le va a encantar, siempre se queja de que no tiene nada que ponerse para ir a misa los domingos…” y añadió una larga serie de detalles y explicaciones que el vigilante no le había pedido pero que se resignó a escuchar por miedo a dejar de gozar de sus favores si protestaba.

     Así fue como la criolla salió de nuevo a la luz del día, pero su intensidad ya no le deslumbró porque había perdido toda noción de belleza, de alegría y de bondad. El mundo que acababa de recuperar y que la rodeaba por todas partes le era totalmente indiferente, y ya ni siquiera se alegró cuando la señora de la limpieza, antes de entregársela a su marido, la llevó para que se la arreglaran al taller de plancha de doña Anita Aleñá, la planchadora más prestigiosa del país, a la que recurrían casi todas las casas reales europeas para que obrara el milagro de poner las prendas a la altura de las reinas y los monarcas que las vestían. Y el milagro era tan prodigioso que muchas veces las reales prendas que dejaban a su cuidado acababan desprendiendo más majestad que los mismos monarcas.

    Doña Anita, al coger a la criolla entre sus manos,  notó con tal intensidad el dolor y la tristeza que la abrumaban que casi lloró. Y se prometió a sí misma devolverle la alegría, si no toda, al menos en parte. Porque el gran secreto profesional que custodiaba Doña Anita, que había pasado de madres a hijas a lo largo de generaciones de planchadoras y que ella transmitiría a su primogénita Doña Rosita llegado el momento, es que la ropa tiene sentimientos, claro que sí, al fin y al cabo su función es cubrir al ser humano, darle calor, resaltar su belleza, ayudarle a expresar sus estados de ánimo. En definitiva, impregnarse de él. Y ello significa por lo tanto impregnarse de sus sentimientos. Ante esa revelación Doña Anita consideraba su profesión, más que una acción de limpieza física, una acción terapéutica de limpieza espiritual. Sostenía, en definitiva, que una prenda sólo podía mostrarse en todo su esplendor si era feliz. “Las prendas arropan a los hombres y a las mujeres, sí. ¿Pero quién las arropa a ellas?”, decía a veces a los clientes, como riñéndoles, cuando le traían jerseis deprimidos, pantalones apáticos o camisones abúlicos, sin que ellos lograsen entenderla.

       Doña Anita lavó a mano la camisa, con agua tibia y detergente para ropa de bebé, y mientras la frotaba suavemente con la esponja le hablaba con ternura sobre la nobleza de su porte antiguo, sus bonitas mangas, sus bien acabadas costuras, sus sólidos ojales, sus preciosos botones, su elegante cuello, y la criolla empezó a adormilarse y soñó que volvía a una especie de infancia, donde ella era el pelele de perlé de un recién nacido. Despertó sobresaltada, y al ver de nuevo ante sí los ojos amorosos de la planchadora, empezó a pensar que quizá sí merecía la pena existir. Doña Anita siguió ofreciéndole sus cuidados y, después de dejarla secar en un lugar bien aireado con vistas al mar, en compañía de sábanas de niño que jugueteaban con el viento y alegraban la mañana con sus risas, la sometió a una cura de almidón para reforzar sus fibras, adquirir consistencia y recuperar su blancura, inmaculada como un alma inocente. Mientras la criolla sumergía los puños y el cuello  en la palangana de almidón fuerte, un traje que colgaba esperando su turno le contó que podía considerarse una privilegiada, porque él había sido testigo de las largas horas que Doña Anita había pasado buscando la proporción correcta entre el agua y el almidón, para que las mezclas resultantes no fuesen ni demasiado blandas ni demasiado duras, y que había estado removiendo un buen rato cada una de las mezclas para que la disolución fuese perfecta.

         Pero los cuidados de Doña Anita no terminaron ahí, porque después le llegó el turno a la plancha. Y no era una plancha cualquiera la que usaba, como las que usan los mortales para sus planchados cotidianos, rápidos y faltos de atención, no. Para empezar, las planchas de Doña Anita tenían los bordes limados evitando así que el contorno de la plancha quedara marcado en la tela. Tampoco eran de vapor como las que se usan en el planchado en seco de las tintorerías precisamente por eso, porque en el planchado que Doña Anita practicaba a sus prendas el almidón húmedo era el protagonista, y el uso del vapor retardaría el tiempo de secado de la ropa más allá de lo recomendable. De modo que, una vez empapados el cuello y los puños de la criolla en la mezcla de almidón fuerte, Doña Anita los escurrió y llevó la camisa hasta la mesa de planchar –la tabla de planchar común era insuficiente para acoger la ceremonia que estaba a punto de iniciarse-. Allí la esperaban la mejor plancha de que se disponía en el taller, limpia y reluciente, junto con otra palangana que contenía una mezcla de almidón más suave que la que se usó para empapar los puños y el cuello. La planchadora mojó un trapito de lana en la palangana con delicadeza, sin llegar a empaparlo, humedeció con él las mangas y puso a trabajar a la plancha, que con ayuda del bórax –un polvillo mágico que las planchadores añaden al almidón para que la plancha resbale con facilidad en la tela- se paseó lentamente sobre sus –con perdón- partes húmedas, masajeándolas y secándolas a su paso. Doña Anita repitió la operación con la espalda y después con la pechera, y al terminar la ceremonia la criolla, que se había rendido ante tanto amor y dedicación, se había purificado y había vuelto a nacer.

       Quién sabe si su existencia habría sido otra de haber conocido una planchadora a tiempo, mucho antes de unir su destino al de su primer dueño en Cienfuegos, siempre le quedaría esa duda hasta el último instante de su existencia. La única certeza que tuvo al finalizar ese día fue la de querer permanecer para siempre en ese taller de plancha, junto a Doña Anita, después junto a Doña Rosita, y más adelante ya se vería, aún no se vislumbraba una sucesora digna de ambas planchadoras en el horizonte del tiempo. Sí, quedarse allí con ellas. A cualquier precio.

        Pero no pudo ser, porque a los pocos días acudió la señora de la limpieza con su marido para recoger la camisa. Unas enaguas les vieron acercarse desde la ventana del desván y la noticia corrió como la pólvora entre todos los tejidos de la casa, que la hicieron circular para que le llegara a la criolla a tiempo de reaccionar. Y es que todas las prendas sentían una especial simpatía por ella después de conocer las penurias por las que había pasado, y habían decidido acogerla en sus armarios y proporcionarle una vida tranquila, sosegada y feliz, una especie de jubilación anticipada, por decirlo así. Sin embargo lo único que pudo hacer la criolla para evitar que la arrancasen de su nuevo hogar fue esconderse de un sitio a otro, provocando el estupor de Doña Anita, que soltaba frases tipo “¿dónde la habré dejado?” y “tiene que estar por aquí” yendo y viniendo de un perchero a una cajón, de una cómoda a un armario, del sótano al desván. Hasta que finalmente la encontró temblando de miedo en un galán de noche oculto en la penumbra, y la llevó ante sus nuevos dueños. El marido de la señora de la limpieza agradeció al regalo de su esposa, le preguntó de dónde había sacado esa camisa de porte tan distinguido y recibió por respuesta que se la había regalado una amiga. “Me la pondré par ir al trabajo. Con esto y el uniforme se quedarán impresionados.” El matrimonio elogió el estado impecable en el que Doña Anita había dejado a la criolla. La planchadora se lo agradeció, y ya se disponía a envolver la camisa cuando el marido de la señora de la limpieza pronunció la frase fatídica: “me la llevaré puesta”. A los pocos minutos salía de un cuarto habilitado como probador con la camisa, la corbata y el uniforme que le acreditaba como conductor de autobuses de la corporación metropolitana de transportes. Y su aspecto era tan elegante y viril que la señora de la limpieza se prometió en secreto dejar su “affair” con el vigilante del almacén para prestar más atención a lo que tenía en casa.

        Sin embargo, a los pocos segundos el conductor de autobuses sintió mareos, empezó a sudar, tuvo que sentarse y desabrocharse el cuello de la camisa, porque decía que le ahogaba. Doña Anita le preparó una manzanilla pero el pobre hombre parecía empeorar por momentos. Y ya se disponían a llamar a una ambulancia cuando el malestar y los dolores pasaron de repente. Aliviados pero al mismo tiempo extrañados,  marido y mujer salieron a la calle sin haber establecido la más mínima relación entre la camisa y lo ocurrido. Sin embargo Doña Anita había tenido un escalofrío al rozar accidentalmente la camisa cuando le cogió la mano a su nuevo propietario para despedirse, y mientras les veía alejarse observó que la criolla desprendía un chisporroteo inquietante que no presagiaba nada bueno. Conocedora de los sentimientos de prendas y tejidos, Doña Anita intuyó que algo malo iba a suceder y decidió seguir al matrimonio sin saber muy bien qué más hacer. Al doblar la esquina les vio despedirse, la señora de la limpieza se alejó calle abajo y su marido subió a un autobús estacionado y se acomodó en el asiento del conductor. Escuchando las quejas de los pasajeros Doña Anita descubrió que el autobús llevaba ahí parado más de media hora, y dedujo por lo tanto que al conductor no le había importado interrumpir el viaje para recoger la camisa. Se produjo un alboroto en el interior del autobús, que Doña Anita aprovechó para subir por la parte de atrás sin ser vista, no quería que la camisa notase su presencia para así poder vigilarla con más libertad. Algunos pasajeros se disponían a agredir al conductor por su desfachatez, pero él se levantó retador y les desafió con la mirada. Los agresores se detuvieron ante él con una especie de temor reverencial y le observaron como si no fuera la misma persona que media hora antes había estacionado el autobús y había descendido de él con excusas poco creíbles. Doña Anita, mirándole, también pensó que no parecía el mismo que había entrado a su taller de plancha.

         El trayecto se desarrolló sin problemas durante varias paradas, ya se encontraban en la avenida más populosa de la ciudad, llena de vehículos y peatones, de edificios de oficinas y museos. Estaba anocheciendo, el autobús estaba repleto de gente y el calor, a pesar del invierno, era asfixiante. Doña Anita pensó que todo había sido una falsa alarma, una ocurrencia absurda, una locura sin ton ni son, y ya se disponía a tocar el timbre para bajarse en la próxima parada cuando de repente el autobús empezó a hacer bruscos vaivenes, como si el conductor hubiese perdido el control. Y así era, porque Doña Anita consiguió abrirse paso entre las muestras de pánico hasta llegar ante él y lo encontró aferrado al volante, con el rostro desencajado, emanando terror por todos los poros de la cara y untando la camisa con un sudor frío y espeso. “¡No conduzco yo, no conduzco yo!” decía. Y juraba por su vida que no podía despegar las manos del volante.

“¡¡Frene!!” –le gritó Doña Anita-. El conductor supo reaccionar a tiempo y frenó medio segundo antes de abalanzarse sobre los turistas que se hacían fotos ante la tumba al soldado desconocido. Pero sus manos seguían aferradas al volante, haciéndolo girar como locas, y no había manera de despegarlas. Así que Doña Anita  sacó las tijeras que siempre llevaba en su bolso y empezó a cortar las mangas de la camisa, deduciendo que era de allí de donde partía la energía maligna que controlaba las manos del pobre conductor. Pero no se conformó con las mangas, siguió haciendo trizas todas las demás partes que con tanta dedicación había planchado y almidonado días antes. Cada tajo era una herida profunda no sólo en la criolla sino también en ella, y ese dolor la llenó de rabia, porque sentía que  el amor que había puesto en esa camisa había sido traicionado y no había servido de nada; no entendía que la criolla había llegado hasta estos extremos precisamente por no querer desprenderse de ese amor que había recibido cuando ya no lo esperaba ni de nada ni de nadie.

     Bajo el asiento del conductor empezaron a acumularse tiras de algodón  blanco, y poco a poco el giro frenético y estéril del volante empezó a perder fuerza, como un corazón que deja de latir. Hasta que se detuvo. Si Doña Anita hubiese tenido, como el vigilante del almacén, el don de entender el lenguaje de las cosas, habría oído que el último jirón, mientras caía para reunirse con los demás, le preguntaba llorando “¿Por qué me has abandonado?”. A lo que siguió un largo silencio.

     Todo parecía haber terminado, pero Doña Anita, consciente de que acababa de luchar contra fuerzas sobrenaturales poderosísimas, comprendió que había que hacer algo más, de modo que reunió los restos de la camisa que yacían en el suelo, bajó del autobús y los arrojó al fuego de la antorcha que iluminaba la tumba al soldado desconocido, ignorando las protestas de los guardias que la custodiaban.

        Mientras ardía hecha pedazos, la criolla aún tuvo tiempo para recordar al viejo octogenario con el que empezábamos esta historia y a sus nobles ancestros, con todos ellos tuvo una relación basada en el mutuo respeto. Pero sobre todo recordó al bello camisón satinado color salmón, con él descubrió el amor, y si los seres humanos no se hubiesen interpuesto entre ambos, decidiendo sus destinos sin contar con su opinión, habrían sido dos amantes felices. Entre las llamas vio a Doña Anita observándola mientras se consumía, y descubrió una lágrima surcándole el rostro. Y pensó que si a las cosas inanimadas se les permitiese tener madre, la habría escogido a ella.

       No tuvo tiempo para pensar nada más, el último jirón quedó reducido a cenizas y la luz de la criolla se apagó. Doña Anita aún permaneció unos instantes contemplando sus restos y, cuando estuvo sola, rezó una oración y se marchó.

Al alba del día siguiente, se levantó una brisa que ningún meteorólogo había anunciado, y dispersó las cenizas. Casi todas se quedaron en las cercanías, pero una mota consiguió elevarse y viajó cruzando bosques y montañas. Al atardecer empezó a descender sobre un campo de girasoles, y fue a aterrizar sobre el espantapájaros que lo custodiaba, descubriendo al poco rato que no se trataba de un hombre sino de una mujer de paja, porque llevaba puesto un camisón satinado, color salmón, que tenía un tirante caído. Y decidió fijar allí su eterno reposo.

EL HÉROE JUSTICIERO

45 latas de comida para perro metidas en una sola caja. ¿Cuánto debería pesar eso? Germinal no tenía ni idea, tampoco le importaba, ni siquiera sabía que en dos horas había cargado ya en los palets unas 700 cajas. ¿Cómo iba a calcularlo? No tenía tiempo ni de rascarse la nariz: la cinta transportadora marcaba el ritmo de su existencia ahí dentro, y cada segundo perdido significaba una caja escapándose de la zona de recojida y pasando de largo hacia el vacío, como esos barcos que en la Edad Media caían a la Nada al llegar a los confines del Mundo, cuando la Tierra aún era plana. En su caso eso le costaba una regañina, porque había que detener la cinta transportadora para que no se perdiese la preciada mercancía. De manera que no tenía tiempo para cálculos. Sólo sabía que aún le quedaban 3 horas más por delante antes de terminar con esa mierda.

-Licenciado en Historia del Arte.

La funcionaria de la Oficina de Empleo le miró por encima de sus lentes progresivas, con cara de pena. Pero tuvo la delicadeza de no hacer ningún comentario, y siguió apuntando en el ordenador los datos que Germinal le iba dando.

– ¿Preferencias?

-Si es posible, algo que tenga que ver con lo mío -respondió él, ajeno a la realidad pero lleno de esperanza.

-Si sale algo, ya le llamaremos.

Y Germinal salió de la oficina, sin saber aún que en el lenguaje críptico de esos lugares despedirse con la frase “si sale algo, ya le llamaremos” significa caer en el olvido.

   De modo que, meses más tarde, cuando hizo el Vía Crucis de rigor  por todas las Empresas de Trabajo Temporal, ya había aprendido a decir “no tengo preferencias”, después de ensayarlo muchas veces encerrado en el lavabo, ante el espejo, y siempre a hurtadillas de su amor propio.

    Desde entonces fue paseador de perros a domicilio, limpiabotas en el bar de las Cortes, estatua en el museo de cera -ahí descubrió que la mitad de las estatuas exhibidas estaban vivas, y que a los responsables del museo les salía más económico contratar personal por horas y maquillarlos, que esculpir estatuas- e incluso trabajó como masturbador de animales para clínicas veterinarias de inseminación artificial. Y como su currículum laboral se había ampliado y en él hacía constar que había tratado con animales, se le había dado la oportunidad de cargar cajas de comida para perros.

     Sumido en esos recuerdos, se le escaparon 3 cajas que fueron a parar al vacío y aterrizaron alternativamente sobre el pie izquierdo del enlace sindical del turno de noche, sobre el pie derecho del encargado de noche y sobre el lomo del chihuahua del Presidente del consejo de Administración, Genaro, que era usado siempre como imagen pública de la empresa ante los medios de comunicación -el perro, no el Presidente-. Naturalmente Genaro murió en el acto, y entonces las autoridades competentes de la empresa tomaron dos decisiones:

1) reciclar a Genaro, que fue a parar al triturador de comida para tortugas.

2) despedir inmediatamente a Germinal.

    Pero su situación de, llamémosle así,  inactividad forzosa -expresión puesta en circulación por los máximos responsables de Economía del País junto con Período de inoperancia transitoriaLapso de reubicación laboral Intervalo de readaptación ocupacional, para evitar alarma social ante la grave situación de precariedad laboral, oficialmente inexistente- apenas duró unas semanas: en cierta ocasión Ambrosio, ex-compañero suyo de la Facultad que había conseguido colocarse como barrendero, le hizo una visita y se alarmó al encontrarle cocinando los cordones de varios pares zapatos a la carbonara.  Ante tal evento Ambrosio hizo dos cosas:

1) Aceptó por lástima la invitación de Germinal para que se sentara a cenar con él.

2) Difundió entre sus amigos comunes la noticia de que Germinal cocinaba muy mal los cordones -los dejaba hervir demasiado- y de que necesitaba urgentemente un trabajo.

   Así fue como Germinal recibió la oferta para trabajar de repartidor en una Pizzería recién inaugurada, puesto para el que, según el dueño, no hacía falta disponer de vehículo propio.  Pero cuando vio que el vehículo de reparto consistía en un tándem, y el dueño se justificó diciendo “es que así me ahorro otro vehículo porque van dos repartidores en el mismo”, algo le dijo a Germinal que ese negocio no terminaría de arrancar y que los más prudente era seguir buscando.

         Y quiso el azar que, por aquel entonces, el Ayuntamiento organizase una campaña de limpieza de monumentos públicos, y quiso la Providencia que Germinal reuniese todos los requisitos para poder acceder al concurso de méritos para cubrir los 3 puestos, y quiso el destino que Germinal tuviese una tía segunda trabajando como Conserje en una de las dependencias municipales, y pudo así despreocuparse de los 3.856 aspirantes que se presentaron para el puesto, convencido de que los conocimientos que tenía su tía segunda de los usos nocturnos e indebidos de los despachos por parte de cierto concejal, darían su fruto.

   Por fin, un frío día de finales de octubre -luego los biógrafos compararían ese octubre con el octubre que entronizó a Lenin- Germinal se puso en marcha con las herramientas y los productos de limpieza reglamentarios y con sus dos compañeros de trabajo, Ataúlfo -Licenciado en Ingeniería Nuclear- y Estrella -Doctorada en Biología Marina-, dispuesto a servir a sus conciudadanos devolviendo a los monumentos que ellos erigieron a sus hombres, mujeres y animales insignes, la pureza inmaculada que tuvieron en sus orígenes, hoy ensombrecida por graffitis y otros excrementos.

      Durante varios días pudo alternar con reyes, generales, obeliscos, ninfas, musas, dioses, demonios, santos, beatos, niños y formas no figurativas a las que unía un rasgo común: ninguna de ellas le daba conversación en el sentido estricto de la palabra, pero todas intentaban comunicarse con el exterior más allá del silencio de la piedra o del bronce o del hierro. Todas aspiraban a un atisbo de vida propia, provocando algún sentimiento o sensación reflejados en la pupila de algún transeúnte, y por ello agradecían con tanto fervor la dedicación de Germinal y sus dos compañeros para cuidar de su imagen. Para ellas, la belleza que emanaban -o que creían emanar- y la notoriedad de aquello que representaban -o creían representar-, eran sus únicas herramientas de subsistencia, como para una flor es el perfume que desprende para poder atraer al insecto que involuntariamente asegurará su reproducción.

    Con el paso de los días, Germinal acabó descubriendo a ciertos personajes, algunos de ellos realmente siniestros, a los que en algún momento de su historia la ciudad había erigido un monumento. Y se sorprendió de que aún siguieran ahí esas pesadillas, perpetuadas en materiales duros, desafiando burlonas al tiempo y al olvido, convencidas de que merecían el honor que se les había hecho como el que más, aprovechándose del miedo de las autoridades a retirar su efigie, un miedo que Germinal interpretó como irracional y supersticioso, ese tipo de miedo que pasa de generación a generación cobijado como un parásito en el espíritu de las personas, imposible de erradicar, ese miedo del que se alimentan casi todos los demonios.

   O, yéndonos a conjeturas menos ontológicas y más mundanas, la razón de que esos monumentos siguieran ahí quizá fuese simplemente la pereza institucional, la dejadez burocrática, la desidia funcionarial, que argumentaban con cifras y presupuestos anuales muy ajustados el alto coste de su retirada.

    O, yéndonos a conjeturas igualmente mundanas pero más inquietantes, quizá los distintos gobiernos que se habían sucedido después de la inauguración del -a los ojos de Germinal- funesto monumento, habían optado consciente y voluntariamente por mantenerlo ahí, disimulando en mayor o menor medida -según la coyuntura política y la lejanía o cercanía de las elecciones- su simpatía por el personaje en cuestión.

    En algunos casos Germinal podía distingir el atisbo de una sonrisa de triunfo en su cara, que no supo si atribuir a la perspicacia del escultor, que quizá intuyó secretamente la perdurabilidad de su obra pétrea en el mar cenagoso de los tiempos, a pesar de los súbitos cambios de corriente que en él se suceden y a pesar de las maldades cometidas por el cuerpo carnal al que su obra representaba y rendía pleitesía. O quizá esa sonrisa se la había labrado la propia estatua con el paso de los años, comprobando desde lo alto de su pedestal cómo su presencia infundía a los transeúntes miedo, respeto, fervor, impotencia o, peor aún, indignación impotente, según las vivencias y el carácter de cada uno de ellos.  Era, en definitiva, la sonrisa de quien sabe que ha trascendido el plano terrenal de existencia, para convertirse en símbolo.

   Algunas tenían la decencia de estar situadas en las sombras, en lugares discretos y poco transitados. Otras, en cambio, se exhibían sin ningún pudor, desafiantes, regocijándose en su triunfo póstumo.

-”Tío, coño, échanos una mano.”

    De ese modo, Germinal despertó y descubrió dos cosas:

1) Que su vejiga estaba a punto de reventar y necesitaba aliviarla urgentemente.

2) Que en la mano tenía un cepillo que goteaba jabón, a la espera de instrucciones.

     Recordó entonces que se encontraba en su última jornada de trabajo, y que dicho jabón procedía del cubo en el que acababa de sumergir el cepillo antes de someterse a sus cavilaciones. Encontró a Ataúlfo y a Estrella inclinados, jadeantes y sudorosos, restregando inútilmente sus respectivos cepillos untados en productos de limpieza corrosivos contra una pintada que se resistía a morir y que, situada en la base del pedestal, se refería en términos bastante despectivos a la madre del General golpista que había más arriba.

    A sus ganas de orinar se sumó la indignación por encontrarse en esa situación, es decir, en una precariedad laboral inexistente a ojos del gobierno, y encima fomentando el triunfo post-mortem en el que había visto regocijarse durante días a esas estatuas que representaban a individuos y a conceptos a su juicio detestables. Y, apoyándose en la urgencia fisiológica, conminó a sus compañeros de trabajo a alejarse a una distancia prudencial. Se abrió la bragueta y empezó a emanar un poderoso arco humeante de líquido amarillento -perecedero pero no por ello menos contundente- que buscaba con ansia el reposo en la base del pedestal. Cuando terminó y observó a Ataúlfo y a Estrella, una vez su miembro viril a buen recaudo, atribuyó su expresión de estupor a la desfachatez y la seguridad que había mostrado realizando ese acto tan incívico y -para qué negarlo- tan sumamente puerco y se excusó tímidamente. Pero lo que en realidad había sorprendido a Ataúlfo y a Estrella es que llevaban media hora usando todo tipo de jabones y corrosivos, intentando quitar la pintada que ahora había desaparecido tan alegremente bajo la acción de la orina de Germinal, quien, una vez supo la razón de su sorpresa, se debatió en el significado secreto de ese hecho, intentando buscarle un sentido, y terminó por resumir la cuestión en dos preguntas cruciales:

1)¿Podía considerarse el hecho de mear en la estatua de un enemigo del pueblo y de un involucionista, un acto reivindicativo de protesta?

2) El hecho de que su orina hubiese borrado la pintada subversiva, ¿convertía su meada en un acto involucionista y reaccionario?

   Una sirena que anunciaba la pronta llegada de los agentes de la autoridad fue la única respuesta que obtuvo Germinal. A ello se añadió que Estrella, esbozando una extraña sonrisa, le agarró por el brazo y le dijo “Venga, larguémonos de aquí” y ambos empezaron a correr, desapareciendo por el laberinto de callejuelas adyacentes. Ataúlfo, en cambio, optó por no seguirles y se quedó allí, junto a la estatua, convencido de que las explicaciones que les iba a dar a los agentes de la autoridad cuando se dispusieran a deternerle, les convencería de su inocencia. Es una de las grandes diferencias entre los ingenieros nucleares y las biólogas marinas: los primeros piensan que todo debe responder necesariamente a un orden racional de las cosas, que todo cabe dentro del cerebro humano y que todo puede ser explicado con fórmulas e incluso con palabras, aunque éstas últimas no sean igual de exactas. Las biólogas marinas en cambio están más abiertas a creer que el mundo, tal como lo conocemos, es más el fruto de la casualidad, el azar y el caos que de un orden racional preestablecido en los orígenes del mundo. Y no hablemos ya de Germinal, licenciado en Historia del Arte, que después de estudiar durante años la actividad visual y plástica del hombre a lo largo de los siglos, a la única conclusión a la que ha podido llegar es que el espíritu del hombre es impredecible, y que si crea es para poder soportar la certeza de su instinto de destrucción, tal como quedó demostrado cuando los dos agentes de la autoridad se apearon de su vehículo y molieron a palos a Ataúlfo antes de que pudiese expresar racionalmente su inocencia.

 Y quiso el azar que Estrella no fuese solamente activista de grupos en defensa de animales acuáticos en extinción, sino también de especies como el hombre pensante y reflexivo, y que prestase especial atención al acto que había protagonizado Germinal.

   Y quiso la Providencia que Germinal tuviese ocasión de reencontrarse con Ataúlfo por la calle días más tarde, cuando las autoridades decidieron dar por terminado el interrogatorio y los trámites de la ficha policial, para descubrir que algo había cambiado en la mente de Ataúlfo,  puesto que ahora proclamaba aterrorizado que había una conspiración judeo-masónica-castrista-zapatista para derrocar al gobierno de los Estados Unidos, que es como decir a todos los gobiernos del Mundo Decente, y si le preguntaban dónde había leído eso, respondía que se lo había dicho Dios.

    Y quiso el destino que un periodista extranjero presenciara desde el balcón de un hotel tanto la meada de Germinal como la posterior detención de Ataúlfo. Y, como ese día estaba especialmente cabreado porque a causa de una  huelga general no le habían podido servir croissants calientes durante el desayuno, decidió cargar contra el Gobierno del País, en el que se encontraba en calidad de invitado para cubrir la inauguración de un estadio de fútbol. Y tituló su artículo de opinión “El meador justiciero”.

   Así pues, ese cúmulo de circunstancias desembocó en dos hechos ineludibles:

1) En la toma de conciencia de Germinal, que decidió imponerse una dieta que permitiera a sus riñones seguir generando una concentración de acidez altamente revolucionaria en su orina. Así podría seguir castigando a los sectores más retrógrados e inmovilistas de la sociedad, meándose en la altanería y corrompiendo la belleza de sus símbolos sagrados.

2) En la creación de un héroe popular, elevado a la categoría de mito, cuya actividad periódicos, radios y televisiones se encargaban de proclamar a los cuatro vientos en sendas primicias, fuesen reales o ficticias., calificándolas de “hazañas” los medios más críticos y de “vandalismo” los más cercanos al gobierno.

El Meador Justiciero -que así se había terminado llamando Germinal por consejo de un cotizadísimo asesor de imagen-, incitado por Estrella y con el soporte logístico de los grupos en los que ella militaba, empezó a llevar a cabo auténticas proezas: se meó en caballos de paso triunfante, en sables amenazadores, en medallas que celebraban triunfos de funesto recuerdo, en águilas, yugos, flechas y otros símbolos inquietantes, no tanto por su forma como por su presencia obsoleta.

     Empezaron a encontrarse ramos de flores ante sus meadas, algunas personas que fingían pasear casualmente por allí se hacían furtivamente una foto junto a ellas y, con el tiempo, muchos optaron por organizar meadas multitudinarias clandestinas en los monumentos previamente marcados por El meador, como muestra de apoyo incondicional.

   Las cúpulas políticas empezaron a temer su popularidad, algunos partidos solicitaron a empresas de sondeos estudios complejos y sobre todo costosos -cuanto más costasen, mejor, más buena imagen darían a sus militantes de base y al electorado-, y luego observaron con miedo y con envidia la puntuación que daban los encuestados al nuevo perturbador de la paz y el orden público.

       Las autoridades no tardaron en reaccionar: se estableció una edad legal en la que los niños/as ya no podían mearse encima, otra por debajo de la cual ningún anciano/a podía tener pérdidas de orina y se instauró el uso obligatorio de pañales para los que sufrían problemas de incontinencia, bajo pena de multa o arresto e incluso cárcel, según los casos. Se formaron comités de psicólogos, sociólogos, antropólogos y diseñadores de moda para buscar soluciones, y después de muchos meses de deliberaciones promovieron la prohibición del uso y la fabricación de pantalones con bragueta de cremallera, puesto que se consideraban la prenda ideal para realizar una acción subversiva rápida y darse a la fuga sin dar tiempo a reaccionar.

    Algunas mentes perspicaces y especialistas en lucha anti-subversiva, deseosas de quitarse de encima ante sus superiores la lacra de haber participado en movimientos estudiantiles en lugares de cuyo nombre no querían acordarse,  aconsejaron la publicación de una lista de monumentos en los que se permitía orinar a los perros y otra en la que hacerlo en ellos se consideraba acto delictivo. Así evitaban trampas y vacíos legales que permitiesen a los subversivos delegar su denuncia en su animal de compañía para evitar los calabozos.

  El momento era crucial y todos, tanto amigos como enemigos, se preguntaban cuál sería el siguiente paso de El meador. Pero pasaban los días y no había respuesta: ninguna mancha de orín en ningún monumento del País, ninguna meada popular clandestina, nada. Los altos responsables del gobierno ya soñaban con una nota encontrada en algún urinario público en la que El meador renunciaba a sus métodos, pedía perdón a la sociedad y el indulto al gobierno, y suplicaba que le diesen la oportunidad de reincorporarse a la Sociedad trabajando, como hizo antaño, de limpiabotas en el bar de las Cortes.

Pero la respuesta de El meador justiciero y sus secuaces por fin llegó: una noche, aprovechando una recepción oficial para tres presidentes de república, dos primeros ministros de monarquía constitucional, diez astronautas y un tele-predicador, se meó ante la puerta del Palacio Presidencial. El incidente convocó en ese punto a toda la guardia, y durante unas horas fue calificado como irrelevante. Pero cuando los invitados de la recepción empezaron a mostrar síntomas de un importante desarreglo gastro-intestinal, y más tarde se descubrió al cocinero sin conocimiento ante los fogones, la alarma se disparó en esas mentes perspicaces y especialistas en lucha anti-subversiva de las que hemos hablado antes, que empezaron a sospechar lo que había ocurrido. Hasta que los reconocimientos médicos a los que se tuvieron que someter los comensales las confirmaron: lo de la Puerta del Palacio había sido una maniobra de distracción para que El meador pudiese entrar sin obstáculos en la cocina y manipular la sopa de gallina a sus anchas.

    Cuando la noticia se filtró a la prensa, la euforia popular estalló. Y el gobierno, sin recursos ya para neutralizar al héroe de las masas, optó por apelar a la debilidad más común de las masas, la traición, fomentándola con una recompensa, a escoger entre una cuantiosa cantidad en metálico o un trabajo fijo de por vida.

     Esa fría mañana de marzo -luego los biógrafos compararían esa mañana de marzo con la funesta mañana que vio morir a Julio César – Germinal salía de una floristería con un ramo de rosas, aprovechando el anonimato. La gente le miraba y sólo veía en él a un hombre corriente, prudentemente gris para no destacar ante envidiosos y poderosos, luciendo en sus pantalones una bragueta políticamente correcta, de botones como ordenaba la ley. Nadie sospechaba que tras esa bragueta se escondía el aparato urinario más clandestino y rebelde del país. Ensayaba cómo declararse a Estrella, su buena Estrella, la que había hecho de él un hombre de provecho, con unos horizontes que alcanzar y una esperanza que transmitir. Probablemente se reiría, le parecería ridículo y obsoleto todo el ceremonial que había pensado llevar a cabo para inmortalizar el momento, pero confiaba que, aún así, ella decidiría comprometerse finalmente con la relación que habían iniciado ese día de octubre cuando, ya a salvo de aquellos a los que prefirió esperar el ingenuo de Ataúlfo, se refugiaron en las sombras de un portal y comenzaron una carrera de besos y caricias,  para dar luego el relevo a la exploración de los cuerpos y a su fusión. Una carrera que todavía duraba y a la que Germinal, lejos de querer terminarla, quería limpiar de obstáculos.

      Sumido en sus pensamientos, esperanzas e ilusiones, se encontró subiendo las escaleras que le llevaban hasta Estrella, hasta ese piso en el séptimo cielo. Y no se percató de los detalles inquietantes que hacían de ese lugar un lugar distinto: ese coche oscuro aparcado a unos metros del portal, esa mujer de la casa de enfrente que cada mañana salía a barrer la acera y que hoy no estaba, esos crujidos de la madera en los escalones, como intentando disuadirle de seguir con su ascensión, como deseando romperse para interrumpirle el paso.

    Llamó a la puerta, y en lugar de una estrella le abrieron la puerta algo así como varios meteoritos que chocaron contra él y le lanzaron al suelo. Mientras se lo llevaban, aún tuvo tiempo de ver a Estrella junto a uno de los comisarios que se habían hecho famosos por sus reiterados fracasos intentando cazarle. Aún tuvo tiempo para mirarla a los ojos invitándola a huir, “no te preocupes, yo les distraigo y tú bajas las escaleras corriendo”. Pero Estrella le respondió bajando la mirada en silencio, sin intención de volverla a levantar.

   Y así, en pocos segundos la Estrella de Germinal dejó de ser supernova para convertirse en enana muerta. Y mientras bajaba las escaleras con sus verdugos su cerebro, que si había hecho todo lo que había hecho había sido porque ella se lo había pedido y le había convencido de que era lo mejor, desapareció absorbido por un agujero negro. Y para cuando salieron a la calle su corazón, que segundos antes arrojaba fuego y lava, se había convertido en un cometa, ese ente de hielo condenado por los hombres a atraer las desgracias.

Nunca más volvió a saberse nada de El Meador, y menos aún de Germinal. En cuanto a Estrella, obtuvo un puesto de por vida como Conserje en el Ministerio del Interior, puesto que le permitió comprarse un coche, pedir una hipoteca y pagar viajes al Caribe a plazos, ya nunca más le volvería a faltar trabajo. Ya no.

63336

 Esteban se despertó sobresaltado cuando apenas estaba amaneciendo. Era la tercera vez que soñaba con el 63336 y eso era una señal indiscutible: debía encontrar ese décimo. Como hacía habitualmente, se levantó e inspeccionó toda la casa para comprobar si esa noche Ambrosio había hecho acto de presencia. Revisó todos los periódicos amarillentos que, después de años de acumulación meticulosa e ininterrumpida, habían terminado por expulsar a todos los seres vivientes de la casa – un perro, un canario, dos jilgueros y una esposa- exceptuándole a él, su benefactor, el dios caprichoso que daba sentido a su inexplicable supervivencia, el juez magnánimo que les había salvado de un destino cierto en los contenedores de basura para permitirles languidecer en una interminable pero sosegada vejez. Y exceptuando también a Ambrosio, por supuesto, que sin saberlo era la razón de existir de Esteban, que veía en él al feroz enemigo al que debía vencer para mantener los periódicos acumulados a salvo de sus incisivos y de su ansia implacable de roer. Por su culpa Esteban tenía que dedicar gran parte del día a cuidar de sus criaturas de papel y a intentar librarse de él, la bestia inmunda que las amenazaba. “Si esta vez me toca la lotería podré comprar por fin equipos de rastreo de alta tecnología para localizarlo y eliminarlo”- pensó.

        Esteban no era bibliófilo, ni historiador, ni bibliotecario, ni ejercía ningún tipo de actividad relacionada con la prensa, no había ninguna razón aparente para esa acumulación de periódicos que convertía pasillos y habitaciones en una especie de Gran Cañón del Colorado, entre cuyos acantilados de papel discurría un estrecho río de baldosas con la anchura justa para permitirle el paso a un pie. Ninguna razón aparente. “Los periódicos me hacen compañía”, ésa es la única razón que sería capaz de darnos.

       Después de desayunar Esteban examinaba uno por uno todos los cepos y demás trampas que colocaba por doquier para dar caza a Ambrosio. A continuación cambiaba de posición aquellas cuya ubicación no le acababa de convencer. Había un total de 140 mecanismos para atrapar ratones, procedentes de todas las culturas y civilizaciones, y para cerciorarse de que les pasaba revista a todos Esteban había colocado en la pared del salón, pegado a un enorme corcho, un plano de la casa en el que se detallaban con chinchetas rojas los lugares donde las trampas estaban ubicadas. Después de la revisión diaria Esteban se dirigía al mapa y, como un general que contempla cómo están  distribuidos sus efectivos en el campo de batalla para dar caza a un enemigo huidizo, se aseguraba de no haber olvidado en su inspección del frente a ninguno de sus centinelas, y reubicaba las chinchetas que indicaban los últimos movimientos de tropas en sus trincheras de papel impreso.

       Sin embargo su campaña bélica contra Ambrosio no terminaba ahí porque además de las trampas, y haciendo caso omiso de las resoluciones de la ONU y otros organismos condenando el uso de armas químicas, Esteban echaba mano del matarratas, que arrojaba en diversos puntos estratégicos susceptibles de ser blanco fácil para el bicho. Pero a pesar de sus esfuerzos Ambrosio siempre acababa saliéndose con la suya: Esteban cada mañana encontraba un periódico roído, y entonces se veía en la dolorosa obligación de amputarle las páginas afectadas, y no podía soportar tener que infligir tanto sufrimiento a un ser querido, que se debería estar preguntando qué papel jugaba en aquella cruenta batalla.

     Esa mañana, mientras pasaba revista a sus periódicos en busca de la víctima del día, Esteban empezaba  a pensar que Ambrosio había conseguido infiltrarse en los sistemas de vigilancia de los satélites del Pentágono, para espiar desde allí sus movimientos entre los periódicos del campo de batalla, no existía otra razón para explicar la eficacia con que burlaba sus líneas de defensa. Esteban pasó junto a John F. Kennedy y Martin Luther King, que amarilleaban día tras día en sendas portadas pero aún permanecían milagrosamente intactos. Examinó los ejemplares en los que Nikita Kruschev blandía su zapato y John Lennon besaba a Yoko Ono como si esa guerra no fuese con ellos. Dejó atrás la caída del muro de Berlín y la muerte de Franco, y pasó junto a un espacio que tenía reservado para guardar noticias sobre la futura pero ineludible muerte de otros dictadores aún vivitos y coleantes. Se detuvo en el número de una revista que exhibía el huevo de Colón y observó a continuación el estado del siguiente número de la misma revista, que exhibía el otro huevo de Colón. Finalmente encontró a la víctima del día, que no era otra que Ambrosio en persona –por decirlo de algún modo-. Se encontraba junto a uno de los montoncitos de agente naranja raticida, y a Esteban le extrañó porque era justamente un montoncito que no había sido cambiado de posición durante meses, al que ni siquiera había renovado la munición porque se encontraba en un frente muerto, cuyas líneas el enemigo ya no frecuentaba. “A veces las guerras se ganan y se pierden en los frentes más imprevistos” –pensó Esteban. Nunca llegaría a saber que Ambrosio, harto de esa absurda lucha que le hacía tener pesadillas por las noches, que le había vuelto paranoico hasta hacerle perder sus amistades y que había ahuyentado a las ratitas de su agenda telefónica, había optado finalmente por el suicidio.

      Esteban permaneció largo rato en silencio frente al cadáver de su enemigo, y es que al júbilo inicial siguió una desazón inexplicable. Se dio cuenta entonces del vínculo que se había creado día tras día con ese maldito roedor terrorista, percibió dolorosamente cómo su lucha contra él era lo que había dado sentido a su vida hasta entonces. Reconoció que ante esa victoria que ponía fin a todo se sentía vacío, ya no sabía quién era ni por qué luchar. Se dirigió al equipo de música, quitó varias pilas de periódicos, entre los que se encontraban  algunos ejemplares de ciertos diarios que sólo consiguieron sacar inexplicablemente unos pocos números –como The Logroño Post The New Albacete Times-, y puso el Réquiem de Mozart, que impregnó de una dulce tristeza a todos los periódicos, hasta el punto que muchos de ellos en cuestión de minutos se arrugaron y se amarillearon lo que en circunstancias normalmente habrían tardado años en hacer.

     Observando la mirada cansada que un Richard Nixon le mostraba desde un titular sobre el caso Watergate, Esteban llegó a la conclusión de que su vida estaba a punto de entrar en una nueva fase. Estaba claro que la victoria inesperada sobre Ambrosio era otra señal que, además del sueño reiterado, le enviaba el destino. Sí, debía salir sin demora en busca del 63336, ahora comprendía que ése sería el número ganador del sorteo de Navidad. ¿Pero dónde encontrarlo?

    Esteban se dirigió a una especie de altar que había construido con varias pilas de hojas diocesanas y secciones de religión de diversos periódicos. Sobre él convivían pacíficamente un rosario, un icono ruso, una imagen de Shiva, una de la Pilarica, otra de Buda, una cruz de Osiris, una piedrecita procedente del muro de las lamentaciones y una reproducción en pergamino de la primera sura del Corán. Lagos y ríos de cera solidificada procedente de infinidad de velas se acumulaban aquí y allá, engullendo las fotografías de 4 Papas, 2 Arzobispos, un rabino y un ayatollah. Velas que, a juicio de Esteban, se habían consumido para nada, puesto que él las había encendido una tras otra, a lo largo de varios lustros, rogándole inútilmente a esa especie de ONU Divina que le tocase el Gordo de Navidad. Con la ilusión renovada por los buenos auspicios, Esteban encendió una vela otra vez más, esperando la respuesta de la Divinidad.

    Mientras la veía consumirse recordaba esa vez en la que no pudo llegar a tiempo a la administración que le guardaba el décimo porque una manada de elefantes había cruzado la ciudad en estampida, y las autoridades se vieron obligadas a cortar el tráfico para facilitarles el trabajo a bomberos y francotiradores. O esa otra vez en que la administración donde había reservado el número se despegó de la pared y salió navegando a toda máquina calle abajo. Esteban la persiguió en su coche hasta que la administración llegó al puerto, se lanzó al agua, y se alejó hacia el horizonte –meses más tarde se enteró de que se había instalado de nuevo en Lanzarote-. O aquella vez en que, ya en la calle con el décimo en la mano, salió un caimán de la alcantarilla y le persiguió por todas las callejuelas del barrio antiguo, hasta que Esteban tuvo que arrojarle el décimo al bicho para que se entretuviese con él las décimas necesarias para darle esquinazo. Las tres veces el número había tocado, y las tres veces algo le había impedido llevarse el décimo a casa. Eso desanima a cualquiera, hay que admitirlo, nadie, después de tres intentos frustrados de tal calibre, volvería a intentarlo. Pero nos hemos propuesto escribir una historia sobre Esteban, así que le hemos hecho soñar varias veces con el número ganador, algo que no le había sucedido hasta ahora, y hemos provocado el suicidio de su enemigo más acérrimo justamente hoy, cuando el sueño se repite por tercera vez, para que Esteban crea ver en ello signos de que su suerte va a cambiar, quizá así se ponga en marcha y nos dé la oportunidad de conocer un poco mejor a un personaje tan singular como él. Ahí le tenéis, ante su altar ecuménico, esperando que los dioses se pronuncien, en este instante no es distinto a cualquiera de nosotros, sólo es un hombre que busca respuestas, que necesita saber qué camino debe tomar ahora para llegar a un fin que parecía haber desaparecido, pero que regresa de nuevo con una fuerza inesperada. Veamos si lo consigue.

      Cuando la vela estaba a punto de apagarse y todo parecía perdido, una pequeña araña se descolgó del techo y se situó ante sus ojos, como dándole los buenos días. Esteban se sobresaltó: recordó que en cierta ocasión había comprado lotería en una administración llamada “La araña maña”. Y, creyendo tener por fin la respuesta a su plegaria, se puso el abrigo y salió a la calle. A los pocos segundos volvió a entrar. Se quitó el abrigo. Se quitó el pijama. Se vistió de calle –camisa, pantalones, etcétera-. Volvió a ponerse el abrigo. Salió de nuevo a la calle. Cinco manzanas más tarde se detuvo ante el coche. Metió una mano en un bolsillo. Luego metió ambas manos en el resto de sus bolsillos. Chasqueó la lengua, contrariado. Regresó a casa. Una vez ahí cogió la llave del coche. Salió de nuevo a la calle. Vio un papel en el suelo. Lo cogió, inquieto por si eran notas suyas y se le habían caído. Confirmó que no se trataba de ninguno de los mensajes cruciales que se enviaba diariamente a sí mismo para recordar cosas importantes que debía hacer  –tipo “no olvidar tener de 60 a 70 pulsaciones por minuto”, “primero inspirar y luego expirar, no intentar hacer ambas cosas a la vez”, “no olvidar pelar los plátanos”- o para darse ánimos –tipo “tranquilo, mañana todo irá mejor”-. Buscó una papelera donde tirar el papel, que resultó ser el envoltorio de un caramelo. Una vez ante la papelera, dudó. Guardó el papel por si encontraba un caramelo sin envoltorio. Descubrió un saltamontes. Se situó junto a él y le abrió paso entre una multitud que con toda seguridad lo habría aplastado sin ni siquiera percatarse de ello. Se detuvo varias veces en distintos cruces de calles, esperando que el saltamontes decidiese qué camino tomar, llegando incluso a detener el tráfico para permitirle cruzar la calzada. Le observó mientras se colaba dando saltitos tras la reja de una obra en la que habían descubierto, excavando excavando, un cementerio romano. Y vio impotente cómo finalmente el saltamontes era aplastado por una oruga. Concretamente por la oruga derecha de una excavadora. “No somos nadie, y los saltamontes menos”, pensó.

        Dos horas más tarde introducía por fin la llave en la puerta de su automóvil. 120 minutos para recorrer cinco manzanas. Pero no hay que escandalizarse, Esteban al menos ha llegado, hay personas que tardan años en hacer trayectos más cortos, algunas ni siquiera llegan a salir de sus casas para recorrerlos, permanecen años ante la puerta sin atreverse a abrirla, mirándola fijamente y preguntándose qué habrá detrás. Otras sí llegan a salir, pero a medio camino vuelven atrás por miedo a llegar al final del trayecto y no encontrar lo que les llevó a iniciar el recorrido.  Hay incluso personas que acaban olvidando por qué habían salido de casa y terminan por volver, perplejas y a veces hasta aliviadas. Así que mientras giraba la llave, Esteban se sentía en cierta forma un privilegiado. Porque sabía qué quería (un décimo del número 63336). Porque disponía de un medio para conseguirlo (un automóvil en el que ir a comprarlo). Y porque su coche había estado aparcado durante dos días frente a un vado sin que la grúa diese señales de vida.

       Arrancó, feliz. Pero quince manzanas más tarde se quedó sin gasolina y tuvo que parar un taxi. Nunca conseguía recordar en qué bolsillo guardaba la nota con el mensaje “poner gasolina”, que siempre tenía la desfachatez de aparecer cuando ya no hacía falta, como burlándose, cuando Esteban volvía de la gasolinera más cercana con un bidón lleno a rebosar de combustible. Durante un tiempo dejó la nota en el asiento del conductor para no dar pie así al olvido. Hasta el día en que un graciosillo le abrió el coche y cambió su nota con el mensaje “poner gasolina” por otra que decía “poner gasoil”. Esteban se percató de la bromita cuando ya era demasiado tarde. Cambió el método, pero como hemos podido comprobar, aún no le acaba de funcionar.

      El taxi dejó a Esteban en La araña maña. Había cola. Hombres y mujeres que hacía décadas habían dejado de creer en el Ratoncito Pérez, en Papá Nöel, en Melchor, Gaspar y Baltasar, en el Hombre del Saco, en el Niño Jesús, la Virgen María y San José se agolpaban sin embargo ante la ventanilla venerando al Gordo de Navidad, esperando que les bendijera con un diluvio de millones que diese sentido a sus vidas (aunque muchos no aspiraban a tanto, se conformaban con poder liquidar la hipoteca). Esteban descubrió un magnífico ejemplar de 63336 observándole tras el cristal. Su corazón le dio un doble salto mortal con pirueta dentro del pecho, de puro contento, y Esteban dio gracias a Dios por enviarle la araña que se descolgó frente a sus narices unas horas antes. Ignoraba que Dios siempre anda bastante ocupado y somos nosotros los que nos venimos ocupando de su caso desde el principo de este relato. Pero a estas alturas sería contraproducente llevarle la contraria, lo que menos nos conviene ahora es una reacción imprevista que nos impida llevar esta historia a buen puerto, de modo que vamos a prescindir de revelarle la verdad, es decir, que somos nosotros lo que estamos encadenando este cúmulo de casualidades que llevan a Esteban a pensar que Dios anda detrás de todo esto. Además, quizá en el fondo tenga razón, nunca se sabe.

     Veinte minutos más tarde, cuando ya sólo tres personas le separaban de la ventanilla, Esteban empezaba a soñar con la cantidad de periódicos atrasados que podría comprar con el dinero que le iba a tocar en el sorteo del día siguiente. Daría la vuelta al mundo buscando ejemplares raros, escritos en alfabetos incomprensibles o en lenguas desconocidas e incluso muertas, eso le daba igual, así podría entretenerse adivinando la noticia a partir de la fotografía que la acompañaba. Se perdería en mercadillos, bazares, zocos, trastiendas y rastros en busca de periódicos que dedicasen páginas enteras a noticias que hoy pasaríamos por alto -como la de esa mujer que perdió su perro en Elche y lo encontró en Camboya después de buscarlo durante 10 años, o la de ese maquinista de un tren de alta velocidad que detuvo el convoy en un prado para que los pasajeros pudiesen bajar y contemplar una bella puesta de sol-. Especímenes ya extintos de periódicos que intentaron en vano, pero con ilusión, transmitir cierta fe en la Humanidad buscando desesperadamente entre las piedras alguna buena noticia que dar, para recordarle al lector que hubo un tiempo en que el Hombre fue bueno y así infundirle –¿por qué no?- un rayo de esperanza.

      “Deme ése, que tiene buena pinta”. Ésa frase, pronunciada por la venerable anciana que le precedía en la cola, fue la que hizo aterrizar bruscamente a Esteban en la realidad. Vio cómo el encargado cogía el 63336 sin darle ningún trato especial, ignorando que tenía entre sus manos el número ganador, y cómo se lo alargaba a la viejecita. “Pero si es una mierda de número, ¿no lo ve? Seguro que no le toca ni la pedrea.” –oyó salir Esteban de su boca, en un arrebato de desesperación. La señora le miró primero con curiosidad, luego con cierta condescendencia y finalmente hasta con ternura. Pero el encargado fue menos amable. “Oiga, ¿pero quién se ha creído que es para joderme el negocio?”. Incluso se disponía a salir del mostrador para tomar medidas más contundentes contra Esteban, al parecer no exentas de cierta violencia. Hay que entenderlo, a esas horas el pobre hombre había vendido 3526 décimos a 1545 personas, en un solo día, y andaba un poco mal de los nervios. Fue la venerable anciana la que evitó una agresión que, con toda certeza, hubiese desviado nuestra historia hacia el servicio de urgencias del hospital más cercano. “Déjelo, pobrecito, no sabe lo que dice”. Y se fue con el décimo. Esteban improvisó un cambio de estrategia y salió tras ella. Se disculpó por su falta de tacto. La anciana le quitó importancia (y siguió andando). Esteban la invitó a churros con chocolate para compensarla (y así ganar tiempo para pensar cómo conseguir su décimo). La anciana le dijo que gracias, pero que el médico le había prohibido los churros (y sonrió para disfrazar su mentira). Esteban le dijo que en ese caso la invitaría a unas tapas y a una caña (quizá con un poquito de alcohol podría camelársela para que le diese el décimo). La anciana le dijo que gracias, pero que el médico le había prohibido la tapas (y aceleró el paso, inquieta). Esteban le preguntó qué le hacía pensar que el 63336 sería el número premiado. Ahí la anciana se detuvo y le dio sus motivos. “63 son los años que ahora llevaría casada con mi marido, en paz descanse. 33 son los años que tenía Nuestro Señor cuando murió en la cruz. Y este año hace 6 que empecé a tomarme la medicación contra la artritis. Demasiadas coincidencias, ¿no le parece?”. Esteban reflexionó al respecto, intentando buscar paralelismos numéricos en su vida que también tuviesen que ver con el 63336, así podría sentirse legítimamente tan dueño del décimo como la anciana. Y los encontró: 63 eran los escalones que tendría que subir hasta su piso si no fuese en ascensor -en caso que los subiera de dos en dos-. 33 era el número que le hacía repetir el médico cuando le auscultaba, y 6 eran los meses que habían pasado desde que su esposa se fue de casa para dejar más espacio a sus periódicos. Sonrió aliviado. Pero su satisfacción apenas duró un suspiro, porque la anciana levantó una mano y como por arte de magia un taxi se detuvo ante ella. Esteban, paralizado por el pánico, vio cómo la anciana abría la puerta. Entonces ocurrió algo decisivo: se percató de que aún llevaba en la mano el dinero con el que iba a pagar en ventanilla el décimo que la tía ésa se le había llevado. En un segundo le cogió a la anciana el décimo, arrojó en el interior del taxi su importe –él no era un ladrón, sólo cogía lo que el destino le había reservado a él y sólo a él- y salió corriendo. La venerable anciana empezó a lanzar improperios que ruborizarían a un legionario, pero sólo consiguió que la llevasen a comisaría por escándalo público.

     Esteban entró en el Parque, y en su loca carrera adelantó a 3 chicos que practicaban jogging, 5 señoras que hacían footing, 2 jinetes que paseaban a caballo, 6 regatistas de k-2, uno de canoa y otro de kayak que se entrenaban en el lago y a 7 vendedores ambulantes que huían de la policía municipal con el género. Cuando finalmente se detuvo, su corazón estaba a punto de hacer las maletas. Pero aún así sonrió, se sintió rejuvenecer y contempló feliz SU décimo. Nunca había visto una combinación más bella de números. 63336. Incluso se podría escribir un cuento para niños con ellos: Mamá pato abriendo camino para sus tres patitos, que justamente medían la mitad que ella, y papá pato cerrando la comitiva para proteger a su familia de ataques por sorpresa desde la retaguardia. ¿Cómo no iba a ganar un número tan enternecedor?

        De repente el décimo se le escapó de entre los dedos y empezó a elevarse. Esteban lo persiguió, saltando y gritando. Pero era inútil: La familia Pato había levantado el vuelo y planeaba burlona sobre su cabeza, como retándole a que les persiguiera. Y así lo hizo Esteban, que como no dejaba de mirar hacia arriba chocaba contra árboles, puestos ambulantes, niños con globos, patinadores, mimos, cantantes ecuatorianos, parejas unisex de mormones y de testigos de Jehová, aplastó sin querer innumerables callos, cruzó varios estanques sin quitarse los zapatos y por fin llegó a la verja del zoológico. El 63336 no se cortó un pelo y pasó volando sin pagar, pero Esteban no tuvo tanta suerte y fue detenido por un gorila uniformado que le invitó a pasar por taquilla.

     Tener que detenerse a pagar la entrada le hizo perder un tiempo precioso. Le había perdido la pista al décimo. Se pasó el día buscándolo hasta que por fin lo encontró clavado en el cuerno de un rinoceronte. Su corazón volvió a dar un doble salto mortal con pirueta dentro del pecho y Esteban se apresuró a buscar a un vigilante pensando que todo se arreglaría exponiéndole el caso. El vigilante escuchó en silencio, muy serio, lo que Esteban le contaba, y finalmente le dijo que lo que el rinoceronte tenía clavado en el cuerno no era su décimo, sino una participación que el bicho les había comprado a los del Ayuntamiento. Fue inútil insistir, de modo que Esteban decidió recuperar el décimo por su cuenta. Volvió tras sus pasos, miró atentamente al animal desde la valla durante un buen rato y finalmente empezó a cantarle una nana. El rinoceronte le aguantó la mirada y no se movió ni un ápice mientras sonó la melodía. Cuando ya había cantado 16 veces la canción sin que el rinoceronte mostrara signos de cansancio, Esteban, impaciente, saltó la valla, observó al animal y empezó a avanzar lentamente hacia él, pidiéndole por favor a su corazón que latiera lo rápido que quisiese, pero en silencio, para no irritar a esa bestia descomunal. El rinoceronte seguía sin moverse, parecía reservar sus fuerzas para un ataque desmesurado y mortal. El décimo se movía atrapado en su cuerno, aleteando frenéticamente con la esperanza de huir. “Huir. Eso es lo que debería estar haciendo yo en este momento, en lugar de jugarme la vida ante esta locomotora viviente”- pensaba Esteban. El rinoceronte seguía sin pestañear, Esteban calculó que sólo le faltaban un par de palmos para oír su respiración. De repente el grupo de visitantes que se había reunido ahí para ver el acontecimiento empezó a corear “toreeroo, toreeroo” y Esteban, asustado, dio un traspiés y cayó ante las extremidades delanteras del rinoceronte. Gritó aterrado, viéndose ya aplastado por una pata del bicho, ya ensartado como un frankfurt en su cuerno, se quedó inmóvil, cerró los ojos y esperó su fin. Pero no sucedió nada. Finalmente Esteban abrió un ojo. Luego el otro. Levantó la cabeza y miró extrañado al rinoceronte. Se incorporó, observándolo atentamente. Alargó una mano, le acarició el lomo y dijo: “¡Pero si es de cartón-piedra!”.

     Se levantó un murmullo entre los asistentes, primero de estupor y luego de indignación. Los visitantes arremetieron contra el vigilante, exigiéndole explicaciones. El pobre hombre terminó confesando entre amenazas que el Zoológico Municipal era deficitario, que no daba para mantener a tantos animales, que por el recinto había dispersos muchos más ejemplares de cartón piedra, que los gorilas eran inmigrantes magrebíes disfrazados y que el oso panda recibido, del que tanto presumían, era un muñeco mecánico de peluche fabricado en Taiwan. Esteban aprovechó el tumulto para coger el 63336 y sacarlo del cuerno de cartón piedra. Pero una vez se sintió liberado, el décimo se le volvió a escurrir entre las manos y salió volando del recinto. Esteban pensó que si había sido capaz de acercarse a un rinoceronte para recuperarlo, ya nada podría detenerle, así que sacó fuerzas de flaqueza y salió a perseguirlo de nuevo por la ciudad.

         Uno de los inconvenientes de perseguir décimos es que muy pocas veces esperan a cruzar la calle cuando el semáforo está en verde. A ello se suma que, como casi siempre viajan por vía aérea, no temen por su integridad física y por lo tanto les da igual cruzar en rojo. No es ese el caso de sus perseguidores, que como casi siempre son humanos y no poseen la facultad de volar, sí temen por su integridad a la hora de cruzar una calle. Y cada semáforo en rojo constituye una encrucijada en la que el perseguidor echa los dados de la fortuna y decide en una fracción de segundo si merece la pena arriesgar la vida por ir tras él.

  Persiguiendo al 63336 Esteban echó los dados 16 veces y optó por cruzar en cada una de ellas, dejando tras de sí la moto de un repartidor de pizzas estampada contra un pino, varios choques en cadena de automóviles, un furgón blindado volcado en mitad de la calzada, vomitando billetes –que un Papá Noël se apresuró a meter en su saco, dejando caer al niño que tenía en sus rodillas-, un camión de bomberos empotrado contra un estanco e innumerables huellas en el pavimento de frenazos bruscos realizados “in extremis”.  Finalmente Esteban salió de la ciudad por una carretera prácticamente desierta. El décimo se detuvo varias veces para dejarle descansar, posándose suavemente en el suelo, haciéndole creer que ya se había hartado de volar y ofreciéndose en bandeja. Al final huía de nuevo, pero dejando que Esteban se acercara cada vez más, retrasando temerariamente ese último momento en el que levantar el vuelo para hacerle pensar “la próxima vez lo conseguiré”, y permitir así que la esperanza del espíritu se impusiera al cansancio del cuerpo. Empezó a anochecer. Y justo en el antepenúltimo rayo de sol, Esteban se rindió y se dejó caer al suelo, jadeando. Ni siquiera miró hacia arriba para ver impotente cómo se alejaba el décimo, para qué torturarse, había fracasado y punto. En el penúltimo rayo de sol Esteban sintió que el destino se había burlado de él haciéndole creer que existía. Pero no. No era más que un cúmulo de absurdas coincidencias a las que el azar daba un orden que parecía tener sentido. Una lágrima empezó a abrirse paso para descender por su mejilla, y probablemente lo habría logrado si en el último rayo de sol no hubiese caído entre sus rodillas el décimo, como resbalando del cielo. La lágrima se evaporó, fue sustituida inmediatamente por una sonrisa y el destino de repente volvió a existir. Pero la realidad apenas le dejó disfrutar del momento, se impuso para recordarle que era de noche, que ya era invierno, que estaba rodeado de bosque en mitad de la nada y que estaba agotado. Se adentró por un camino con la esperanza de encontrar un lugar donde pasar la noche. Sus piernas temblaban de cansancio. Finalmente topó contra una tapia. Fue siguiendo un trecho la tapia, esperando que le mostrara una puerta o una ventana, pero en lugar de eso la tapia le mostró una roulotte pegada junto a ella. Su cuerpo temblaba de frío. Esteban decidió que por su estado parecía abandonada y expuesta a la oxidación y la podredumbre, así que entró sin llamar. Sus piernas apenas lo mantenían en pie y el resto de su cuerpo ya dormía hacía rato, a excepción de los ojos que sólo se mantenían abiertos por pura curiosidad, preguntándose cómo terminaría todo aquello. Pero lo único que vieron al entrar fue un camastro. No se fijaron ni en el hornillo donde hervía una cafetera, ni en la escopeta que había sobre la mesa, ni en otra serie de cosas que proclamaban a gritos que ese lugar tenía dueño. Sólo en el camastro, que se quejó con un fuerte crujido pero resistió dignamente la caída del cuerpo de Esteban, cuando se rindió definitivamente al sueño. Aproximadamente a los 146 ronquidos, unos pasos se acercaron a la roulotte. Unas botas embarradas entraron en su interior. Unas manos callosas agarraron sigilosamente la escopeta. El haz de luz de una linterna se posó sobre el cuerpo de Esteban y lo recorrió de arriba abajo mientras unos ojos apuntaban el arma. Durante unos segundos las botas, las manos, el haz de luz y los ojos permanecieron inmóviles. Sólo se oían los ronquidos de Esteban, que sonreía en sueños. Finalmente una mano lo arropó y la otra mano dejó la escopeta en su sitio.

        Le despertó un ruido familiar procedente de un televisor portátil. Se incorporó rápidamente y vio a un anciano con melena blanca dándole la espalda, sentado ante la retransmisión en directo del sorteo de Navidad. Niños y niñas leyendo con su vocecita la sentencia de la Fortuna ante millones de ojos que esperaban un veredicto favorable. Esteban corrió junto al anciano de melena blanca, que agarraba con fuerza un décimo en la mano, y se sentó ante el televisor. “Su cara me suena” –pensó Esteban. El anciano no apartó los ojos de la pantalla en ningún momento.

-¿Qué tal ha dormido? –preguntó con cierto acento extranjero.

-Bien. Le agradezco que me haya permitido…

-Olvídelo.

    Silencio. Los bombos iban vomitando bolas, una tras otra, indiferentes. Así casi una hora.

-Víctor.

-¿Cómo dice?

-Me llamo Víctor. ¿Y usted?

-Esteban.

    Silencio. “Su cara no me resulta desconocida”. Los premios importantes se resistían a salir.

-¿Qué hay detrás de esa tapia?

-Un cementerio.

     Pasó otra hora. Víctor seguía sin separar la vista de la pantalla, como mucho miraba fugazmente el décimo que sujetaba fuertemente entre las manos, como cerciorándose de que los números no se intercambiaban para formar otra cifra aprovechando un despiste suyo. Durante esa hora empezaban a salir algunos premios de cierta importancia, pero que no dejaban de ser el séquito de los realmente importantes.

-¿Qué hará usted si le toca? –le preguntó a Esteban.

-Comprar periódicos atrasados.

    Esa fue la única ocasión en que Víctor estuvo a punto de mirarle durante la retransmisión del sorteo.

“¿Dónde he visto yo esa cara?”

-¿Y usted?

-Compraré el cementerio.

-Un cementerio no se puede comprar.

-¿Por qué no?

-Pues… porque ya tiene dueño.

-¿Qué dueño? –preguntó Víctor.

-No sé… Bueno, sí: los que hay enterrados en él. Esos son los dueños.

    Pasó otra media hora, durante la que salió el tercer premio.

-No creo que se opongan. Al fin y al cabo yo los cuido.

    Efectivamente, Víctor era el enterrador. Pero también era mucho más. Cuando llegaba un difunto Víctor se apresuraba a preguntar a sus parientes por sus flores favoritas, por sus canciones preferidas, por los libros que le gustaba leer, por las series de televisión que veía… Y se marcaba un calendario con unos horarios muy estrictos, en los que se aprendía Muñequita linda para tocarla con su acordeón ante la tumba de menganito, leía poemas de Espronceda ante la tumba de fulanita, contaba ante la lápida de menganita el último capítulo del culebrón de turno… Pero la cosa no terminaba ahí. Con el tiempo los vecinos del lugar se habían enterado del cuidado que Víctor deparaba a sus difuntos y, lejos de recriminárselo, acudían a él para pedirle favores póstumos tanto para ellos, una vez les llegara la hora, como para otros que antes de irse a la tumba les habían contado secretos inconfesables. Favores como meter cartas de amor en la tumba de un amante secreto, o desenterrar clandestinamente a un difunto del lugar que oficialmente se le había asignado, para permitirle reposar eternamente junto a aquel amor prohibido al que amó con locura pero por el que no se atrevió a romper su matrimonio, o junto a aquel hijo al que abandonó, o  junto a aquel padre del que renegó… Y así, con su pequeño granito de arena, contribuía a la felicidad de esas almas. La noche anterior Esteban no le había encontrado en la roulotte porque le estaba contando a Doña Carmen, enterrada en un modesto nicho, el bautizo de su nieta (Víctor había recorrido 200 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta en tren para asistir a él y así poder contárselo).

Cayó el segundo premio. Esteban se subía por las paredes esperando que cantasen el Gordo.

“¿Dónde he visto yo esa cara?”

-¿Y por qué quiere ese cementerio?

    Esteban se lo preguntó más que nada para intentar olvidar la angustia de la espera.

-Porque es mi hogar.

   Probablemente Esteban pensó en pedirle alguna aclaración al respecto, para salir de su estupor. Pero no llegó a hacerlo porque por fin cantaron el Gordo. Sin embargo no fue ni el 27420 de Víctor ni el 63336 de Esteban (ni los otros 42 números que había comprado en los dos últimos meses para ese sorteo, en los que no había depositado tantas esperanzas como en el 63336). Víctor simplemente suspiró resignado. Esteban en cambio pasó unos minutos observando incrédulo el décimo, como si alguien le hubiese estafado. Alguien de quien nunca habría desconfiado. La incredulidad dio paso a la rabia, y Esteban se pasó los 15 minutos siguientes rompiendo el décimo, reduciéndolo a pedazos microscópicos, esforzándose por convertirlo en partículas atómicas para poder soplar y dispersarlas al viento y olvidar así que un día fue un décimo que sujetó entre sus dedos. Pasados esos 15 minutos, empezó a llorar desconsoladamente, como un niño, sin avergonzarse de su dolor, a moco tendido.

    Víctor, en su intento por ayudarle, gastó 8 paquetes de kleenex, preparó tila, le contó chistes y le hizo un numerito con títeres de guante. Pero viendo que nada de eso funcionaba, se rindió.

-Tranquilícese, hombre, hay cosas peores.

-¡Que sabrá usted! –dijo Esteban abriendo el noveno paquete de kleenex.

Fue entonces cuando Víctor le contó su historia.

Empezó a trabajar en el cementerio 15 años atrás, cuando llegó huyendo de su país, un grupo de soldados había irrumpido de noche en su casa para llevarle a un campo de exterminio y él sólo pensó en correr. Atravesó países enteros antes de detenerse, y cuando por fin se detuvo cayó en la cuenta de que había dejado en esa casa a su mujer y a sus dos hijos. Pasó semanas llorándoles, imaginándolos en el infierno que le habían reservado a él, muriendo de frío de hambre de pena y de humillación. Y como odiaba seguir vivo, decidió dedicar su existencia a honrar a los muertos que no supo –eso pensaba él- honrar en vida. Y en eso estaba.

-Y si yo he podido vivir con eso, usted podrá superar lo de hoy.

   Esteban regresó a casa sin saber que él era el único ser humano vivo al que Víctor había contado su historia. Esa noche no podía dormir. Pensaba en qué iba a ser de su vida después del estrepitoso fracaso del sorteo, pensaba en la historia del viejo enterrador, pensaba en qué iba a ocupar el tiempo ahora que Ambrosio se había autoinmolado, pensaba en la poca conversación que le daban últimamente sus periódicos, y una pregunta seguía torturándole el cerebro: “¿Dónde he visto yo esa cara?”.

    De repente le vino una imagen fugaz a la mente. Se levantó de la cama y empezó a revolver periódicos. Le poseía una especie de frenesí, hasta tal punto que no le importó que las paredes del Gran Cañón de papel se desmoronaran víctimas de un frenético registro. 2 horas después, bajo la pila de periódicos en la que descansaba el televisor, Esteban encontró un anuncio con la foto de Víctor sin melena y con 15 años menos. No entendió el texto porque estaba en sueco. Bajo ese periódico apareció otro con la misma fotografía y el texto en árabe. La fotografía apareció repetidamente acompañada de textos en turco, en ruso, en hindú, en chino, en griego y finalmente en español. El mensaje era asombrosamente conciso: “Estamos bien, papá. Todo ha cambiado y ya nadie te persigue. Por favor, vuelve.” Los ejemplares habían sido fechados 14 años atrás, en distintos meses. 1 año después de su desesperada huida.

     La búsqueda de Esteban había provocado un gran desorden entre los periódicos, las pilas habían caído unas sobre otras, un enorme desprendimiento había cubierto el río de baldosas, dejando al descubierto un sofá que ya había olvidado. Pero a Esteban no pareció importarle.

La mañana del día 1 D.S. (o sea, Después del Sorteo), exactamente a las 10.45, Esteban llamó a la puerta de la roulotte de Víctor, que abrió sin sospechar que ese insignificante gesto iba a cambiar su vida. Esteban, a su vez, nunca supo que Víctor se quitó el cañón de la escopeta de la boca para abrirle, pensando que no pasaba nada por demorar unos segundos su decisión. Esteban le traía todos los ejemplares del anuncio: en sueco, en árabe, en turco, en ruso, en hindú, en chino, en griego y en español. Con la fotografía, el texto y la fecha. Los dejó en su mano, sólo eso, sin decir palabra. Nada más.

    Esteban nunca sospechó que unos ojos pudieran mirar con tanta intensidad, con tanta sorpresa y con tanta incredulidad. Al cabo de unos segundos Víctor empezó a  llorar desconsoladamente, como un niño, sin avergonzarse de su dolor, a moco tendido. Y sin saber cómo, se abrazaron.

     Al día siguiente Esteban se despidió de Víctor en una puerta de embarque destinada a vuelos internacionales. Se dieron la mano, nada más, pero cuando Esteban quiso retirarla Víctor no se la soltó. Le miraba fijamente.

-No colecciones muertos, no hagas como yo. Es mejor dedicarse a la Vida. Ése es el mejor premio que te puede tocar.

    Entonces le soltó la mano, andó unos pasos y cruzó sin girarse la puerta incierta de la Vida, que le esperaba al final del pasillo en forma de Boeing-737. Nunca más volvieron a verse.

Esteban contempló cómo despegaba el avión de Víctor. Cómo se elevaba. Cómo desaparecía en el horizonte. Escuchó inmóvil los pasos de algunos pasajeros en el pavimento y el ruido de la ruedas que arrastraban sus maletas hacia ciudades desconocidas para él. Se acercó a un teléfono, puso una moneda y llamó a su esposa.

EL DOMINGUERO COMÚN

Si hay un animal en nuestra fauna ibérica que se caracterice por la intensidad con que vive la llamada de la Naturaleza, ése es sin duda el dominguero común.

    Con la llegada del buen tiempo, el dominguero común sale de su madriguera de ladrillos y hormigón y se lanza a un extraño ritual junto con sus congéneres, consistente en introducirse en vehículos confeccionados para recorrer largas distancias, no sin cierta dificultad, puesto que a menudo se agolpan en su interior varias generaciones de domingueros junto con perros, pájaros enjaulados, neveras portátiles, reproductores de sonido, sombrillas, fiambreras, termos, sillas y mesas plegables, manteles y otros enseres propios de su nomadismo estacional. Es todo un espectáculo para el naturalista observar cómo varios individuos del mismo clan se apretujan alegremente en el interior del vehículo, hasta tal punto que los efluvios que desprende cada uno de ellos se mezclan y se confunden con los de los demás. Y lo más insólito es que ello no parece acobardar a estos simpáticos animalillos, que para continuar reafirmando su carácter gregario se van buscando unos a otros para agrandar su número, hasta confluir en largas colas sobre cañadas de asfalto, formando una interminable manada cuyos individuos se comunican a bocinazos y cuyos conflictos jerárquicos se solucionan a gritos, a menudo sin ni siquiera descender de sus vehículos, muestra inequívoca del alto grado de evolución de estos bípedos, que en semejante situación muy pocas veces recurren al enfrentamiento físico para aclarar malentendidos o marcar su territorio. Aunque bien es verdad que en algunas ocasiones, como cuando la manada permanece inmóvil durante horas, sin avanzar, se ha visto a algún macho dominante descender de su vehículo y orinar sobre las ruedas del vehículo próximo de un congénere que quizá se acercaba demasiado al territorio de su clan, provocando con ello disputas cuyo final es difícil predecir.

    Observándoles, uno diría que al dominguero común le domina un comportamiento instintivo semejante al de las aves migratorias, que año tras año salvan innumerables obstáculos para llegar al lugar donde desde tiempo inmemorial pasan el invierno. O que siguen los mismos patrones de conducta que salmones y anguilas, que llegado el momento remontan ríos, presas y cascadas para reproducirse. Pero, si bien las concentraciones de domingueros son tan numerosas y su tenacidad tan alta como la de aves migratorias, salmones y anguilas, su objetivo dista mucho de ser el mismo. Porque el único afán que persigue el dominguero común, queridos amigos, la razón última por la que se resigna a formar parte de esa lenta e interminable caravana de congéneres, es ni más ni menos que la búsqueda del aire puro de los espacios abiertos, del viento que silba entre las montañas, del agua cristalina que tintinea en los riachuelos, de toda esa naturaleza que su actividad febril ha terminado por alejar de su hábitat.

     Cuando por fin llega el dominguero a uno de los lugares idílicos que conoce, cuya existencia se transmite en cada clan de padres a hijos llegado el momento, como uno de los secretos mejor guardados, es frecuente que dicho lugar se halle infestado de congéneres y que ello le provoque un sentimiento de frustración. Se produce entonces cierta tensión entre los miembros adultos del clan, normalmente entre el macho alfa y la hembra dominante, aunque a veces también participe la hembra de más antigüedad, casi siempre madre política de uno de los dos. Son éstos, altercados en los que los miembros en disputa reafirman su posición dentro del clan, e incluso aspiran a conquistar un escalafón jerárquico más alto, con intervenciones tales como ¿Lo ves? ¡Ya te lo dije! o ¿Cómo querías que lo supiera? o ¡Menudo día vamos a pasar, para esto mejor quedarse en casa! o el tan socorrido Pues la última vez que vinimos no había nadie. Observándoles, se diría que estamos asistiendo a una pelea entre papiones, en la que el enfrentamiento es tan espectacular que parece que uno de ellos deba morir para poder darla por finalizada, pero en la que nunca –o casi nunca- hace falta llegar a tales extremos.

         Aún así, no es raro asistir a rupturas del núcleo familiar provocadas por estas situaciones, que pueden darse con relativa facilidad teniendo en cuenta que el dominguero común lleva muy mal su monogamia, poco acorde con sus instintos más primitivos. Sin embargo, lo más frecuente es que se sobrepongan a la crisis, y entonces estas singulares criaturas buscan su hueco entre la hierba y llevan a cabo el ritual del despliegue, que puede durar de unos minutos a varias horas dependiendo del número de individuos de cada clan y de su particular idiosincrasia. Es éste uno de los mejores momentos de que dispondrá el naturalista para valorar tanto el grado de experiencia como el conocimiento del entorno que poseen los domingueros adultos del clan: es frecuente ver cómo las familias más jóvenes, en su afán por instalarse directamente en el suelo, topan a menudo con avisperos, hormigueros, excrementos de vaca, ortigas y otros obstáculos que pueden poner fin a la jornada de asueto antes incluso de que dé comienzo. Y es todo un espectáculo contemplar cómo los adultos experimentados modifican su entorno y decoran el ecosistema con tumbonas reclinables, mesas todo-terreno, neveras alimentadas con generadores eléctricos, aspiradores a pilas, insecticidas, herbicidas, pesticidas… Y en algunos casos –no siempre- bolsas en las que depositan los restos orgánicos e inorgánicos de lo que ingieren, quién sabe si para proteger los olores que genera su ferviente actividad del agudo olfato de los depredadores que vagan por los alrededores esperando el menor descuido.

       Ante una concentración tan alta de individuos de una misma especie, uno puede pensar que se halla en la Antártida, en una inmensa aglomeración de focas o quizá de pingüinos, todos aparentemente iguales. Pero cuando el naturalista se decide a pasearse entre ellos, observa que cada dominguero común es distinto a los demás en su rostro, constitución física, olor –a veces más del que sería deseable- y timbre de voz. Por ello cuando una cría de dominguero común se pierde entre el gentío –normalmente cazando saltamontes, cogiendo flores, tirando piedras al río o peleándose con otras crías- le resulta relativamente fácil encontrar a sus progenitores. Pero si aún así no lo consigue, el instinto gregario de esta solidaria especie se pondrá en marcha y un miembro adulto de cualquier otro clan se encargará de ayudar a la cría a volver con los suyos, tratándola con cariño para tranquilizarla mientras realiza la búsqueda, aunque no con demasiado cariño, pues los especímenes adultos del dominguero común, por razones que no podemos detenernos a explicar por el poco espacio de que disponemos, tienden a desconfiar de las muestras afectivas hacia las crías por parte de adultos que no sean consanguíneos.

    No es fácil ser dominguero. Como ya hemos dicho antes, multitud de depredadores oportunistas y carroñeros les acechan, como el gorrón peregrino, el carterista montés, el ratero de río, el mirón campestre o el timador imperial. Es lamentable observar cómo el gorrón peregrino, abusando de la buena fe del dominguero común, consigue aquí y allá que le den pilas, pan, empanadillas, croquetas, tortilla de patatas, gatos para cambiar ruedas, aceite de motor, papel higiénico, agua, vino, cerveza o bañadores, argumentando que se lo ha dejado todo en casa. Y es más frecuente de lo que sería deseable ver cómo otros depredadores les roban carteras y bolsos mientras se ausentan para evacuar sus efluvios corporales, cómo les quitan la ropa mientras se bañan en riachuelos y lagos, cómo les espían mientras se aparean tras un matorral, alejados del resto de la manada, o cómo el timador imperial les vende una parte de la montaña destinada, según él, a futuras construcciones de viviendas.

        El depredador de turno se aleja después de su incursión triunfal, y cuando el clan de domingueros se hace cargo de la ferocidad del ataque del que ha sido víctima, estalla de nuevo la crisis entre sus miembros adultos, esta vez con mucha más virulencia que al principio, y suele terminar con todo el clan familiar instalándose en el interior de su vehículo sin apenas hablarse, o llorando, o gritando, y con el regreso precipitado a la madriguera de ladrillo y hormigón. Un regreso triste, con sabor a fracaso y humillación. Pero la Naturaleza, queridos amigos, que no entiende de buenos y malos, debe velar para que todas sus criaturas cubran sus necesidades, porque a cada una de ellas, por muy viles o insignificantes que parezcan, ha asignado una misión. Quizá la labor de estos depredadores que han convertido la jornada alegre de este dominguero común en un día triste e infeliz, por mucho que nos cueste admitirlo, es la de disuadir a otros domingueros, evitando así que una presencia excesiva de individuos de esta especie destruya el frágil equilibrio de los ecosistemas a los que suele acudir.

      Sin embargo la jornada no ha terminado para los numerosos domingueros que no han sido víctimas de los depredadores oportunistas y carroñeros. Les podemos ver disfrutando mientras asan carne en barbacoas silvestres, dormitando, haciéndose fotos, buscando setas que en la mayoría de los casos resultarán ser no comestibles por no decir venenosas… sin sospechar que les acecha el más terrible de los peligros. El más temible de los depredadores: en el bosque un gamo, que observaba desde una distancia prudente una bolsa de patatas fritas que una cría de dominguero había abandonado cerca del río, sin decidirse a ir a por ella, olisquea de repente el aire y sale a toda prisa. Un lirón, que intentaba dormir a pesar del ruido de los intrusos bípedos, sale precipitadamente de su madriguera y observa, alarmado. El aire se llena de una extraña inquietud, hay unos momentos de silencio, y de repente aparece el humo anunciando el fuego. El dominguero común, que perdió la agudeza de sus sentidos en el tortuoso camino de la evolución, no se percata del peligro hasta que se le echa prácticamente encima, la manada se abalanza en desbandada sobre los vehículos y huye despavorida y en desorden, ignorando que ha sido precisamente un descuido de uno de los miembros de su especie el que ha provocado esa hecatombe. Y el naturalista, consciente del peligro que ello supone para las especies que no pueden huir, ha salido de su atalaya de observación y se dispone, junto con algunos valientes domingueros, a hacer frente al enemigo común.

    Habrá suerte y esa misma noche lloverá. Pero la larga caravana de domingueros volverá en silencio a su colonia. Probablemente esperaban otra cosa de esta primera incursión del año en busca del aire puro de los espacios abiertos, del viento que silba entre las montañas, del agua cristalina que tintinea en los riachuelos, de toda esa naturaleza que su actividad febril ha terminado por alejar de su hábitat.

     Pero aún así lo volverán a intentar.

Observándoles, uno podría pensar en las tortugas marinas, que nacen siempre a millares en las mismas playas, que en su desesperada carrera hacia el mar son devoradas siempre por las mismas aves, que sólo consiguen salvarse unas pocas, pero que aun así  siguen desovando obstinadamente en las mismas playas, año tras año. Quizá saben, como este peculiar homínido que es el dominguero común, que a pesar de todo la vida siempre logrará abrirse camino.   

PROBLEMAS DE MÁRQUETING

    Don Salvador, cristiano practicante pero al mismo tiempo hombre heterodoxo, era el feliz propietario de una fábrica de  tapones de corcho instalada en una región con una fuerte tradición manufacturera. Este dignísimo personaje, muy apreciado en el sector empresarial, era famoso por sus creencias sobre la Creación y los orígenes del hombre:

      Afirmaba convencido que la Divinidad se regía por las leyes de la Oferta y la Demanda. Decía que, en el principio de los Tiempos, la Creación Divina constituyó un enorme monopolio, un monopolio universal. Y que Dios creó al hombre y a la mujer para que consumiesen Bondad, y de ese modo organizó un mercado absolutamente dirigido.

      Continuaba Don Salvador contando que como Dios era infinitamente bueno y siempre hacía, por lo tanto, el Bien, muchos de sus ángeles, seducidos por la tentación de la iniciativa privada, aprovecharon la gran Acumulación Originaria de Bienes para constituir su propia empresa. Dios al principio no se preocupó mucho porque aún dominaba plenamente el mercado. Pero los ángeles rebeldes, que habían decidido autodenominarse demonios como operación de imagen ante los consumidores potenciales, inventaron el marketing y aprendieron a usar la publicidad con inteligencia; y gracias a ello se las ingeniaron para ofertar con atractivo sus productos -de los cuales, según Don Salvador, cabía destacar las manzanas como artículo de lanzamiento- a la Demanda.

     Y era en este punto donde la teoría de tan distinguido industrial hacía su aportación más arriesgada: el pecado original había roto el gran Monopolio Divino y había desatado el imparable proceso de la competencia.

   –La coexistencia de ambas empresas -decía Don Salvador- obliga tanto a Dios como al Demonio a superarse continuamente, día tras día, con tal de ganar más almas fieles que la competencia.

    Sin embargo Don Salvador se planteaba una cuestión difícil de resolver: no estaba seguro de si los seres humanos podían escoger libremente entre una de las dos opciones a lo largo de su vida, o bien ya estaba decidido de antemano, en una especie de acuerdo de reparto del mercado, quién debía dar su alma a una empresa y quién a la otra. Y acabó resolviendo que el ser humano debía vivir para intentar dar respuesta a esta cuestión.

¿Y cómo explica usted les guerras y demás desastres que sufre continuamente la Humanidad? -preguntó en cierta ocasión un pobre agnóstico.

Creo– dijo Don Salvador poniendo prácticamente los ojos en blanco, a la manera de los profetas más venerados del pasado- que es una forma de regular el exceso de demanda. Porque, en realidad, eso de que los Bienes de Dios son ilimitados podría ser muy relativo. Y como el Hombre es un ser que siempre está demandando Bondad y Benevolencia para sí mismo, podría llegar a agotar las existencias.

    Pero cuando Don Salvador entró a formar parte de los industriales arruinados después de la suspensión de pagos de su empresa -situación muy frecuente en la coyuntura del momento- empezó a trastornarse y a confundir a los miles de discípulos de su doctrina: afirmaba que todo eso estaba pasando por culpa de los deficientes planes de marketing de la Empresa Celestial, que perdía terreno ante el empuje de la distribución de Males por parte de la Empresa Infernal.

     Sin pensarlo dos veces, decidió ir a la Santa Sede para pedirle al Papa que intercediese para que él pudiera ofrecerle a Dios sus servicios y así organizar un buen departamento de marketing en el Cielo.

     El día en que se produjo la entrevista Don Salvador ya estaba terriblemente trastornado, corrían rumores de que había visitado a moribundos en secreto para pedirles que, en caso que fuesen al Infierno, hiciesen espionaje industrial para él, asegurándoles que disponía de un equipo de médiums perfectamente adiestrado para comunicarse con ellos usando un código secreto que garantizaba el anonimato del alma-topo en cuestión.

Es preciso crear un departamento de marketing como Dios manda -sentenciaba Don Salvador-. Y yo, que me considero humildemente un entendido en la materia, le pido a Usted, como Gerente de su Sucursal Terrena, que se ponga en contacto con Dios para convencerle.

      El Papa, consciente de los miles de seguidores que tenían las doctrinas de ese hombrecillo de apariencia inofensiva, fue muy prudente en su respuesta:

-Mire usted, que es ahora Dios está muy ocupado y no se le puede molestar.

Pero Don Salvador seguía insistiendo:

Piense en todo el dinero que se ahorraría en Misiones, en Encíclicas, en Concilios… Si todo funcionase en el mundo como es debido sería como al principio: El Paraíso Terrenal, el Monopolio del Bien. Además, eso les podría suponer una considerable reducción de plantilla, y así su empresa podría empezar a adquirir aires de modernidad.

    El Papa, muy acertadamente, le hizo la siguiente reflexión: si no hubiese Mal, si todo fuese como la seda en la Tierra, el Hombre no necesitaría a la Iglesia, que ofrece consuelo a sus desgracias, y todo se iría la carajo por falta de demanda.

    De esa forma se inició el descrédito y el fracaso de la doctrina de Don Salvador. Uno a uno, los grandes industriales y empresarios que antes lo habían seguido con Fe ciega, le abandonaron a su suerte y se hicieron seguidores de una nueva doctrina que proclamaba que el Binomio Dios-Demonio no se regía por los principios de la competencia, sino que formaba un Holding.

    Aquel fracaso trastornó definitivamente y de forma irreversible a Don Salvador, y su familia decidió internarlo en un centro de salud mental. Una vez ahí, lo primero que hizo fue pedir un teléfono para hacer una llamada de larga distancia y hablar directamente con Dios.

Si no quieren oírme, no me queda más remedio que hacerlo personalmente. ¿Cuál es el número?

   Al director del centro sólo se le ocurrió decir que el único que lo sabía era el Papa, pero que no se lo quería dar a nadie. Don Salvador se enfadó mucho y acusó al Papa de especulador.

    Para tenerlo entretenido se le instaló un teléfono de juguete en la habitación y él, que a esas alturas ya no notaba la diferencia, se pasaba el día probando combinaciones de números esperando dar con el correcto.

    Hasta que un día entró un celador haciéndose pasar por reparador de teléfonos, y lo encontró ahorcado con el cinturón de su batín. Había dejado una nota: Es la única manera de que pueda hablar con Dios. Ya lo he intentado todo.

      Desde la muerte de Don Salvador toda la agitación que se había creado en las esferas políticas, socioeconómicas y religiosas a causa de sus ideas, desapareció, y cierta tranquilidad retornó a la Tierra. Muchos afirmaron que Don Salvador había sido directa o indirectamente el causante de los males recientes que habían asolado al Mundo. Pero quizá esa tranquilidad de la que ahora goza el mundo se debe a que él, desde allá arriba, dirige con mano firme, por fin, un departamento de marketing debidamente organizado. Quién sabe.

 

LA MANO DERECHA DE WENDY

Para Chus

 Para entender qué hacía Wendy dormida en ese incómodo sillón, con un crucigrama inacabado a punto de caerle de su mano derecha y un bolígrafo negro colgando de la izquierda, ante esa cama de hospital sumida en la penumbra pero en la que se adivinaba la silueta de un bulto humano, debemos remontarnos en el tiempo, varios años atrás, y reencontrarla también medio dormida en el banco de una estación de metro, con un libro de texto en su regazo, abierto por el tema de la proyección ortogonal y un lápiz colgando en el vacío, aferrándose desesperadamente a la mano que apenas lo sujeta para no precipitarse en el abismo. Esa mañana, como siempre hasta entonces, había bajado al garaje, había subido a su coche, y había ascendido por la misma rampa que día tras día la vomitaba a su trasiego habitual junto a otros miles, millones de seres que a la misma hora ascendían, quizá sin saberlo, otras rampas parecidas. Pero sucedió algo imprevisto: al parecer ese día la puerta hidráulica que custodiaba la entrada del garaje se había levantado de mal humor, y decidió cerrarse antes de tiempo sobre el brillante y pulido capó de su coche, dejando a Wendy a tan sólo medio metro de la Muerte.

       Más de quince minutos estuvieron temblando su cuerpo y su mente, tiempo más que suficiente para tomar las decisiones que la condujeron a ese banco en el metro: interpretar lo ocurrido como una señal de que se le había dado la oportunidad de empezar una nueva vida, y no coger el coche hasta que se le pasara el susto.

     Cuando faltaba un minuto para que el tren hiciera su entrada en la estación, a Wendy la despertó el ruido que hizo su lápiz al desprenderse finalmente de sus dedos y caer en el suelo. Pero antes de saber lo que sucedía otra mano se inclinó a coger el lápiz y lo hizo ascender hasta depositarlo con un breve y suave contacto en la palma de la mano derecha de Wendy, que sonrió levemente al señor por su amabilidad, le dijo “gracias”, lo miró intensamente un par de segundos sin saber la razón y se levantó porque inmediatamente se inició el estruendo creciente que anunciaba la llegada del tren.

       Esta historia podría terminar perfectamente aquí, al fin y al cabo Wendy no había experimentado ningún estremecimiento, ningún sobresalto, ningún escalofrío que delatara lo crucial de ese instante. Sería otra de las tantas anécdotas ante las que los seres humanos pasamos de largo convencidos de que los momentos cruciales deben llegar haciendo mucho ruido y por la puerta grande, y no así, con tanta humildad, como queriendo pasar desapercibidos. Sin embargo la mano derecha de Wendy, que había recibido el contacto fugaz de esa otra mano, sí supo captar la importancia del momento. A veces un centímetro cuadrado de piel es más sabio que muchos libros.

    Las puertas se abrieron. El señor amable subió a un vagón decorado con grafitis fucsia y Wendy se dispuso a entrar en el contiguo, decorado con grafitis verdes, pero una de las asas de su bolso se ensartó de modo aparentemente accidental en el paraguas de una señora sorda, que casualmente se disponía a entrar en el mismo vagón que el señor amable. Wendy intentó forcejear con el paraguas para seguir su camino, luego intentó hacerse escuchar inútilmente con la señora sorda, y finalmente optó por seguirla resignadamente hasta el vagón de los grafitis fucsia. Una vez se cerraron las puertas y el tren se puso en marcha, Wendy le gritó y le gesticuló amablemente a la señora, invitándola a devolverle el asa de su bolso. Pero cuando ambas mujeres miraron hacia abajo dispuestas a deshacer el entuerto, descubrieron que el asa en cuestión ya no estaba ensartada en el paraguas. La cosa quedó ahí: como un simple incidente. Y Wendy se agarró con la mano derecha a la barra metálica que había ante ella, dispuesta a hojear el tema de la proyección ortogonal durante las 12 estaciones de su recorrido. Pero al incidente del paraguas y el asa sucedió otro que nos hará recapacitar sobre la verdadera naturaleza de esos sucesos que atribuimos al azar o la casualidad, porque vino una curva especialmente cerrada y la mano derecha de Wendy inexplicablemente se desprendió de la barra precipitando al resto del cuerpo al suelo. Y he aquí que el señor amable se encontraba cerca, se levantó y la invitó con un suave acento extranjero a ocupar su asiento para que se recuperase del segundo susto que le había proporcionado el día y para que se le bajasen paulatinamente los colores de la cara, que en esos instantes era roja como un pimiento.

     Entre la segunda y la cuarta estación de su recorrido, Wendy se preguntó si había hecho bien dejando el coche en el garaje, se le ocurrió que a lo mejor aquel día no había sido buena idea levantarse, e incluso sopesó durante una fracción de segundo la necesidad de tenerse que levantar cada día. Entre la cuarta y la quinta estación Wendy, vencida por el sueño y el cansancio que le estaban proporcionado las emociones de un día que apenas acababa de empezar, se durmió. Entre la quinta y la sexta estación el asiento contiguo al de Wendy quedó libre y el señor amable se sentó a ocuparlo mientras hojeaba su periódico con ojos soñolientos (aburrido, quizá, de leer siempre noticias en las que sólo cambiaban –y no siempre- los nombres propios) y entre la sexta y la séptima estación el señor amable se quedó dormido. Quedaban 5 estaciones. 10 minutos, 23 segundos y 6 décimas de recorrido. Un breve aliento comparado con la respiración de toda una vida. Pero a veces incluso la frontera que nos separa de la muerte se dibuja o se disipa en el corto instante de un aliento. La mano derecha de Wendy y la izquierda del señor amable, resguardadas por el sueño de los cuerpos a los que pertenecían, se buscaron entre el bullicio, se encontraron, se acariciaron, entrelazaron sus dedos como si les fuera la vida en ello y permanecieron así, arrullándose, hablándose en el lenguaje silencioso de la piel y explorándose con las yemas de los dedos. Intentando memorizar cada poro, cada promontorio de la piel, intentando discernir su futuro en las líneas de la palma de la mano, intuyendo que había que exprimir aquel instante mágico porque sería etéreo, fugaz. Y así fue puesto que, como suele suceder cuando se viaja, siempre se acaba llegando a la estación donde uno debe apearse aunque no quiera. Wendy despertó cuando el tren ya estaba a punto de cerrar las puertas y se levantó a toda prisa: fue entonces cuando vio su mano derecha entrelazada a la mano izquierda del señor amable, que se despertó súbitamente al sentir que alguien tiraba de ella. Ambos se miraron, apurados, deshicieron el abrazo de sus manos y las precipitaron en la soledad. Las puertas se cerraron y Wendy, ya en el andén, se detuvo un instante a observar cómo el tren se alejaba y era tragado por la oscuridad, sin saber muy bien por qué, e inició el camino hacia la salida sin escuchar el llanto de su mano derecha, que sudaba a raudales buscando un sucedáneo de las lágrimas en su metabolismo, envidiando a los ojos por tener una válvula de escape para su dolor, y aferrando con fuerza aquel lápiz por el que había empezado todo, como si le fuera la vida  en ello, y con tanta fuerza lo cogía que al final lo partió en dos. Wendy observó con estupor lo que acababa de hacer su mano y, sin darle más importancia, cogió los dos trozos con la mano izquierda, los tiró civilizadamente a la papelera, y salió por fin a la calle.

Hubo un tiempo en que Wendy sabía escuchar el lenguaje de su piel. Mucho más sincero, mucho más directo y honesto que cualquier otro. Fue en esa edad en la que tocar es más importante incluso que mirar o hablar, cuando se explora el mundo buscando lo que es y no solamente lo que aparenta ser. Es esa edad que puede ser tan corta como la primera infancia o tan larga como la vida. Sí, hubo un tiempo en que Wendy era de piel y aprendía del mundo y lo construía a través de las manos, como esos niños que levantan castillos y murallas en la arena de la playa. Pero ya sabemos que la monótona persistencia de las olas casi siempre acaba por destruirlos, y cuando eso sucede esos niños han sido sustituidos ya por hombres y mujeres, que deciden ser prácticos, dejar de sufrir desilusiones y no volver a construir cosas en la arena de la piel.  Entonces deciden usar las manos para actividades mucho más civilizadas como escribir, coger cosas o rascarse. Y a menudo ellas se someten, simplemente deciden enmudecer, dejar de sentir y resignarse a ser un resorte más del mecanismo de lo cotidiano, de esa cotidianidad que a menudo deriva en mediocridad. Como le había sucedido a la mano izquierda de Wendy, que se conformaba con recibir su ración diaria de alimento a través de la sangre, a cambio de sus servicios.

 Sin embargo esa actitud de los humanos también explica por qué a menudo algunas manos se sienten tan solas y tan tristes, como en el caso que nos ocupa, donde la única que se dio cuenta de lo que le había sucedido a Wendy fue su mano derecha, que durante los minutos siguientes a ese encuentro se sintió impotente porque intentó transmitírselo a su dueña pero ella ni la entendió ni la escuchó. Sencillamente se dirigió al aula correspondiente, entró en ella como si ese día fuese igual a los demás, dejó sus cosas sobre la mesa, emitió su habitual saludo, cogió una tiza y empezó a llenar la pizarra con montones de letras “t”, “v”, “a”, “b” y representaciones de vectores.

    Pero hay momentos en que una mano debe tomar la iniciativa, conducir a sus dueños, mostrarles el camino correcto, palpar en la oscuridad de sus vidas buscando una puerta por donde salir –o entrar, depende de cómo se mire- , y la mano derecha de Wendy sentía que se encontraba en una de esas encrucijadas, de modo que decidió salir de su anonimato de manera más rotundo, arriesgándose a quedar en evidencia. Y así fue como, mientras Wendy escribía en la pizarra mecánicamente, casi sin fijarse, el teorema del cateto, los alumnos empezaron a reir sacándola de su letargo. Wendy los miró extrañada porque no tenía conciencia de haber hecho nada fuera de lo común. A continuación miró la pizarra donde se posaban todos los ojos, y descubrió que había escrito El cuadrado de la longitud de un cateto es igual a ESTOY ENAMORADA la longitud de la hipotenusa…”

Y por primera vez en su vida, Wendy miró su mano derecha, que empuñaba la tiza, como si no le perteneciera. Pero, pasado el estupor, la mano izquierda de Wendy, obedeciendo sumisamente las órdenes del cerebro, cogió el borrador y eliminó las dos palabras intrusas que se habían colado en el encerado. Y la mano derecha de Wendy, sintiéndose derrotada, se resignó a terminar de escribir el teorema y a continuar con la clase como si nada hubiese sucedido.

    Pasaron unas semanas marcadas por los mismos gestos, las mismas costumbres, los mismos horarios… Y la mano derecha de Wendy empezó a plantearse la rendición definitiva, se preguntó muy seriamente si lo más prudente no sería imitar a la mano izquierda, someterse al silencio, a la obediencia ciega, disolverse en la nada. Pero la mañana en que estuvo a punto de hacerlo sucedió algo sorprendente: porque a pesar de que la puerta hidráulica del garaje funcionaba perfectamente, a pesar de que el coche de Wendy volvía a estar como nuevo, a pesar de que llegó a ponerlo en marcha, ella en el último instante detuvo el motor, se quedó pensativa, salió a la calle y se metió en el metro. Esperó a que pasara un tren con un vagón pintarrajeado con graffitis fucsia y entró en él. Miró a su alrededor disimulada pero insistentemente, sin ver ninguna cara conocida. Y salió al cabo de 12 estaciones dispuesta a dar sus clases, a olvidar lo sucedido y a quitarle importancia con frases tan aburridas como “qué tonta soy”. Pero ése día ya no sería como todos los demás, porque a partir de aquel momento su mano creyó –o quiso creer- que el destino le había encomendado una misión. Y esperó con paciencia el momento de volver a intervenir.

        Ese momento llegó la noche en que Wendy se disponía a marcar el número de teléfono de una amiga. La mano derecha de Wendy empezó a moverse con la rapidez y la seguridad de quien ha tecleado la misma combinación numérica centenares de veces pero, en el último momento, en lugar de presionar la yema del dedo índice sobre el “7” se desvió y marcó “8”. Y cuál fue la sorpresa de Wendy al comprobar que en lugar de contestar la voz de soprano de Laura contestaba la voz de barítono de Alejandro, ése amigo de la adolescencia al que había perdido la pista cuando sus caminos se separaron llevándolo a él hacia la Facultad de Medicina y a ella hacia la Facultad de Matemáticas. Hablaron largamente, horas y horas, Wendy disfrazó ese error numérico sobre el teclado del teléfono amparándose en la nostalgia y en ese deseo que periódicamente nos acecha por saber de la vida de aquellos seres a los que vamos dejando atrás en el camino de nuestras elecciones, pero que siguen acompañándonos en el recuerdo y nos sirven de referencia para saber de dónde venimos y hasta dónde hemos llegado; y quizá en el fondo era verdad.  Mientras, la mano derecha de Wendy esperaba con el puño cerrado, frotando nerviosamente el dedo pulgar contra la falange del dedo índice, a que sucediera el acontecimiento que ella había propiciado. Porque sabía de Wendy mucho más de lo que la misma Wendy se atrevía a decirse a sí misma, como que desde hacía tiempo se estaba planteando si no se había equivocado de rumbo al desestimar su gran pasión por la Medicina.

      No sabemos a ciencia cierta qué acontecimiento esperaba exactamente que sucediera la mano de nuestra historia, lo que sí sabemos es que finalmente Alejandro le propuso a Wendy asistir como oyente a algunas clases de Medicina con él, y que tras aceptar ella la propuesta después de una pausa de unos cinco segundos larguísimos, la mano derecha de Wendy abrió el puño y empezó a tamborilear alegremente sus dedos sobre la mesa, que es, como todo el mundo sabe, la forma que tienen las manos de reír. Nos consta también que esa noche la mano de Wendy soñó que cinco señoritas le hacían la manicura, una por cada dedo, durante varias horas, y que luego la acariciaban untándola con cremas hidratantes perfumadas y carísimas hasta que se dormía. Por lo que cabe deducir que la decisión de Wendy la satisfizo enormemente.

Todo parecía ir sobre ruedas: Wendy asistía cada vez con más frecuencia a esas clases como oyente y empezaba a plantearse secretamente cambiar su rumbo laboral en beneficio de otro más vocacional, superar los obstáculos y las barreras que los hábitos y las costumbres adquiridas con el paso de los años van poniendo furtivamente ante nosotros –y en nosotros- hasta construir una cómoda celda con calefacción central y televisión y dvd y todo. La mano derecha de Wendy estaba tan contenta que le acercaba a su dueña pasteles, zumos tropicales, frutas exóticas, libros apasionantes sin que ella se lo pidiera, animándola a tomar la decisión. Una vez hasta robó una entrada de palco en la Ópera para ver La Flauta Mágica, la guardó en el puño durante todo el día y se la puso a ella bajo la almohada mientras dormía. Y a la mañana siguiente Wendy, que empezaba a experimentar una especie de metamorfosis que la hacía parecerse cada vez más a esa otra Wendy que volaba y creía en el País de Nunca Jamás aún viviendo entre la neblina de Londres, aceptó la magia del regalo sin preguntarse por su procedencia.

    Pero, como a cualquier organismo vivo, a la mano derecha de Wendy le llegó la hora de enfrentarse con esa Fatalidad que aplasta todo lo que pisa, obstinándose en presentar la existencia como algo insignificante y en demostrar al mundo lo fácil que resulta hacer zozobrar cualquier sueño o esperanza. Porque en una de esas clases, el profesor hizo salir a Wendy ante los demás, invitándola a localizar en una radiografía un enfisema pulmonar. Sus compañeros rieron entre dientes, conscientes del aprieto en que estaba metida, puesto que todos conocían su condición de intrusa persistente en esas aulas. Wendy enrojeció y el profesor, sorprendido por la dificultad que la presunta alumna le encontraba a una propuesta que él creía fácil resolver, la miró primero con perplejidad, luego con impaciencia y finalmente de forma alarmantemente inquisidora. “Vamos, señorita, ¿a qué espera?”. A la mano derecha de Wendy la habría encantado poder dirigir su dedo índice hacia el lugar indicado para salvar a Wendy del apuro y permitirle seguir la ruta que le estaba marcando el destino. Pero no sabía dónde localizar el puñetero enfisema pulmonar en la devastadora extensión de esa radiografía, y empezó a sudar y a frotar nerviosamente los dedos contra la palma. La mano derecha de Wendy vio impotente cómo Wendy, rendida a la evidencia, abría sus labios para pronunciar cualquiera de las frases que podían delatar su condición de intrusa, una frase a la que seguiría recoger sus cosas y no volver nunca más. Pero en el último instante, la mano izquierda de Wendy se lanzó como un rayo hacia la radiografía y puso su dedo índice sobre el lugar exacto. La sorpresa fue mayúscula tanto para Wendy como para su mano derecha, pero el “muy bien señorita, siéntese con el resto” que pronunció el profesor a continuación transformó la perplejidad en júbilo. Una vez ya sentada Wendy, su mano derecha se acercó a la izquierda y le acarició levemente el dorso, agradecida. Estaba claro que la había ganado para su causa. Estaba claro que, con tiempo y tenacidad, aún había esperanza para las manos oprimidas del mundo.

      La mano derecha de Wendy, pletórica, ya no pudo esperar más. Esa misma noche, aprovechando que Wendy se había conectado a internet y se había quedado dormida ante una página del BOE, empezó a teclear desenfrenadamente en el ordenador con dedos saltarines y con la ayuda y complicidad de su compañera del otro lado del cuerpo. No sabemos de dónde sacaron ambas manos tales habilidades, la cuestión es que pocos minutos después se colaron en el listado de alumnos de la Facultad de Medicina y la matricularon. Cuando Wendy despertó la página del BOE volvía a estar ante ella. Se acostó cansada pero sonriente, feliz por haber superado la prueba de la radiografía que le aseguraba un poco más de tiempo para seguir asistiendo como oyente a esas clases, antes de ser definitiva y fatalmente descubierta.

         Pero cuál fue su sorpresa cuando a los pocos días la llamaron de la Secretaría de la Facultad rogándole que fuera a buscar el comprobante de su inscripción en el Primer Curso y apremiándola para que hiciera efectivo el segundo pago de la matrícula de una maldita vez. “Lo tiene pendiente desde hace 3 meses”. Si Wendy se hubiera fijado, habría visto a sus dos manos frotándose una contra la otra para manifestarse mutuamente su satisfacción por lo sucedido, pero en ese instante Wendy no habría sido capaz ni de ver una ballena a tres metros de su cara, su mente y sus sentidos se habían quedado en blanco, era como si todo su cuerpo estuviera vaciando sus conexiones nerviosas para adquirir conexiones nuevas y, quizá, mucho más ajustadas a esa nueva Wendy que, sin darse ella cuenta, se había ido metamorfoseando desde ese insignificante encuentro en un vagón del metro lleno de grafitis fucsia. Y oyó como su voz pronunciaba un “ahora mismo voy”.

Siete años más tarde, Peter, un señor amable con suave acento extranjero, paseaba en uno de sus parques preferidos de la ciudad. De esa ciudad que lo había cautivado tiempo atrás, cuando él sólo creía estar de paso. Pero poco a poco el susurro del otoño en los árboles, los colores del cielo, extrañamente cercano al suelo, la cercanía acogedora de las montañas, cuya visión desde el trasiego diario le sosegaba el espíritu, hicieron que fuera prolongando sus estancias hasta que un buen día se despertó, miró la ciudad desde la ventana de un hotel, y se dio cuenta de que ya formaba parte de ella. Aunque Peter nunca llegó a saber que, lo que realmente le había empujado a tomar esa decisión, fue el encuentro fortuito que, años atrás, tuvo su mano izquierda en un vagón de metro pintado con graffitis fucsia, con la mano derecha de una mujer a la que amó mientras ambos dormían.

    Cuando Peter entró en esa librería aún no sabía lo trascendental que sería el día que ya había empezado a vivir. Empezó a mirar entre las estanterías sin buscar ningún título en concreto, simplemente se sentía atraído por una especie de llamada cuyo origen aún desconocía. Y estaba sumido en esa inquietud cuando de repente descubrió a su mano izquierda posada sobre un libro de texto de matemáticas. Empezó a hojearlo distraídamente, pero con una creciente sensación de familiaridad, hasta que de repente su mano se detuvo en el capítulo de la proyección ortogonal.  Aún sin saber por qué, compró ese libro, salió a la calle, y a los pocos pasos tuvo la sensación de que un ejército de hormigas carnívoras le devoraba el brazo izquierdo desde dentro. Y de repente un fuerte dolor en el pecho dejó su mundo a oscuras.

Cuando la ambulancia llegó a la sala de urgencias del hospital, Wendy, convertida ya en cirujano cardio-vascular por la acción del tiempo, el estudio y la vocación, ya estaba lista para atenderle. Al principio no reconoció en ese paciente inconsciente al señor amable con acento extranjero que años atrás le cogió un lápiz que le había caído al suelo, estaba demasiado ocupada diagnosticando una obstrucción en una arteria coronaria y preparándose para una intervención quirúrgica a vida o muerte. Fue en el quirófano, cuando la mano izquierda del paciente recién anestesiado resbaló de la mesa de operaciones y la mano derecha de Wendy la cogió para devolverla a su lugar de descanso junto al resto del cuerpo. Entonces se dio cuenta. Y, por fin, después de largos años de esfuerzo, la mano derecha de Wendy pudo transmitir al resto del cuerpo la emoción y los sentimientos que había albergado en soledad. La piel de Wendy se volvió en unos segundos más brillante, más rosácea y más viva, sus poros se abrieron, sus pelos se erizaron un instante, un escalofrío le recorrió la espalda como un rayo, y un aleteo como de mariposas se posó en su pecho y ya nunca más la dejó. Wendy volvió a cogerle la mano derecha a su paciente, como queriéndose asegurar que había sido ese contacto el que había producido ese terremoto en todo su ser, y una lágrima de emoción se le escabulló mejilla abajo, perdiéndose en la nueva amplitud de su vida. Entonces le soltó la mano a Peter y cogió el bisturí con seguridad y determinación, como si en el corto tiempo que tenía por delante para llevar a cabo la operación estuviese en juego no solamente la vida de su paciente, sino también la suya.

           A las enfermeras y auxiliares al principio les extrañaron las visitas cada vez más frecuentes y duraderas de Wendy a la habitación de la quinta planta donde Peter seguía inconsciente. No era frecuente un interés tan acusado por el estado de un paciente. Pero cuando la tercera noche Wendy optó por sustituir la cómoda cama de su apartamento por el incómodo sillón que había junto a la cama del Peter, la extrañeza del personal hospitalario se transformó en miradas y sonrisas de complicidad.

Y ahí tenemos a Wendy dormida en esa incómodo sillón, con un crucigrama inacabado a punto de caerle de su mano derecha y un bolígrafo negro colgando de la izquierda, ante esa cama de hospital sumida en la penumbra pero en la que se adivinaba la silueta de un bulto humano que luchaba por abrirse paso y huir de la muerte.

    Finalmente, el combate se inclinó a favor de la vida y la batalla terminó. Wendy vio en sueños que Peter habría los ojos y ella también los abrió. Sus miradas se encontraron. No hubo nada más. Sólo mirada y silencio. Y la mano izquierda de Peter y la mano derecha de Wendy se abrazaron con fuerza para no volver a soltarse.

 VOCACIÓN DOCENTE

     Cuando la Señorita Ana entró de nuevo en clase tras invertir cinco minutos en ir a hacer pipí, encontró a Jonathan Bermejo paseándose por el techo a cuatro patas luciendo su traje de Spiderman; a Teresita Antúnez adherida a la pared con la ayuda de decenas de rollos de celo gritando “socorro, me ha atrapado la araña”; a los trillizos Martínez arrojando bolas de papel mojado hacia arriba con la intención de derribar al arácnido, pero los proyectiles no conseguían dar en el blanco y se pegaban al techo resistiéndose a caer; a Jessica Berruguete llorando asustada en un rincón porque María de la Regla Tocino, su amiga del alma, le había contado que de noche los papás y las mamás se convierten en vampiros y se chupan la sangre entre ellos y por eso a veces se les oye jadear y quejarse – Jessica Berruguete es de esas niñas que se lo creen todo, una vez hasta se creyó que la Tierra era un huevo que había puesto una gallina gigante que vivía en la Luna-; vio también a Jesús Nazareno ante la pizarra con su rifle láser termo-nuclear con acelerador de rayos gamma, fusilando a siete compañeros a los que acusaba de enemigos del régimen –no sabía lo que quería decir pero lo había oído en el Telediario, así que debía ser algo muy malo-. El único niño que no se había levantado y seguía estudiando obediente era Armando Jarana Segura, a quien todas las señoritas de los cursos por los que había pasado auspiciaban un brillante futuro debido a su inteligencia, su sentido de la responsabilidad y su constancia en el trabajo.

    La Señorita Ana tuvo que gritar varias veces para que sus alumnos volviesen a los pupitres y retomaran sus tareas. Sin embargo Spiderbermejo, que acababa de cazar una mosca, se obstinó en permanecer en el techo y empezó a comérsela.  La Señorita Ana dudó unos instantes pero finalmente sacó del armario un bote de insecticida y roció sin piedad al alumno rebelde hasta hacerle caer al suelo, aturdido. A continuación le quitó el rifle láser termo-nuclear a Jesús Nazareno, que fue a parar al cajón de objetos confiscados para hacer compañía a la Barbie Mocos Verdes, al Action Man antidisturbios, al refugio antinuclear de Playmóvil y al bolígrafo comestible marca Acme. Respecto a Teresita Antúnez, optó por no liberarla de su telaraña de cinta adhesiva y la dejó colgada en la pared el resto de la mañana. Finalmente, y a modo de castigo ejemplar,  puso a sus alumnos un examen sorpresa sobre el fascinante mundo de las divisiones y les escribió en la pizarra diez maravillosos ejemplares con dividendos de cinco cifras, invitándoles, bien a resolverlas en menos de media hora, bien a quedarse castigados después de las clases, para que luego digan que los alumnos no tienen libertad de elección ya desde pequeños.

     Media hora más tarde sólo Armando Jarana y los trillizos Martínez habían terminado a tiempo y correctamente el examen –aunque la Señorita Ana ignoraba que para resolver las divisiones los trillizos habían echado mano furtivamente del reloj de pulsera-calculadora-consola-ordenador que sus padres les habían comprado a plazos la semana anterior para no ser menos que su vecinito Borja Martín-Grande de Sajonia y Sagunto, cuyos padres habían adquirido al contado uno idéntico, según ellos “en la Seventh Avenue of New York” (aunque en realidad se lo habían traído de Melilla, y de contrabando).

      Quedaban pues dieciséis candidatos a permanecer en el aula castigados, y la Señorita Ana empezó a saborear para ellos tareas tales como borrar la pizarra con la lengua, recoger con los dientes los papeles y otros restos orgánicos de procedencia dudosa que se acumulaban en el suelo tras las clases, o darle a Romeo, el cangrejo gigante que sus pupilos habían escogido como mascota de 3º-B, su ración diaria de alpiste, pero sin usar las pinzas ni nada, con los dedos, y dándole los granitos uno a uno, “a ver si escarmientan y empiezan a obedecer de una vez por todas, que por su culpa ya he tenido que empezar a tomar cócteles de tranquilizantes, somníferos, ansiolíticos y anti-depresivos.”

    Pero la Señorita Ana no pudo llevar a la práctica sus planes porque de repente un enorme mostacho cruzó el umbral de la puerta del aula, y tras él entró Don Pedro, el respetado y temido Jefe de Estudios del Judas Iscariote, cargando con montones de dosieres, carpetas y portafolios que como siempre dejaban un rastro de hojas tras él. Al principio Don Pedro se detenía a recogerlas una a una, pero finalmente optó por dejarlas en el suelo y recogerlas a la vuelta, de regreso a su despacho. Para evitar que otro que no fuese él y sólo él las cogiese, la Secretaría del Judas Iscariote había encargado hojas especiales con un membrete específico para Don Pedro, consistente, a petición del interesado, en un árbol seco del que pendía un ahorcado –creyendo que así le hacía honor a la escuela-. De ese modo cuando un alumno, padre, profesor o miembro del personal no docente encontraba en el suelo un papel con el susodicho logotipo (aunque dicho papel sólo fuese una hoja en blanco), lo esquivaba prudentemente y pasaba de largo.

     Don Pedro le dijo a la Señorita Ana que respetaba sus métodos disciplinarios y que nada más lejos de sus intenciones que entrometerse en sus clases, pero que tuviese en cuenta que si ella se mantenía en sus trece y hacía permanecer a los alumnos rezagados en el aula después de las clases, al día siguiente el colegio se llenaría de padres y madres dispuestos a pedir su cabeza por poner en duda el comportamiento intachable de sus hijos, algunos hasta podrían darlos de baja para el próximo curso, y ello obligaría al Judas Iscariote a cerrar algunas aulas y a dejar por lo tanto a algún profesor en la calle.

      Como Don Pedro la miró fijamente a los ojos al pronunciar la última frase, la Señorita Ana entendió que lo más prudente era levantar el castigo a sus alumnos, así que les dio permiso para irse a casa, encargándoles previamente que copiasen en sus domicilios la página 24 del libro de lectura enterita.

    Don Pedro, que había escuchado con aire de preocupación la última orden que la Señorita Ana acababa de dar a sus alumnos,  intervino reafirmándose en su respeto por los  métodos disciplinarios de la maestra y reiterándole que nada más lejos de sus intenciones que entrometerse en sus clases, pero que si los padres se olían que los deberes extraordinarios que mandaba a sus alumnos no eran tales, sino un castigo u acción punitiva, quizá algunos de ellos acudiesen indignados a la inspección de enseñanza argumentando maltrato psicológico y abuso de poder por parte del colegio, con la consiguiente pérdida de autoestima del alumno, provocándole daños morales irreparables que los tribunales se encargarían de cuantificar económicamente en concepto de indemnización. Ello no sólo  comportaría una importante pérdida de prestigio del Judas Iscariote –y una previsible reducción de matrículas el próximo curso-, también obligaría al Centro a echar mano de sus presupuestos extraordinarios y quién sabe si a recurrir a créditos insostenibles para sus arcas con tal de satisfacer el veredicto de la Justicia. Sea como fuere,  Don Pedro le advirtió que todo ello obligaría al Judas Iscariote a cerrar algunas aulas y a dejar por lo tanto a algún profesor en la calle.

  Y como Don Pedro volvió a mirarla fijamente a los ojos al pronunciar la última frase, la Señorita Ana optó finalmente por regalar caramelos a los niños, despedirlos a todos con un abrazo y un beso en cada mejilla, y agitar un pañuelo blanco a modo de tierna despedida mientras les veía salir a la calle y adentrarse en la jungla de ladrillos y hormigón armado en la que vivían (y deseando para sus adentros que cayesen uno a uno en la piscina de cemento de enfrente, que albergaba los cimientos del futuro supermercado-salón recreativo-showgirls-gestoría-bingo-sex shop-guardería de la población, ubicado por orden expresa de las autoridades frente a la escuela para que los niños se familiarizaran ya desde pequeños con las obligaciones de consumo de todo ciudadano decente).

     Don Pedro, conmovido por el gesto de la Señorita Ana al levantar las sanciones, elogió su espíritu educativo, su vocación docente y su amor por los niños, y depositó a continuación un paquete de 500 folios en blanco sobre su mesa con cierta expresión de lástima.

     Ante la mirada interrogante de la Señorita Ana, Don Pedro se apresuró a contarle que la escuela le ofrecía dicho material fungible para que elaborara con él la programación del curso siguiente, las aportaciones anuales al proyecto educativo, las modificaciones al proyecto curricular de centro, la valoración del plan de acción tutorial, los informes de seguimiento personalizado de los alumnos, el diseño de un crédito transversal, la propuesta de un crédito de síntesis y, por supuesto, la temporalización de los objetivos actitudinales del crédito variable que llevaba por título “Influencia del Ramadán en los barrios judíos ultra-ortodoxos”, que se estaba impartiendo en el Bachillerato de Letras. Al parecer la Inspección de Enseñanza les había invitado amablemente a presentar dicha documentación en 15 días, so pena de cerrar el centro educativo en caso de no disponer de ella en ese plazo.

   Cinco minutos más tarde la Señorita Ana cerraba las luces del aula y salía resignada hacia su casa con el paquete de 500 folios, olvidándose como casi siempre de dar de comer a Romeo. Sin embargo al cangrejo gigante no pareció importarle, al fin y al cabo aún le quedaban en su acuario restos de Julieta, la mantis religiosa que María de la Regla Tocino le había traído de su pueblo para que no se sintiese tan sólo, y que Romeo decapitó de un tijeretazo, provocando el llanto a Jessica Berruguete, que a partir de ese día dejó de comer marisco, y provocando sorpresa a otros niños y niñas, que a partir de ese día decidieron traer saltamontes, escarabajos, arañas y orugas para echárselos a Romeo a escondidas de la Señorita Ana y contemplar cómo los descuartizaba. Y es que los alumnos de 3º B –a los que por cierto deberemos llamar desde ahora Los fétidos, nombre que escogieron democráticamente para que les designara ante el resto de la comunidad escolar- sentían debilidad por su mascota, especialmente Jonathan Bermejo, cuyo padre se lo trajo a casa como regalo de cumpleaños para salir a continuación por la ventana prácticamente sin detenerse, huyendo del guardia jurado que le había visto robarlo de la pescadería de un supermercado. El padre de Jonathan Bermejo perdió por ello la libertad condicional que le acaban de conceder y tuvo que regresar al centro penitenciario, y desde entonces el niño consideró a Romeo un símbolo del amor que su padre le profesó siempre. Su madre soportó al crustáceo en casa unas semanas, pero el día que lo encontró en la bañera pellizcándole la pilila a Tomasito, su hijo menor, mientras éste aullaba de dolor, le dio a Jonathan dos opciones: o a la escuela o a la cazuela. Y así fue como Romeo terminó siendo la mascota de Los fétidos en el Judas Iscariote.

    Si nos hemos detenido a contar a esta historia y no nos hemos ido con la Señorita Ana después de que cerrase las luces del aula es, en primer lugar, porque lo que hace la Señorita Ana al salir del colegio es de lo más corriente (anda unos minutos por la acera, se mete en una boca de metro, paga su billete, baja al andén… todo eso) y, en segundo lugar, porque conocer las circunstancias que condujeron a un Jonathan Bermejo lloroso e implorante ante la Señorita Ana con un cangrejo gigante en los brazos, rogándole que les permitiera adoptarlo como mascota de la clase para evitar su muerte, nos permite conocer la tremenda humanidad y buen corazón de esta maestra ejemplar –aunque malas lenguas afirman que aceptó el trato a cambio de un soborno en especias consistente en un jamón de bellota, pero eso nunca pudo probarse-.

           Esa noche la Señorita Ana soñó que Matusalén, el esqueleto de plástico del laboratorio, la perseguía por todo el colegio empuñando un rifle láser termo-nuclear con acelerador de rayos gamma, exigiéndole que le aprobase el control sobre el tema de los músculos, que había suspendido por no escribir bien esternocleidomastoideo. La Señorita Ana conseguía despistarle escondiéndose en la mochila de Jessica Berruguete, pero ahí dentro la engullía un mar de lágrimas. Sin embargo conseguía sacar una mano del agua y agarrarse a algo, que resultó ser un bate de béisbol con el que el padre de Jesús Nazareno quería machacarle la cabeza por haberle suspendido el examen de ciencias sociales a su hijo. “Si él dice que el Sáhara está en Pontevedra es que está en Pontevedra, y no se hable más.” Y se veía de nuevo corriendo por pasillos llenos de telarañas en las que estaban atrapadas montones de Teresitas Antúnez recitando las tablas de multiplicar. Afortunadamente, en el sueño encontraba un bote de insecticida y rociaba a su perseguidor, que se convertía en mosca y era devorado por Spiderbermejo, que en esos momentos salía de Secretaría con un paquete de 500 folios con el membrete del árbol y el ahorcado. El ahorcado se quitaba la soga y resultaba ser María de la Regla Tocino, que le preguntaba como una ametralladora, sin ni siquiera detenerse a respirar, si huevo iba con hache. La Señorita Ana le respondía que sí, pero María de la Regla Tocino seguía preguntándoselo como si no la hubiese oído, y a ella se sumó un ejército de niños que desprendían un olor fétido, y que le preguntaban atropelladamente qué hay que hacer si en una división el resto no te da cero, si el planeta Tierra ya existía en época de los romanos, y para qué querían saber la diferencia entre sujeto y predicado si de mayores iban a ser Entrenadores Pokémon y Tortugas Ninja. La Señorita Ana huía de nuevo por un pasillo formado por pilas y pilas de folios, que resultaron ser proyectos educativos, programaciones, criterios de evaluación e informes diversos que salían tras ella y le envolvían el cuerpo, pegándosele como lapas. Sin embargo conseguía desprenderse de ellos y penetraba en una especie de selva espesa cubierta de lianas negruzcas. De repente resbalaba y estaba a punto de caer al vacío, pero conseguía cogerse a una de las lianas. Entonces descubría que la espesura negra por la que había estado andando era una réplica del mostacho de Don Pedro a escala gigante, y que aquello a lo que se había agarrado para no caerse no era una liana, sino uno de sus pelos, y que dicho mostacho formaba parte de una estatua gigantesca que Don Pedro se había hecho esculpir como si se tratase de un faraón egipcio. Finalmente la Señorita Ana resbalaba y se precipitaba a un pozo en el que la esperaban cientos de cangrejos gigantes agitando sus pinzas. Pero no pudieron llegar a usarlas porque en ese momento la Señorita Ana se despertó chorreando sudor. Miró a su alrededor, vio los frascos con sonmíferos, los botes con ansiolíticos, las cajas con anti-depresivos, los envases con tranquilizantes, los exámenes por corregir sobre la mesa, el paquete de 500 folios, la ventana por la que se había arrojado Rodríguez, su chihuahua, desquiciado, al volver de una visita al colegio en la que la Señorita Ana les había querido presentar su mascota a Los fétidos y ellos se la habían arrojado a Romeo en un despiste de ella…

    Y justo en ese instante decidió poner fin a su vida.

        Unas horas después la Señorita Ana se sentaba ante el televisor y grababa enterito el debate sobre el estado de la Nación emitido en diferido, decidida a pasarlo las veces que hiciera falta hasta que le diese un infarto. Pero cuando escuchaba por séptima vez los argumentos que daba el portavoz del gobierno para demostrar que en el país no había mendigos, sino gente preocupada por su salud decidida a vivir con sencillez al aire libre, y empezaba a presentar síntomas de una arritmia galopante, el Ministro de Educación la miró directamente a los ojos desde su escaño y le preguntó si estaba segura de lo que estaba haciendo. Sin darle tiempo a reaccionar, se fue acercando a la cámara sin que a sus Señorías pareciese preocuparles en absoluto, acostumbrados como estaban a despreocuparse por todo, y terminó por salir del televisor, provocándole a la Señorita Ana un desmayo que ella interpretó como el infarto que andaba persiguiendo. Por eso cuando se despertó no pareció sorprendida de ver al Ministro de Educación ahí, delante de ella, rodeado por un halo de santidad, vistiendo una túnica blanca de Emilio Tucci, calzando unas sandalias Callaghan, llevando unas gafas de sol Giorgio Armani y hablando por un móvil Ericsson, ni se sorprendió de que al colgar el teléfono se presentase como su ángel de la guarda (“Hola, soy Marlon Benítez, tu ángel de la guarda”), porque de hecho creía estar ya muerta y en el cielo.

   Pero se equivocaba.

       Marlon Benítez le contó que sus superiores le habían enviado en misión especial para evitar su suicidio, que no se lo tomase a mal, que a él le fastidiaba tanto como a ella, preferiría mil veces estar tomando el sol divinamente sobre un confortable cúmulo-nimbus tormentoso, pero que a algún pez gordo de allá arriba se le había antojado salvarle la vida, ya ves tú qué cosas, como si se fuera a notar una maestra menos en el mundo.  Pero como le habían prometido –fruto de las últimas negociaciones del convenio colectivo- incentivar el éxito de su misión con un teléfono móvil de última generación, con conexión rápida a internet, navegador GPS y videojuegos de Tomb Raider incorporados, estaba decidido a llegar hasta donde hiciera falta. “Me han encargado que te haga comprender qué bello es vivir y… y…” (en este punto se sacó una chuleta para recordar el discurso que le habían preparado) “ah, sí… y que te haga ver la maravillosa labor que estás haciendo como maestra. Del mismo modo que el buen creyente debe revocar su fe… no espera… aquí está… debe renovar su fe, tú debes renovar tu  botellón…???…No espera, jo, cómo estoy hoy. Renovar tu vocación. Eso es.  Y acto seguido le comunicó que mientras permanecía desmayada se había tomado la libertad de volverla invisible para que no la viese ni Dios. Su intención era llevarla a dar un paseo por un futuro virtual en el que ella no hubiese existido. Para disipar las dudas de la Señorita Ana respecto a su procedencia celestial, Marlon Benítez le dio la espalda, se desabrochó ligeramente la túnica, se subió la camiseta Calvin Klein que llevaba debajo y le mostró dos pequeñas alas que le sobresalían de los omóplatos. Justificó su ínfimo tamaño argumentando que en la actualidad los ángeles se desplazan en avión –y, aprovechando su invisibilidad, siempre en Primera Clase, jamás en Clase Turista- y por lo tanto ambas protuberancias tendían a languidecer y atrofiarse, de lo que él estaba encantado ya que particularmente llevar alas le parecía hortera y fuera de tono.

   Empezaron su viaje y, sin saber cómo, la Señorita Ana se encontró en unas oficinas elegantísimas con vistas a la bolsa de Wall Street. Ante ella había una ejecutiva dictando a su secretaria lo que parecía ser un artículo periodístico, en el que se afirmaba que el Presidente de los Estados Unidos era un infiltrado de los comunistas cubanos, que estaban preparando la invasión de la Costa Este, y que el Presidente de los Estados Unidos tenía planes secretos para arrasar Europa y convertirla en una inmenso campo de frijoles y caña de azúcar. Marlon Benítez explicó a la Señorita Ana que la ejecutiva era ni más ni menos que María de la Regla Tocino, y añadió que gracias a su facilidad para contar mentiras increíbles de forma convincente, María de la Regla Tocino había conseguido crear una agencia de noticias muy influyente, capaz de derrocar a los regímenes más sólidos y de llevar al poder a los políticos más inútiles con noticias que ella misma inventaba. “Te aseguro que, después de lo que acaba de decir, el Presidente de los Estados Unidos tiene los días contados”. Y para sacar a la Señorita Ana de su incredulidad le contó que dos días antes había forzado la dimisión del Primer Ministro Israelí mostrando al mundo unas fotos trucadas en las que se le veía de peregrinación en La Meca. Marlon Benítez  hizo recordar a la Señorita Ana el día en que María de la Regla Tocino le entregó esa redacción de tema libre donde contaba que el ratoncito Pérez se llevaba de debajo de la almohada el cuernecito de leche que se le había caído a un rinocerontito,  para venderlo posteriormente en el mercado negro del marfil. “Alabaste su imaginación, pero le dijiste que debía dirigirla hacia historias más bonitas y más constructivas, y a partir de ese día te preocupaste de que fuese así.” La Señorita Ana miró a la María de la Regla ya adulta que tenía ante ella, y entendió en qué se convertiría su alumna sin su labor docente.

    Pero la cosa no terminaba ahí, porque Marlon Benítez le comunicó que la secretaria retraída y tímida a la que María de la Regla Tocino estaba dictando el artículo era ni más ni menos que Jessica Berruguete, cuya personalidad había quedado totalmente anulada por la influencia que sobre ella ejercía su amiga del alma . “Tú, como tutora de 3º B, ya te habías dado cuenta de ello y habías puesto manos a la obra, pero como te estoy mostrando un mundo en el que no has existido, fíjate cómo ha terminado la pobre Berruguete”. Terminó la jornada laboral y el ángel de la guarda acompañó a la Señorita Ana hasta el domicilio de Jessica Berruguete, donde la estaba esperando su novio hacía rato para decirle que no podían seguir así y que la dejaba. Y mientras Jessica Berruguete, cómo no, se deshacía en un mar de lágrimas, el ángel de la guarda le contó a la Señorita Ana que la niña se había creído lo que María de la Regla Tocino le había contado respecto a los papás y las mamás, eso que de noche se convertían en vampiros y se chupaban la sangre unos a otros, y que por miedo a sufrir las consecuencias de esa transformación en sus propias carnes jamás había tenido relaciones con hombre alguno, ni siquiera con su novio, con el que llevaba saliendo 4 años en el momento de la ruptura. “Como no has existido, nadie le dijo a Jessica que esa historia que le contó su amiga era una trola como una casa, y ahora tiene que vivir con ello.”

   No era éste el caso de Teresita Antúnez, a quien la Señorita Ana encontró en un local porno, siguiendo los pasos de su ángel de la guarda, que previamente tuvo que ausentarse para que la SADE (Sección de Actividades Divinas Especiales) le otorgase un salvoconducto especial para acceder a un local de esas características. Marlon Benítez le contó a la Señorita Ana que Teresita Antúnez estaba ganando una pasta ejerciendo de esclava sumisa, y le recordó cómo le gustaban de niña los juegos en los que la ataban y/o la pegaban y/o la apedreaban… A la Señorita Ana le vino a la memoria lo contenta que estaba Teresita Antúnez el día que la colgaron en la pared con cinta adhesiva, fingiendo que era una presa indefensa aprisionada en la telaraña gigante de Spiderbermejo. Marlon Benítez le recordó cómo después la dejó colgada en la pared durante 2 horas, como castigo. “Gracias a ese escarmiento a Teresita Antúnez se le pasaron sus tendencias sadomasoquistas, pero como estamos en un mundo en el que no has existido, nadie supo frenarla a tiempo.” A la Señorita Ana le habría gustado hacerle unas cuantas preguntas a su exalumna, pero el ángel de la guarda insistió en marchar a toda prisa, porque un par de tíos babosos, atraídos por el aspecto que le otorgaban la túnica y las sandalias, le estaban haciendo proposiciones deshonestas por un precio realmente tentador.

    Marlon Benítez llevó a la Señorita Ana a un centro penitenciario para mostrarle lo que había sido de Jesús Nazareno. Su amor por las armas le había llevado a enrolarse en los Cuerpos de Operaciones Especiales, fue llevado a un conflicto bélico de Oriente Medio donde el mundo civilizado se jugaba la libertad, la apertura de nuevos mercados y el control de bolsas petrolíferas inmensas, fue bombardeado con distintas cepas de virus experimentales, fue licenciado con honores, fue rechazado como beneficiario de una pensión de guerra, fue rechazado en distintos trabajos por ser demasiado mayor, fue captado por la CIA en colaboración con otros servicios secretos, fue entrenado para asesinar a varios líderes sindicales de África y América Latina, pero en el instante de apretar el gatillo para efectuar el primero de la larga lista de disparos que le habían proporcionado, fue lo suficientemente humano como para no permitir que otros pagasen por la larga lista de errores que había sido su vida. La CIA se cabreó mucho, consiguió que le acusaran de intentar robarle 2 chupa-chups al hijo del Primer Ministro Británico, y consiguió que le encerrasen en una cárcel de máxima seguridad para terroristas. “El día que irrumpiste en clase y le confiscaste el rifle láser termo-nuclear con acelerador de rayos gamma con el que estaba fusilando a sus compañeros, por la noche sus padres le pidieron explicaciones al ver que no lo devolvía a casa, el juguetito les había costado un ojo de la cara y lógicamente estaban preocupados por el destino que había corrido. Jesús Nazareno les contó lo sucedido y se ganó una bronca tal que les cogió manía a las armas de juguete, y a partir de ese día empezó a pedir a sus padres que le comprasen muñecas y kits de maquillaje, pero ésa es otra historia. Sin embargo como tú no estabas, nadie le quitó el rifle láser termo-nuclear con acelerador de rayos gamma, y por lo tanto nadie le echó la bronca en casa.” Con todo lo que estaba viendo, la Señorita Ana empezó a preguntarse si realmente el suicido era la mejor salida.

        Las visitas se sucedieron una tras otra, le sorprendió especialmente descubrir que los trillizos Martínez se habían especializado en atracar cajeros automáticos, supermercados, joyerías, delegaciones de hacienda, administraciones de lotería, casinos y otros antros. Lo hacían de uno en uno, asegurándose siempre de que los otros dos hermanos tuvieran coartada, se llegaban a intercambiar las novias sin que ellas se percataran de ello mientras perpetraban el atraco, y así por mucho que les grabasen las cámaras nunca había pruebas suficientes para culpar a ninguno de los tres, porque todos tenían testigos que podían asegurar que a esa hora no estaban en el lugar del atraco. Marlon Benítez informó a la Señorita Ana que si esa noche fatídica en lugar de suicidarse hubiese corregido el examen de divisiones que había puesto a sus alumnos, habría detectado que los trillizos Martínez se habían intercambiado las personalidades para poder usar el reloj de pulsera-calculadora-consola-ordenador y copiarse unos a otros los resultados, y a partir de entonces les habría vigilado minuciosamente, disuadiéndoles de realizar cualquier timo, estafa o trapicheo amparándose en el hecho de ser absolutamente idénticos. “Pero como tú no estabas y nadie más detectó los cambiazos, se sintieron seguros con su estrategia y al hacerse mayores se dedicaron a usarla con fines delictivos.”

   También le sorprendió saber que Jonathan Bermejo se había lanzado de un 7º piso disfrazado de Spiderman, con tan mala fortuna que cayó sobre un furgón blindado y le hizo un boquete de medio metro de diámetro. Y que cuando meses más tarde el hombre-araña consiguió salir del coma, fue acusado de intento de robo y confinado en un terrario. “Como no has existido, Jonathan Bermejo nunca llegó a recibir el chorro de insecticida que le despegó del techo y le hizo aterrizar de forma abrupta en la realidad, convenciéndose así de que no tenía poderes de super-héroe.”

    Sin embargo la visita decisiva, la que ayudaría a la Señorita Ana a tomar la decisión de buscar otras vías descartando definitivamente el suicidio, fue la que le hizo a Armando Jarana Segura en la pizzería donde trabajaba como repartidor. Efectivamente, las señoritas de cursos anteriores no se equivocaron al elogiar su inteligencia, su sentido de la responsabilidad y su constancia en el trabajo, Armando había estudiado las carreras de Filosofía, Antropología e Historia Contemporánea. Tenía un postgrado en Ética aplicada y leía a los clásicos en latín y griego. De hecho había sido el alumno que mejor había asimilado los valores y actitudes que le enseñaron en la escuela, y quizá por eso el pobre terminó pensando que encontraría un buen trabajo simplemente por sus méritos académicos, sin necesidad de enchufes, ni sobornos, ni favores sexuales, ni nada. Y por esa misma causa, porque se había tragado que el mundo funcionaba con los mismos valores y actitudes que le enseñaron en la escuela, el muy idiota había terminado jugándose cada noche el tipo repartiendo pizzas en una vespino de segunda mano, cuando el claustro en pleno del Judas Iscariote había soñado con verle algún día galardonado con un Premio Nobel de algo.

-“¿Gué? ¿Te vale gon lo gue has visto?”-le preguntó Marlon Benítez mientras masticaba una Cuatro Estaciones con extra de queso.

    La Señorita Ana le dijo que ya no quería morir, pero que estaba muy confundida por lo que le había sido revelado, necesitaba consejo, de modo que se dirigió a casa de Don Pedro, que llevaba toda su vida en la docencia, para pedirle consejo. Pero no llegó a hacerlo porque al llegar ahí asistió a una terrible discusión entre el jefe de estudios del Judas Iscariote y su hijo mayor, que había terminado el Bachillerato y acababa de anunciar a su padre que quería estudiar Magisterio. Don Pedro le imploraba que se dedicara a ser actor, o pintor de arte abstracto, o bailarín de un Boys, o traficante de coca, o político, cualquier cosa antes que malgastar su talento haciéndose maestro, “y además ganarás mucha más pasta, te lo digo yo”. La Señorita Ana no quiso oír más y se fue justo cuando Don Pedro intentaba estrangular a su hijo farfullando “después de todos los sacrificios que he hecho por ti…”

   Su ángel de la guarda, imaginándose ya con el nuevo Nokia entre las manos, le apremió para que sacara conclusiones en voz alta, de modo que sus superiores pudiesen oírlas y diesen por concluída la misión. “Con renegar de tu intento de suicidio y proclamar tus ganas de vivir ya hay suficiente, si piensas seguir o no en la docencia no es de mi incumbencia.” Y mientras lo decía miraba impaciente su reloj de pulsera Viceroy, estaba a punto de empezar el partido de fútbol entre serafines y arcángeles y se lo iba a perder. La Señorita Ana le dijo que tenía una propuesta mejor que hacerle y le miró fijamente. “¿Cuál?”.

    Instantes más tarde la Señorita Ana y Marlon Benítez -ella ataviada con traje-chaqueta y él con traje y corbata- eran anunciados por Jessica Berruguete en la oficina de María de la Regla Tocino. Ambos mostraron sendos currículums que atestiguaban su paso por prestigiosas universidades, que enumeraban diversos másters en comunicación audiovisual, y la Señorita Ana, presentándose como la representante de Marlon Benítez, le hizo a María de la Regla Tocino una propuesta que no podría rechazar: “¿Qué le parecería acceder a las noticias del futuro antes que ninguna otra cadena, a cambio de un porcentaje de los beneficios?”

    María de la Regla Tocino abrió los ojos con avidez y la Señorita Ana sonrió.

EL COCINERO DE LIBROS

 “No lo olvides, Pequeño Saltamontes, somos como los gusanos de seda, animales de aspecto vil y asqueroso que desde que nacen empiezan a comer sin saber por qué, y un buen día, gracias a la energía que han acumulado, crean un capullo que es la admiración del mundo.” Esas fueron las últimas palabras que el maestro Gao Zhenyuan pronunció mientras yacía en el suelo en brazos de su bien amado discípulo Luis Roca, jefe de cocina de la penitenciaria de San Simón Libertador, después de resbalar en las duchas con la pastilla de jabón que le partió la crisma y le acercó definitivamente a Buda en cuestión de minutos.

   Luis había entrado a trabajar en la cocina como pinche dos años atrás, y no sintió ninguna inquietud especial ni esperó nada más de la vida hasta que conoció al maestro Zhenyuan, un viejo monje budista tibetano que llevaba preso 20 años en San Simón Libertador, y que por su talante bondadoso y por su edad se había ganado la simpatía y la confianza de sus guardianes, sobre todo desde que intentó sofocar un motín de presos instruyéndoles a través de los altavoces sobre las enseñanzas de Buda: “Pensad hijos míos que el ser humano está constituido por el Atta, el yo permanente, el alma sustancial que transmigra intacta de una existencia a otra…”- empezó a decir a los amotinados- “No esperad, no era así, es que con los años uno se olvida… Ya me acuerdo, el ser humano NO está constituído sólo por el Atta, sino por seis grupos de cualidades … ¿o eran cinco? A ver: el cuerpo, los sentimientos, las percepciones, las formas mentales y la consciencia… pues sí, eran cinco. Bueno, que sepáis que la vida es un flujo continuo de formas que están en cambio constante y donde todo ocurre según una ley de casualidad universal… No, no, perdón, de CAUSALIDAD universal… Eso es el Karma, ¿sabéis? ¡Lo que yo os podría contar del Karma, madre mía!..”

    Así les tuvo cinco horas, durante las cuales muchos amotinados enloquecieron y se mataron unos a otros, y al final los supervivientes se entregaron con tal de no oírle.

     Desde ese momento al maestro Zhenyuan se le concedió permiso para moverse libremente por la penitenciaría, a condición de que no levitara. Promesa que el maestro cumplió a rajatabla, entre otras cosas porque el alcaide, desconfiando de él, mandó que se le pusieran suelas de plomo en los zapatos. Y así fue como Luis llegó a conocer al anciano monje, que cierto día apareció en la cocina atraído por el olor de la empanada de pulpo que se estaba perpetrando en el horno, y empezó a proporcionarles especias y recetas secretas de los lamas, que daban a la carne sabor a pescado, al pescado sabor a verduras, a las verduras sabor a queso… A Luis le entusiasmaba especialmente una receta que daba a las lentejas estofadas sabor a pimientos del piquillo rellenos de bacalao, pero cuando intentaba ponerla en práctica en su casa las lentejas le salían con sabor a repollo hervido en salsa roquefort.

    El maestro Zhenyuan se fijó muy pronto en Luis y quiso instruirle con su sabiduría. La primera lección fue bastante indigesta: aprovechando un despiste, el monje le quitó a su nuevo discípulo una gamba de su plato de paella, y en su lugar puso un saltamontes. Luis no se percató del cambiazo y empezó a comérselo, y cuando se dio cuenta de que pasaba algo raro (la carne sabía mejor que la de las gambas congeladas que compraban normalmente) se enfadó mucho, pero entonces el maestro empezó a hablarle: “Las cosas que nos trae inesperadamente la vida, a pesar de tener un aspecto desagradable, pueden hacernos bien. Si sólo rechazas al saltamontes por su apariencia, te perderás sus proteínas y su valor nutritivo.”  Pero eso no libró al monje de un sonoro bofetón que le estampó la cara contra la pared. Sin embargo el anciano no se enfadó, al contrario, cuando por fin recuperó la conciencia dijo que había estado hablando con el espíritu de Feng Xishan, un lama amigo suyo, que le había comunicado que iba a reencarnarse en periquito. A partir de ese día cambiaron dos cosas: Luis empezó a ser El pequeño Saltamontes y el maestro Zhenyuan empezó a llenar su celda de jaulas con periquitos, a los que alimentaba con reverencia llamándoles “hermano”, esperando que uno de ellos fuese la reencarnación de Feng Xishan.

     Pasaron los meses y, quizá gracias a la aureola benéfica que el maestro Zhenyuan proyectaba sobre su discípulo, Luis empezó a escalar posiciones en la cocina de la penitenciaría de San Simón Libertador. Probablemente influyó en ello que la mayoría de compañeros de trabajo con cierta antigüedad sufriesen graves crisis de ansiedad que les obligaron a pedir el traslado o a solicitar bajas por larga enfermedad. Crisis que malas lenguas atribuían a las interminables disertaciones que el maestro Zhenyuan daba en la cocina para instruir a su discípulo.

“Pequeño Saltamontes, debes aprender de las enseñanzas del Coyote y el Correcaminos. El Coyote cree tener razón, y ni siquiera intenta dialogar con el Correcaminos. Usa una  violencia que cree justificada para intentar atraparle, y eso siempre le acaba yendo en contra. Por otro lado el Correcaminos nunca se detiene para intentar hacerse amigo suyo, sólo le saca la lengua y le da sustos, y esa actitud no contribuye para nada a que se entiendan.”

-Pero maestro, si el Correcaminos se detiene para intentar hablar con el Coyote, a lo mejor termina estofado en el horno.

“¿Quién sabe? ¿Y si el Coyote es vegetariano? Sabemos tan poco de los demás, y sin embargo les juzgamos con tanta rapidez…”

La beatitud que emanaba de ese anciano era absoluta. Nadie hubiese dicho que ese venerable monje estaba ahí encerrado por haber robado en tres casinos, cinco bingos y  dos administraciones de lotería en un intento desesperado por pertrechar un ejército que pudiera invadir el Tíbet y arrebatárselo a los chinos, de hecho a Luis le costó creerlo, tuvieron que enseñarle los recortes de periódico donde posaba entre los dos miembros de la Benemérita que lo detuvieron, llevando la máscara de Batman que había usado en sus atracos.

      Pero, lamentablemente, no podemos extendernos hablando de este monje singular porque ello le quitaría protagonismo –de hecho ya se lo está quitando- al auténtico protagonista de esta historia, que es Luis Roca, si no este relato no llevaría por título El cocinero de libros sino otra cosa, algo así como El monje rebelde o El lama del trullo. De modo que volveremos a las duchas para continuar este relato unos minutos después del fatídico resbalón, justo cuando el monje estaba pronunciando sus últimas palabras:

“… un capullo que es la admiración del mundo”.  Y acto seguido, expiró.

 Para Luis el impacto fue muy doloroso, y desatendió el curso de acceso a la universidad que seguía por internet, al que se había matriculado por consejo de su maestro – “la mente necesita saber como el pájaro necesita volar” le dijo en cierta ocasión, mientras le ayudaba a desplumar unas perdices-.

    Con lágrimas en los ojos, Luis liberó a todos los periquitos que el difunto monje había mantenido en su celda, y se percató de que uno de ellos en verdad era la reencarnación del lama Feng Xishan, porque había dibujado un mandala con sus cacas en el suelo de la jaula. Dejó de guisar con las recetas mágicas de su maestro y durante un mes sólo sirvió calamares en su tinta y arroz negro, en señal de luto, hasta que el número creciente de afecciones digestivas que sufrían los presos le hizo recapacitar.

      Cuando parecía que todo iba a volver a la normalidad, cierto día le vino a buscar el alcaide en persona y se lo llevó a su despacho, donde Li Xuanzong, un monje tibetano muy viejo, le esperaba leyendo un Mortadelo, muerto de risa. El monje le contó que el maestro Gao Zhenyuan había querido darle en herencia un bien muy preciado y le tendió una carpeta de cuero llena de documentos legales. A continuación pidió permiso para llevarse el Mortadelo y se fue levitando por la ventana, tan feliz, sin dar tiempo a que Luis le hiciese una sola pregunta.

    Esa misma tarde Luis Roca, siguiendo las instrucciones que se encontraban en la carpeta, entraba en un almacén sucio, oscuro y polvoriento dispuesto a tomar posesión de su herencia. Quién sabe lo que esperaba encontrar, quizá joyas, o mapas de tesoros escondidos, o libros llenos de sabiduría oriental… Pero lo único que encontró fueron cientos de cajas con hojas de papel en blanco. Un papel fino, de tacto muy suave, que parecía papel de arroz. Inicialmente se sintió decepcionado, pero luego pensó que podría usar ese papel para sacar por impresora todo lo que le enviaban por internet los profesores del curso de acceso a la universidad. Y puede que hubiese suficiente papel como para cursar a distancia incluso una carrera universitaria entera. “Con este regalo mi maestro me envía un último mensaje:” –pensó Luis- “me invita a seguir con mis estudios y a no desfallecer.”

    A partir de ese día Luis empezó a gozar de una alegría y una paz interior que transmitía a los platos que preparaba para los presos de San Simón Libertador, hasta tal punto que mientras hacían la digestión se pedían entre ellos las cosas por favor, echaban flores al paso de los carceleros y pedían ver Heidi en la televisión. Llevó las combinaciones de especies e ingredientes que le había enseñado su maestro hasta el máximo refinamiento y su fama empezó a extenderse de tal modo que los visitantes les pasaban a escondidas fiambreras y tupperware a los presos, rogándoles que los llenaran con la comida que cocinaba Luis. El alcaide vio en ello una ocasión única y abrió el comedor de la penitenciaría como restaurante para cenas, servidas por los presos que gozaban del régimen de tercer grado -a los que atavió con un gorro y un uniforme a rayas típicamente carcelarios, cuyo diseño encargó a un modisto italiano- y frecuentado por la clase alta más chic y más snob de la ciudad. Al principio Luis estuvo en contra de dicha iniciativa, pero  el alcaide le convenció diciéndole que con los beneficios del restaurante –que serían muy elevados, dados los precios prohibitivos que estaban dispuestos a pagar los clientes para poder decir que habían cenado ahí- iban a ampliar la enfermería y la biblioteca. Y que por su puesto, los presos que trabajasen en él cobrarían su sueldo y cotizarían en la Seguridad Social. Nada de eso fue cierto, pero Luis se lo creyó y aceptó colaborar en el negocio. Y fue precisamente el tiempo que le robó convertirse en el chef de ese restaurante, lo que provocó el acontecimiento que cambió su vida.

  Dicho acontecimiento se produjo un día en el que Luis, al tiempo que cocinaba para los presos, estudiaba simultáneamente un dosier sobre el Siglo de Oro español y otro dosier sobre las fórmulas fundamentales de la Trigonometría plana. Se los habían mandado por internet los profesores del curso de acceso a la universidad, los había imprimido en el papel que heredó del maestro Zhenyuan, y estaba preocupado porque en pocos días tenía que examinarse de ambos temas. Y como entre cocinar para los presos y cocinar para los clientes del restaurante, no encontraba el momento para estudiar, se había traído el temario al trabajo. El momento crucial llegó cuando Luis, antes de ausentarse para ir la lavabo, le dijo a Agapito, el pinche:

  • Echa las hojas de laurel en la sopa.

Agapito, que trabajaba en la cocina desde hacía sólo dos días y estaba bastante sordo, entendió “Echa las hojas de papel en la sopa”. Y como le habían contado que Luis tenía recetas muy raras y usaba ingredientes extrañísimos, pensó que se trataba de uno de sus inventos culinarios y echó en la olla el Siglo de Oro español y las fórmulas fundamentales de la Trigonometría plana. Cuando Luis volvió intentó reparar el desastre sacando las hojas de papel, pero ya no había rastro de ellas, al parecer se habían disuelto en la sopa. No había tiempo para preparar otra olla, así que Luis probó un sorbo del caldo para comprobar el sabor, y no le pareció distinto al habitual: la misma sopa de verduras con sabor a pato a la naranja de siempre. De modo que la mandó servir y decidió olvidarse del incidente, ya volvería a imprimir los dos temas en casa.

    Pero al poco rato se armó un revuelo en el comedor que le impediría olvidarse del incidente, porque Al Panpán y Albino Vino, los dos asesinos más peligrosos que cumplían pena en San Simón Libertador, después de ingerir unas cuantas cucharadas de sopa se pusieron de pie y empezaron a recitar. Concretamente, Al Panpán empezó a hablar sobre el culteranismo de Góngora y el conceptismo de Quevedo, y Albino Vino empezó a explicar el teorema de los cosenos. Y eso sólo fue el principio, porque a los dos asesino siguieron, uno a uno, todos los demás presos, hasta que el comedor de la penitenciaría de San Simón Libertador se convirtió en un guirigay donde unos recitaban fragmentos de obras del Siglo de Oro y otros argumentaban los teoremas de la Trigonometría Plana. Era inexplicable. Mustafá Ibn Yussuf, por ejemplo, que estaba en la penitenciaría cumpliendo pena por haber aparcado su patera en doble fila y apenas sabía tres palabras en español, declamaba La vida es sueño. Y Javier Tontolculo, apodado así por los demás reos porque para sumar 2+0 pedía la calculadora, discutía con su compañero de celda intentándole convencer de que los lados de un triángulo plano son proporcionales a los senos de sus ángulos opuestos.

     Luis fue el único que pudo comprender, a pesar de sus reticencias a aceptarlo, lo que sucedía: los conocimientos que estaban escritos en las hojas de papel del maestro Zhenyuan se habían trasmitido a los presos a través de la sopa.  Entonces tuvo verdadera conciencia de la importancia de lo que su difunto maestro le había legado. Y decidió usar esas hojas para hacer el bien.

     Luis empezó a imprimir con ellas manuales, tratados, ensayos, novelas, obras teatrales, poesía, libros de texto para escolares, cuadernos de caligrafía… Instaló en su casa una pequeña prensa manual y, después de algunas semanas de pruebas, creó las pastillas de libro concentrado que le hicieron rico y famoso. Primero las ensayó en la penitenciaría y consiguió que en pocos meses todos los presos se licenciasen en carreras como Derecho, Filología Hispánica, Historia Contemporánea, Filosofía, Física Cuántica, Medicina o Ingeniería Nuclear. Inicialmente también estuvo dispuesto a usar sus pastillas para ampliar el nivel cultural de los clientes del restaurante nocturno, que Luis, después de unas cuantas conversaciones con ellos, sabía muy bajo –aunque bien disimulado bajo un barniz de snobismo o de glamour, según el caso-. Pero cuando uno de los presos que trabajaban como camareros le confesó que el alcaide no les pagaba, y que se quedaba todos los beneficios y los ingresaba en paraísos fiscales, se enfadó mucho y decidió usar las pastillas para boicotear el restaurante. Así que en una noche hizo una sopa con todos los tratados de Ética, esperando que tras su ingestión los clientes se avergonzaran de haber colaborado con semejante negocio y no volvieran más. Pero las reacciones que provocó su sopa desbordaron las previsiones de Luis: Esa misma noche todos los clientes confesaron sus infidelidades a sus respectivas parejas, escribieron cartas a Hacienda informando de sus evasiones fiscales y de sus ingresos en negro, algunos de ellos se suicidaron, otros ingresaron en conventos y el resto se entregó a la policía.

   El alcaide tuvo que cerrar el restaurante, pero no pudo tomar represalias contra Luis porque pronto se convirtió en el Hombre del Año gracias a su invento, que empezó a fabricar en cadena y a vender a quien se lo pidiese. Parecía que el mundo iba a cambiar, la cultura  y el saber se convirtieron en valores muy apreciados por la opinión pública, mucha gente dejó de ligar en pubs y discotecas y empezó a ligar en bibliotecas y librerías, los famosos de las revistas del corazón aprendieron a escribir correctamente Shakespeare y Goethe, y cuando iban a los programas de la tele ya no se insultaban por si se habían acostado con uno o con otra, sino por el libro que estaba leyendo. Muchos adolescentes dejaron de consumir alcohol en la vía pública los fines de semana, que sustituían por conversaciones sobre libros tipo “A mí me raya que al final Romeo y Julieta palmen. Molaría más que pasaran de sus viejos y se lo montaran en su keli.” “Ya te digo. ¿Pero y de dónde sacarían la pasta? Que el curro está muy chungo, tronco”. Por si fuera poco, los políticos aprendieron a situar en el mapa todas las capitales de provincia y muchos escritores acudieron a Luis para editar sus obras en pastilla de libro concentrado.

    Luis, animado por el éxito, viajó al monasterio budista del monje Li Xuanzong, el viejo lama que le había entregado la carpeta con los documentos de la herencia del maestro Zhenyuan, e intentó negociar con él la entrega de varias toneladas al mes del papel mágico. El monje Li Xuanzong le escuchó con amabilidad, le miró con inmensa beatitud, le sonrió irradiando paz interior, y le dijo: “Ni de coña”. A Luis esa respuesta le desconcertó.

-Piense en todo el bien que podemos hacer con este descubrimiento.

Y a continuación Luis le hizo una larga exposición sobre las múltiples posibilidades que tenían las pastillas de libro concentrado para mejorar el mundo. El monje Li Xuanzong le escuchó con amabilidad, le miró con inmensa beatitud, le sonrió irradiando paz interior, y le dijo:

“Si dotas a la vaca de alas, no sabrá volar con ellas. Y obligarás a los de abajo a llevar paraguas para protegerse de sus cacas. La sabiduría se adquiere con el poso del tiempo y el trabajo, no en lo que tarda un estómago en digerir una sopa.”

  Ante esa negativa tan bien argumentada, Luis echó mano de su último recurso:

– Si firmamos ese contrato le proporcionaré todos los Mortadelos publicados hasta hoy.

 El monje Li Xuanzong le escuchó con amabilidad, le miró con inmensa beatitud, le sonrió irradiando paz interior, y una hora más tarde Luis regresaba a su casa en avión con el contrato firmado.

     Pero las pastillas de libro concentrado  pronto se vieron envueltas en la polémica: el número de alumnos de Instituto que sustituían el estudio por menús a base de caldo de libro de texto concentrado, era creciente; y ello ponía en peligro los puestos de trabajo de miles de profesores. Algo parecido sucedía en las universidades, donde el tráfico de pastillas de libro concentrado sustituyó a todos los demás. Algunas bibliotecas y muchas librerías empezaron a cerrar en beneficio de los restaurantes donde se cocinaba con las pastillas. En los barrios conflictivos –donde las pastillas de libros concentrados se habían introducido para incentivar la lectura- había peleas a muerte entre bandas callejeras porque unos decían que el libro que ellos estaban leyendo era mucho mejor que la mierda de libro que estaban leyendo los otros. Los traductores cada vez tenían menos trabajo, porque los lectores se hacían caldos de diccionarios de lenguas extranjeras para poder leer los libros en el idioma original. Por no hablar de lo molesto que les resultaba a muchos que los presidiarios de San Simón Libertador tuviesen un nivel cultural superior al de algunos ministros y ministras de cultura que había tenido el país.

  Sin embargo, todo lo descrito no habría alterado el orden público y la convivencia si ciertos sectores influyentes de la política y la economía mundial no se hubiesen inquietado, porque algunos gobiernos e innumerables misioneros y voluntarios de Organizaciones No Gubernamentales estaban proporcionando formación cultural y técnica a decenas de miles de ciudadanos del Tercer Mundo a través de las pastillas de libro concentrado. Echaron sus cálculos y llegaron a la conclusión de que, si lo consentían, en diez años los países subdesarrollados osarían crear sus propias infraestructuras industriales y de transporte sin contar con Occidente, y quizá hasta se atreverían a poner condiciones para el pago de su deuda externa. Había que hacer algo para evitarlo, y así fue como en las altas esferas idearon un plan en tres fases:

    En la primera fase, neutralizarían a los cuatro discípulos que Luis consiguió formar en la cárcel y que ya estaban en libertad, para evitar que se convirtieran en un símbolo para la plebe. En la segunda fase sabotearían las pastillas de libro concentrado para alterar el orden público y la convivencia, y en la última fase se aislaría y se acorralaría a Luis para hacerle desistir –preferiblemente por las buenas- de seguir fabricando las pastillas.

     El pistoletazo de salida se produjo en la Facultad de Física de la Universidad de Harvard, donde Albino Vino, una vez cumplió pena, había conseguido una plaza de Catedrático en Física Cuántica. Un agente disfrazado de ardilla entró por la ventana del comedor y le echó en la sopa una pastilla que contenía el libro Técnicas infalibles para combatir el insomnio, y después de comer se quedó dormido y ya nadie pudo despertarlo. Simultáneamente otro agente disfrazado de mosca echó en la crema de espárragos de Al Panpán -que una vez cumplió pena fue contratado para traducir la obra completa de Lope de Vega al vietnamita- una pastilla que contenía la Declaración Universal de los derechos humanos, y mientras Al Panpán se comía la crema le entró un ataque de risa imparable y murió atragantado. El siguiente en la lista fue Mustafá Ibn Yussuf que, tras salir de la penitenciaría de San Simón Libertador, se disponía a exponer su tesis doctoral sobre las influencias de la literatura palestina en la literatura judía contemporánea: un agente del Mossad israelí disfrazado de servilleta se dejó caer junto a la cazuela donde hervía su cuscús y echó en el interior una pastilla que contenía la Crónica detallada de las actividades de la Inquisición. El impacto fue demasiado fuerte, y a las dos cucharadas Mustafá Ibn Yussuf cayó de bruces sobre el plato de cuscús. El último de la lista fue Javier Tontolculo, que una vez salió de la cárcel se había empeñado en cruzar genéticamente la oveja y el caracol con la intención de crear una especie ovina que pudiese refugiarse en su concha para protegerse de las inclemencias climáticas, y evitar así tener que llevarla cada noche a su redil. Un agente disfrazado de morcilla le echó en el cocido una pastilla que contenía la Enciclopedia Británica entera, convencido de que una cantidad tan grande de conocimientos desbordaría su capacidad craneal y le haría enloquecer. Pero a Javier Tontolculo lo que le provocó esa pastilla fue una gastroenteritis aguda que le hizo morir deshidratado. Al parecer el cuerpo de la víctima no pudo digerir una dosis tan alta de información, y había intentado eliminarla a la desesperada por vía digestiva.

    En la segunda fase se interceptaron varios de los cargamentos de pastillas de libro concentrado que Luis enviaba a sus clientes, y en su lugar se pusieron desde pastillas de caldo concentrado normal y corriente hasta pastillas de contenido pornográfico, pasando por pastillas de Boletín Oficial del Estado concentrado. Esperaban que los consumidores, cuando se percatasen del timo, intentaran linchar a Luis. Ciertamente hubo algunos escándalos, como el de los alumnos de un internado, que se hincharon a caldos de pastilla pornográfica y tuvieron que ser hospitalizados en estado catatónico. O el del Secretario General de las Naciones Unidas que, por haber ingerido una sopa de pastilla pornográfica, hizo en presencia del Papa un discurso defendiendo las relaciones sadomasoquistas y no se percató de lo que estaba diciendo hasta que tuvieron que asistir a Su Santidad con oxígeno.

    Pero, dejando de lado estos incidentes, se produjo una reacción contraria a la que esperaban los saboteadores. Porque las pastillas pornográficas despertaron el furor de las masas, y los restaurantes que cocinaban con ellas se llenaban. Se vendían en los sex-shops e incluso los supermercados llegaron a crear secciones para adultos para facilitar su compra. Y a pesar que Luis repetía una y otra vez que él no tenía nada que ver con esas pastillas, nadie le creyó y su popularidad creció como la espuma, hasta el punto que cuando se agotó la remesa los médicos estaban a punto de pedir a la Seguridad Social que fuesen incluidas como medicamentos contra la apatía sexual.

     Por lo que se refiere a las pastillas de Boletín Oficial del Estado concentrado, dejando aparte que tuvieron mucho éxito como broma de mal gusto para suegras, despertaron furor entre muchos funcionarios, bibliotecarios, comisiones de estudio, opositores y solicitantes de becas y de subvenciones, porque gracias a ellas se ahorraban la tortura de tener que leerlos de principio a fin buscando la información que necesitaban. Pero lo más desconcertante para los saboteadores fue que, debido a su ingestión, los ciudadanos estaban mucho más al corriente de lo que se aprobaba en el Congreso, en el Senado y en los Consejos de Ministros, y ello hizo mucho más difícil la gobernabilidad del país.

    A ello se sumó que las pastillas de caldo normal y corriente vendidas como pastillas de libro concentrado no levantaron ninguna queja, porque sus consumidores no se atrevieron a reconocer públicamente que tras ingerirlas no habían aprendido nada, por miedo a ser tachados de tontos. De modo que los conspiradores reconocieron su fracaso, forzaron algunas dimisiones entre sus subordinados para exculparse, y centraron todas sus iras en Luis, el objetivo a neutralizar en la tercera fase.

     Pero apenas tuvieron que hacer nada porque Luis, que a causa de sus pastillas ya se había ganado la enemistad de las bibliotecas y librerías que habían tenido que cerrar, de profesores de instituto y de universidad,  de los traductores y de los familiares de jóvenes heridos en reyertas causadas por los libros, se ganó nuevos enemigos sin ayuda de los conspiradores:

     Varias cadenas de comida rápida le hicieron suculentas ofertas para que les proporcionase la receta de sus pastillas, con la intención de hacer hamburguesas con la literatura específica de cada país en el que tenían abiertas sucursales. Luis declinó sus propuestas por miedo a que no usaran las pastillas con buenos fines y las cadenas, molestas, empezaron a estudiar la posibilidad de aplicarle leyes antimonopolio.

     También se dio el caso de gente de conducta intachable pero de pocos recursos, que delinquía para ser encarcelada en San Simón Libertador y así poder disfrutar de los platos de Luis, al tiempo que se sacaban alguna carrera universitaria. Pero después de lo sucedido con Mustafá Ibn Yussuf, Javier Tontolculo, Al Panpán y Albino Vino, Luis se resistía a condimentar las comidas con pastillas de libro concentrado por temor a poner a los presos en peligro una vez saliesen a la calle, y ello empezó a provocar motines cada vez más difíciles de sofocar, ganándose la enemistad de presos y funcionarios de la prisión a los que hasta ese momento había considerado amigos suyos. Toda esa crispación fue haciendo mella poco a poco en el carácter de Luis, hasta que un día, aprovechando que se había terminado la última remesa de papel mágico que regularmente le enviaban los monjes tibetanos, nuestro protagonista decidió dejar de fabricar las pastillas. Dejó su trabajo como Jefe de cocina de San Simón Libertador, se rapó la cabeza, compró los últimos ejemplares de Mortadelo y Filemón que habían salido al mercado y cogió un avión para ir al encuentro del viejo lama Li Xuanzong.

      Una vez ahí los monjes, que sabían por lo que había pasado, le acogieron como uno más y le nombraron su cocinero. En uno de sus paseos por el monasterio se encontró con que aquel periquito que había resultado ser la reencarnación del lama Feng Xishan, al que su maestro Gao Zhenyuan había cuidado en la penitenciaría y al que él mismo liberó tras su muerte, impartía lecciones a los novicios posado sobre las astas de un ciervo. Luis se emocionó con el reencuentro, y decidió cuidar del periquito en recuerdo de su bien amado maestro Zhenyuan. Salió al patio para solicitar el debido permiso al viejo lama Li Xuanzong, que estaba debajo de un cerezo en flor leyendo las últimas aventuras de Mortadelo y Filemón.

 El monje le escuchó con amabilidad, le miró con inmensa beatitud, le sonrió irradiando paz interior, y le dijo: “no sólo te concedo que cuides del maestro Feng Xishan en su nueva forma de vida, sino también del ciervo, pues es la reencarnación de tu maestro Gao Zhenyuan.”

   La alegría de Luis fue tal que irrumpió en el aula interrumpiendo la clase del periquito y abrazó al ciervo llorando de alegría y susurrando “maestro, os he echado tanto de menos…”, y el ciervo le lamió la cara. El viejo lama Li Xuanzong, que asistió emocionado a la escena, aprovechó las circunstancias para dar un sabio consejo a los novicios, que nosotros utilizaremos para cerrar esta historia:

“Aprended de las enseñanzas de Mortadelo y Filemón. El Doctor Bacterio, queriendo mejorar el mundo, inventa cosas que sólo causan problemas. Pero aún así, como sólo actúa pensando en hacer el bien, es tenido en alta estima por El Super.”

EL ANDAMIO

 Valoración: ****

Crítica. Esta obra al aire libre de la que, no se sabe bien por qué, no se ha hecho ninguna publicidad en el marco del Festival Internacional de Teatro que estos días se celebra en nuestra ciudad, constituye por su fuerza dramática y por su planteamiento estético una propuesta escénica interesante y arriesgada. El espectador de teatro –en esta ocasión convertido en paseante a secas- se encuentra de repente y sin previo aviso con un andamio poblado de peones de diversos orígenes étnicos que, en medio de un guirigay de canciones canturreadas al unísono y en distintas lenguas, hacen ascender una pared ladrillo a ladrillo. Canciones que no ocultan la influencia de Kurt Weill, que tantos éxitos cosechó para el teatro proletario del gran Bertold Brecht. De hecho la puesta en escena, con multitud de efectos distanciadores como la malla metálica que impide al público acercarse al andamio, constituye en sí misma un sincero homenaje al director alemán, así como al teatro político de Piscator y al teatro pobre de Jerzy Grotowski.

        Nada sabemos de la Compañía, Constructora Twintowers S.A., que firma el proyecto en un lacónico cartel en el que tan sólo figura la lista de entidades colaboradoras, así como los nombres del director y del escenógrafo, que –suponemos que en complicidad con el espectáculo- constan como arquitecto y constructor respectivamente.

  La escenografía está muy lograda –el andamio transmite una sensación de fragilidad y la impresión de que en cualquier momento puede caerse-; la iluminación, con esa luz tan mediterránea y ese sol abrasador que cae como una losa sobre los intérpretes, está tan bien diseñada que parece natural; el vestuario está cuidadísimo hasta el más mínimo detalle –cascos, camisetas sudadas, prendas supuestamente manchadas y rasgadas por el trajín y el ir y venir de los personajes- … Todo se une en un conjunto armónico que se deja ver con gusto.

   Sin embargo, hay algunos desaciertos en la misma elección del espacio, como la falta de asientos que permitan al espectador una visión cómoda y prolongada –algunos de ellos, especialmente jubilados, tuvieron que pedir prestadas sillas plegables a los vecinos del lugar-. También es muy cuestionable la duración del espectáculo: ocho horas interrumpidas tan sólo por un descanso de una hora para comer –durante el cual los actores no abandonan el escenario, sacan bocadillos, cervezas, refrescos y tetra-briks de vino y lo engullen todo con avidez y una naturalidad pasmosa-. Aunque un espectador jubilado (que al parecer ya ha visto El andamio varias veces) nos comenta al finalizar que la obra a veces llega a durar hasta diez y doce horas.

También hay cierta sobreactuación de los actores, que sudan con exceso y sueltan improperios con demasiada facilidad creyendo que así ilustran mejor el cansancio de sus personajes. Sobreactuación que raya la desmesura cuando uno de ellos gesticula, fingiendo resbalar del andamio, y cae al vacío rebotando de forma contundente en el suelo, antes de quedarse yaciendo en él hasta el final de la obra (aunque por la posición que adopta en el suelo, quizá más que de un actor, se trate de un contorsionista). Pero también hay que hacerle justicia a ese momento y reconocer que el público se queda muy impresionado, llegando a gritar incluso.

   Apoteósica y llena de dramatismo la llegada de la ambulancia y el conjunto de movimientos escénicos aparentemente caóticos de los distintos personajes del andamio, socorriendo a su compañero e introduciéndolo en el interior del vehículo. El hecho de que el espectáculo termine con la marcha de la ambulancia nos remite una vez más a los finales abiertos de las obras de Brecht, en las que es el espectador quien tiene la última palabra. En nuestro caso, nos quedamos con la duda y no sabemos si el personaje finalmente sobrevive o muere.

Termino de escribir estas líneas y la Dirección del Festival aún no ha sabido darme una explicación respecto a la nula publicidad que le ha hecho a El andamio, cuya existencia al parecer ha pasado por alto a la organización. Sea como sea, por su calidad y sus características es fácil que esta obra se mantenga en nuestra cartelera muchos meses, puede que incluso años. No se la pierdan.

LOS VERSOS LIBRES

Podríamos empezar este relato justo cuando Mónica Soneto Quintilla perdió su sombra. Sin embargo, para poder comprender el por qué y la magnitud de semejante fenómeno, debemos remontarnos al día en que despertó a las tres de la tarde en su casa, rodeada de amigos tras una fiesta nocturna que había terminado a las tantas de la madrugada. Había más de doce personas durmiendo desperdigadas por toda la casa, 6 de ellas en la propia habitación de Mónica Soneto Quintilla -que en esas ocasiones siempre se acababa transformando en una versión personalizada del camarote de los Hermanos Marx- y otras 6 en el sofá del comedor, conocido en todo el barrio por su comodidad y su amplitud.

    Lo cierto es que, a excepción de nuestra protagonista, todos durmieron hasta las cinco de la tarde. El agudo lector (o lectora) de estas líneas se preguntará por qué esas dos horas de diferencia de sueño entre la anfitriona y sus doce invitados. La respuesta deberíamos encontrarla durante la noche anterior, en el garito “La oveja negra”, cuando el camarero les puso a todos por error hojas de gingseng rojo en el mojito en lugar de hierbabuena. A Mónica le pareció que se trataba de un error, pero como siempre le daba vergüenza preguntar tanto a los dependientes de las tiendas como a los camareros, prefirió dejar las cosas como estaban y todo el mundo ingirió el mojito en cuestión. El efecto fue demoledor: a las 4 de la madrugada nadie podía dormir y todos en casa de Mónica tenían los ojos como platos así que ella, siempre pendiente del bienestar de sus amigos, fue uno por uno cantándoles una nana e incluso le contó un cuento a su amigo Pedro, hasta que todos se quedaron dormidos. Y lo hizo con tanto cuidado y dedicación que sus invitados durmieron como no lo hacían desde su más tierna infancia.

   De ahí, pues, esa diferencia de dos horas entre el sueño de Mónica Soneto Quintilla y sus amigos.

   Dos horas que ella utilizó sentándose ante el ordenador del despacho -imposible escribir en el suyo puesto que en la mesa de su habitación dormían plácidamente sus amigos Pablo y Alby- para escribir un nuevo poema con la intención de colgarlo en su blog, donde todos sus silencios se transformaban en palabras y donde su “yo” más profundo e inextricable intentaba explicarse y comprenderse a sí mismo. Y cuando empezaban a despertarse y a desperezarse los primeros invitados, Mónica Soneto Quintilla le estaba dando a la tecla “enter” para colgar su nuevo poema en su blog:

“Sonrío porque respiro amor,
respiro amor cuando los niños juegan en el patio,
respiro amor cuando me miras a través de un cristal
que no es una pantalla,
respiro amor cuando comparto una cerveza con vosotros,
respiro amor cuando al mirar al cielo, los balcones están llenos de macetas,
respiro amor cuando los vecinos paralizan la obra,
respiro amor cuando dos, o tres, o más se besan,
respiro amor cuando se ríe mi abuela,
respiro amor cuando te quitas la ropa,
respiro amor cuando mi madre me hace la cena,
aunque no me guste el plato,
respiro amor cuando me escapo antes del trabajo,
respiro amor cuando esa chica me mira en el metro,
respiro amor cuando se llenan las plazas,
respiro amor cuando a nadie le suenan las tripas,
respiro amor cuando te veo dormir,
respiro amor cuando la gente no gira la vista ante un problema.

Y ¡joder! ¿Por qué no hacen ambientadores con olor a estas cosas
para que al menos cuando los dispensadores nos den un susto de muerte,
respiremos un poco de amor
y no esa peste a flores de plástico enlatadas?”

-¿Qué haces? -preguntó una voz detrás de ella.

   Era su amiga Ana.

-Nada, estaba en Facebook. ¿Has dormido bien?

Era otro rasgo curioso de la personalidad de Mónica Soneto Quintilla: todo el mundo sabía que escribía de su puño y letra poemas, pensamientos, experiencias, reflexiones en sus libretas, que a menudo llevaba encima -la noche anterior, por ejemplo, le había llamado la atención un gatito callejero que jugaba con los cordones del zapato de un mendigo que dormía en un portal, y se había pasado hora y media escribiendo sobre ello en su libreta mientras sus amigos charlaban y se tomaban cervezas-. Sin embargo ella no siempre les dejaba leer lo que escribía en esas libretas, había días en que no tenía ningún problema y dejaba que sus amigos se la pasaran unos a otros, pero en cambio en otras ocasiones se mostraba hermética como la caja fuerte de un banco.

    Y Ana, que sabía cómo era su amiga, se encogió de hombros respetando la excusa que le dio para eludir contar la verdad y dijo:

-Vente al salón, estamos todos ahí.

    Mónica apagó el ordenador y la siguió hasta el salón donde sus amigos, legañosos y aún medio dormidos pero llenos de ilusión, la esperaban para darle el regalo de su vigésimo cuarto cumpleaños: una bonita guitarra acústica para que con ella tocara sus canciones preferidas (para Mónica Soneto Quintilla cada momento vital de su existencia tenía su canción); y también para que compusiera con ella esas canciones tan suyas que bebían a su vez de otros cantautores, como Lantana o Marwan.

 Mónica les dio las gracias a todos a su manera. Es decir: muy emocionada por dentro pero sin aparentarlo por fuera, o aparentándolo sólo con una amplia sonrisa y unos ojos resplandecientes como soles, que iluminaron toda la estancia. Los que la conocían ya tuvieron suficiente con eso, sabían que ésa era su forma de expresarles su afecto y su gratitud.

-Y a ver si con esto te animas un día a dar un concierto con tus canciones, o un recital con tus poemas- le dijo su amiga Ainoha, que había venido expresamente desde Blanes para celebrar su cumpleaños.- Y así te haces famosa y te puedes ir a vivir a ese ático de Lavapiés que tanto te gusta.-añadió riendo.

-No me siento todavía preparada. Me da corte, qué queréis que os diga.

Todos esperaban esa respuesta, porque ya se la había dado otras veces.

-No has cambiado tanto desde que eras pequeña.- Le dijo Alby, su amiga de la infancia, riendo-. Puede que no seas tan inocente como entonces, pero sigues siendo igual de vergonzosa.

Todos pensaban que Mónica Soneto Quintilla estaba ya más que preparada para dar a conocer al mundo su rico universo poético y artístico. Todos lo pensaban menos ella. Aún así, sus amigos, confiados y pacientes,  esperaban poder llegar a ver a Mónica en un escenario antes de que les llegara la jubilación.

     Nos vamos acercando ya al momento en que Mónica Soneto Quintilla perdió su sombra, pero antes debemos hablar del día en que su vida dio un giro tan crucial como inesperado.  Todo empezó una días después de su cumpleaños, ya a principios de septiembre: Mónica estaba feliz después de tocar y cantar a voz en grito una de sus canciones favoritas, con la guitarra acústica que sus amigos le habían regalado. Estaba encerrada en su habitación, pero fuera podía oír a su madre trajinando en la cocina mientras hablaba por teléfono con su padre; y también podía oír a su hermano ensayando por enésima vez “Hell’s Bell” de los AC/DC en su guitarra eléctrica.  De repente se sintió muy afortunada por tener en su vida a tantas personas que la querían y la mantenían alejada de lo que más temía, más incluso que preguntar a camareros y dependientes: la soledad. Miró la guitarra que sujetaba, ésa que le habían regalado sus amigos días atrás y recordó “Respiro”, el poema que había colgado ese día en su blog. Pensó que describía muy bien lo que sentía en esos momentos, lo afortunada que era por tener a sus amigos, y decidió tener un detalle con ellos: imprimió todos los poemas que había escrito hasta entonces, dándoles un formato de pequeño pergamino enrollado, fue a la pastelería del barrio y les pidió que los metieran en pequeños huevos de chocolate, como si fuesen huevos kinder con sorpresa. Tenía intención de regalarle a cada amigo y amiga uno de esos huevos, y que el azar decidiese cuál de sus poemas caería en sus manos.

-No hacemos menos de 100 unidades, lo siento.- le dijeron en la pastelería.

  Mónica,  enfrentándose a su ancestral miedo a hablar con dependientes de tiendas, hizo un esfuerzo sobrehumano y le rogó que hiciera una excepción con ella, que formaba parte del sesenta por ciento de jóvenes en paro de esta mierda de país dirigido por el PP y que no le había dado tiempo ni de apuntarse el INEM, que necesitaba menos de cien unidades y que no podía permitirse el lujo de pagar lo que le costarían cien unidades sin romper el cerdito en el que guardaba lo que ahorraba trabajando en negro cuidando niños, porque ella no era como esos políticos corruptos que se enriquecen con sus chanchullos. El dependiente, tras escuchar atentamente sus argumentos, dijo:

-No hacemos menos de 100 unidades, lo siento.

Resignada a perder su batalla, Mónica Soneto Quintilla regresó a su casa, rompió el cerdito (que en su caso era una vaca, le gustaban más, pero no se lo había querido decir al pastelero para que no pensara que era un bicho raro), cogió sus ahorros y volvió a la pastelería para encargar los 100 huevos de chocolate en los que metería los poemas para sus amigos.

A los dos días le llamaron para decirle que ya estaban listos y fue a recogerlos.

-Te los hemos metido en una caja y la hemos llenado con virutas de madera para que estén más protegidos y no se rompan.

Mónica les agradeció lo que pensaba que era un detalle. Pero de detalle, nada. Tuvo que pagar cinco euros más. Pero pensó en la ilusión que les haría a sus amigos el regalo y eso la reconfortó.

    Al volver a casa llamó a sus amigos y los citó a todos en el bar “El Mono Amedio”, uno de los que más frecuentaban junto con “La Mona Lisa”, con la intención de mostrarles allí los huevos. Pero cuando estaba a punto de salir por la puerta con la caja…

-¿Adónde vas?- le preguntó desconcertada su madre, que vestía una camiseta verde con el eslogan “Escuela pública de tod@s para tod@s”- Me prometiste que me acompañarías a la manifestación contra los recortes del gobierno.

    Mónica Soneto recordó que era cierto y se quedó en la puerta, pensativa. Finalmente decidió ir con su madre a la manifestación. Y no sólo lo hizo porque su sensibilidad ante la injusticia y su carácter inconformista la mantenían en un constante combate contra la realidad, no. También lo hizo por su madre. Porque a pesar de que externamente su actitud pudiera parecer arisca con ella, la quería profundamente y en el fondo sabía que se parecían más de lo que realmente estaba dispuesta a admitir públicamente.

  Había mucha gente en el trayecto desde Cibeles a la Puerta del Sol. Había mucha indignación, mucha frustración por tantos ERES, tanta crisis, tantos desahucios, tanto paro y tantos rescates a los bancos. Y lo más inquietante de todo: también había muchos furgones policiales con antidisturbios esperando una  orden para cargar contra los manifestantes.

– Hoy nos han traído un nuevo tipo de munición antidisturbios que aún no ha sido probada.- les había dicho el inspector jefe en la Central antes de desplegarlos-. Si hay que disparar, seguid a rajatabla las instrucciones que vienen con ella.

    Mónica avanzaba junto a su madre y su abuela (que en el último momento también se había querido apuntar a la juerga. Feli no perdonaba que  a su hija le hubieran quitado las pagas extras.)  llevando consigo la caja con los cien huevos sorpresa, esperando ir al encuentro de sus amigos cuando terminara la manifestación. En un alarde de provocación, cuando ya estaba entregada a la protesta y no paraba de corear consignas anticapitalistas, antifinancieras y antitodo, propuso a su madre y a su abuela pasar ante los antidisturbios y sacarles la lengua. Su madre aceptó encantada. Su abuela, en cambio, dijo que ya estaba cansada y que se volvía a casa porque se estaba perdiendo “Sálvame”.

    Hubo un pequeño alboroto justo cuando pasaban junto a los antidisturbios, motivado por un pisotón involuntario que provocó una discusión entre varios manifestantes. A causa de él Mónica Soneto recibió un empujón accidental y la caja con los huevos sorpresa le cayó al suelo. Se agachó rápidamente a cogerla, pero la caja en cuestión empezó a recibir patadas involuntarias de los manifestantes que avanzaban por la Calle de Alcalá y empezó a dar tumbos de un lado a otro como si fuera la pelota de un futbolín. Mónica la persiguió, zigzagueando de aquí para allá como una loca, hasta que finalmente consiguió atraparla junto al furgón  número 8 de los antidisturbios.

   Cuando Mónica Soneto llegó a la Puerta del Sol con su madre la manifestación aún no había terminado, seguía subiendo gente  desde Cibeles, cada vez más enardecida, avanzando Calle Alcalá arriba. Pero Mónica no podía quedarse más tiempo y se despidió de su madre para ir al bar “El Mono Amedio” en busca de sus amigos. Su madre, al verse sola, también dio por finalizada su intervención en la manifestación y se fue a casa a fabricar jabones caseros.

-Os traigo una sorpresa. Quiero haceros a cada uno un regalo muy especial, en agradecimiento por ser tan buenas amigos y por haberme apoyado siempre.- les dijo Mónica a sus amigos cuando llegó al bar, haciéndose la misteriosa.

    Pero la sorpresa se la llevó ella al abrir la caja, porque en lugar de los 100 huevos de chocolate había… ¡balas de goma!

   Justo en ese momento se llevaron también una sorpresa los antidisturbios del furgón número 8, que había sido el único que había recibido la orden de cargar contra los manifestantes. Porque al abrir lo que creyeron que era la caja con la nueva munición de la que les había hablado el inspector jefe, se encontraron con huevos de chocolate. Se miraron entre ellos desconcertados. Pero si algo se les había inculcado durante todo su adiestramiento es a obedecer las órdenes ciegamente  y sin rechistar. Así que, tal como les habían indicado, buscaron en la caja las instrucciones para manejar esa nueva munición y al no encontrarlas volvieron a mirarse entre ellos,  se encogieron de hombros, cargaron sus escopetas y dispararon contra los manifestantes que gritaban demasiado alto y con demasiada vehemencia. Afortunadamente los nuevos proyectiles no les hicieron daño, pero sí se rompieron al impactar contra sus cuerpos, liberando los pequeños pergaminos con poemas que llevaban en su interior.

    El estupor y la sorpresa invadieron a los manifestantes, la noticia empezó a correr como la pólvora a lo largo de todo el recorrido, desde Cibeles a la Puerta del Sol:

– ¡Los antidisturbios nos lanzan poemas! ¿Será que se han puesto de nuestro lado?

   La manifestación se paró en seco y un murmullo creciente se apoderó de la calle. Todos miraban intrigados a los antidisturbios, intentando comprender el por qué de ese ataque con poemas.

-A mí me han dado con un poema de amor.- decía uno.

-A mí me han lanzado uno solidario.- decía otro.

-A mí me ha impactado un poema reivindicativo en la pierna.- decía otro de más allá.

   Por fin, una muchacha se armó de valor y se acercó hasta los antidisturbios del furgón número ocho con el poema que le habían lanzado y le preguntó al jefe de la unidad:

-¿Esto es de ustedes? Estaba en los proyectiles que nos han lanzado.

  El jefe de la unidad cogió el pequeño papel que la muchacha le ofrecía y lo primero que leyó fue: “Sonrío porque respiro amor”.

“Deben ser las instrucciones para manejar la nueva munición de las que nos hablaba el inspector jefe, y que al abrir la caja no hemos encontrado” -pensó el jefe de la unidad.

Y, aunque le parecieron las instrucciones más raras que había leído en su vida, pensó que como policía bien adiestrado debía obedecer sin rechistar y hacer lo que se le mandaba. Así que le sonrió a la muchacha para obedecer la primera parte de la frase.

“¿Pero qué diablos hago para respirar amor?”- pensó mientras mantenía su sonrisa de oreja a oreja.

   Y no se le ocurrió otra cosa que besar a la chica, le dio un largo y profundo beso aspirando su cálido aliento pensando que así respiraba amor.

El resto de antidisturbios del furgón número ocho, viendo hacer eso a su jefe, pensaron que tenían que imitarlo y arremetieron a sonrisas y a besos contra todos los manifestantes que pillaban a su alrededor.

-“¡Ya habéis visto al jefe! ¡Hay que seguir las instrucciones!”- se gritaban entre ellos.

      La consigna llegó a oídos de los antidisturbios del resto de furgones y todos pensaron que los compañeros del furgón número ocho estaban obedeciendo órdenes que les habían transmitido directamente desde la Central así que, ni cortos ni perezosos, decidieron cargar también contra los manifestantes a base de sonrisas y besos (con o sin lengua,  según el sentido del deber de cada uno de los agentes).

    A través de fotos y vídeos grabados por espontáneos con los móviles, el acontecimiento empezó a correr por la ciudad y por todo el país. Aquella carga de los antidisturbios (si se le podía llamar así) era tan inusual que parecía más bien un happening organizado por una comuna hippie, y muchos de los manifestantes se dedicaron también a besar a los antidisturbios a diestro y siniestro sin reparar en razones de edad o de sexo.

   Al cabo de media hora, los antidisturbios habían abandonado la manifestación: Un grupo bastante nutrido de ellos, siguiendo las “instrucciones” que decían “respiro amor cuando los niños juegan en el patio”, se habían dirigido en bloque al colegio más cercano y se habían congregado ante las rejas del patio, esperando a que los niños salieron al recreo. Otros se fueron de copas con los manifestantes siguiendo las “instrucciones” que decían “respiro amor cuando comparto una cerveza con vosotros” y, finalmente, algunos se fueron de paseo por el barrio de las Letras mirando hacia arriba para seguir las “instrucciones” que decían “respiro amor cuando al mirar al cielo, los balcones están llenos de macetas”.

No sabemos qué habría pasado si la muchacha que desencadenó este suceso, en lugar de acercarse con el poema “Respiro”, se hubiese acercado al furgón número ocho con cualquier otro de los poemas de Mónica Soneto Quintilla que había en el interior de los 100 huevos de chocolate, como por ejemplo “Queda terminantemente prohibido”, que dice así:

El cuadro,
la rama,
la gota,
el hilo,
el pelo que estorba en su cara.

La luna en el cielo,
el teléfono que dice no,
la ropa en el tendedero,
el loco,
el ordenador que no funciona,
las casas de Cuenca.

Todos ellos pueden hacerlo pero yo no.

¿Habrían ido los antidisturbios al Museo del Prado, al Reina Sofía y al Thyssen a retirar todos los cuadros? ¿Les habrían cortado las ramas a los árboles del Retiro? ¿Habrían cortado el agua del Canal de Isabel II para prohibir la gota? ¿Habrían obligado a los manifestantes a desnudarse para así prohibir el hilo? ¿Habrían examinado uno por uno a todos los transeúntes de la Calle de Alcalá para apartarles un mechón de pelo en caso de que les estorbara en la cara? ¿Habrían arrasado Cuenca?

   Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que Mónica Soneto Quintilla, sentada con sus amigos en el bar “El Mono Amedio”, observaba con los ojos abiertos como platos las noticias que la televisión emitía en directo desde el lugar de los hechos. Y sus amigos empezaron a bombardearla a preguntas

¿Qué te pasa, Moni? ¿Por qué te has puesto pálida? ¿Y qué son estas pelotas de goma que has traído? ¿Nos has convocado aquí para darnos esto? ¿Por qué miras las noticias como si estuvieran retransmitiendo en directo el fin del mundo?

Incapaz de ocultarles la verdad, Mónica Soneto les confesó que todo eso que contaban en la tele lo había provocado ella, al confundir la caja con balas de goma de los antidisturbios con su caja de huevos de chocolate rellenos de poemas suyos, que pensaba regalarles a ellos.

-¡La he liado parda!-dijo, hecha un manojo de nervios y riendo como una hiena de pura histeria.

Y efectivamente, así fue. Porque la noticia dio la vuelta al mundo y en las redes sociales surgió un movimiento de protesta con la consigna “¡Respira amor!” en todas las lenguas y a lo largo y ancho del planeta. Los antidisturbios que habían cargado en la manifestación con sonrisas y besos fueron sancionados y el gobierno se esforzó por culpar de lo sucedido a un boicoteador anónimo al que se perseguiría con todos los medios del Estado hasta conocer su identidad y sobre el que caería todo el peso de la ley.

   Pero, lejos de amilanar a las masas, la amenaza gubernamental las enardeció más que nunca: las redes sociales se llenaron pidiendo al que ellos consideraban su héroe que se diera a conocer, las calles se llenaron de pintadas y grafitis con la consigna “¡Respira amor!”. Incluso Pablo Iglesias invitó al desconocido o desconocida a dar la cara y liderar junto con él “Podemos”.

Los amigos de Mónica Soneto Quintilla se sentían orgullosos de ella y le pidieron que proclamara ante el mundo que ella era la persona que había provocado toda esa agitación a escala mundial. Pero Mónica, llevada por su ancestral timidez, no sólo se negó a cumplir sus demandas sino que les imploró que no la delataran.

-No sabría cómo manejar esa fama, me daría mucha vergüenza tener a tantos millones de personas pendientes de mí. Quiero llevar una vida anónima así que, por favor, si de verdad me queréis no hagáis ni digáis nada que pueda llevarles hasta mí.

    La petición de Mónica Soneto Quintilla fue tan sentida que casi ninguno de sus amigos se atrevió a contradecirla. Pero no todos estaban dispuestos a dar su brazo a torcer tan fácilmente.

-Nos conocemos desde pequeñas y prácticamente hemos construido nuestra vida juntas.- le dijo Alby.- Nuestros recuerdos son los mismos, a veces hasta nos inventábamos cosas que nos llegábamos a creer. Nos han dado vergüenza las mismas cosas, hemos tenido miedo a las mismas cosas, nos hemos reído de lo mismo, hasta de lo malo. Pero si fuiste capaz de hacerme disfrazar de Rosa de España, ahora tienes que dejar que yo te quiera disfrazar de ti misma ante el mundo.

-¡Pero si sabes que me da vergüenza hasta poner una reclamación y que tú lo tienes que hacer por mí! – contestó Mónica- ¡Si aquella vez que tiramos un huevo por la ventana me asusté tanto que pensé que me meterían en un internado! ¡Imagínate cómo me siento ahora!

– Lo que escribes es fruto de tu gran sensibilidad por las cosas y las personas que te rodean.- Le dijo su amigo Pablo-  ¿Qué tiene de malo compartirlo con el resto del mundo para que te conozca?

-¿Y si eso me causa problemas? – le replicó Mónica-. Ya sabes lo que pienso, si algo puede ir mal, irá mal, conmigo la Ley de Murphy casi siempre se cumple.

-Estás enganchada  a las redes sociales, no las dejas ni un momento-. Le dijo su amigo Pedro-. Tienes mucha actividad en ellas y continuamente estás contestando a los comentarios que te escriben. Con lo reivindicativa que eres, deberías alegrarte de haber provocado esta agitación social.

– Pero ya sabes que en el cara a cara puedo llegar a ser muy retraída.- le dijo Mónica.- Me alegro de lo que he provocado sin pretenderlo, pero prefiero seguir en el anonimato.

– Necesitas estar siempre en un cambio constante,- Le dijo su amiga Ainoha por teléfono desde Blanes- eso te hace crecer, evolucionar, aprender, descubrir. Dándote a conocer, tendrás ocasión de hacer todo eso. ¡Y de paso le darás un disgusto a Esperanza Aguirre!

-Pero también sabes que medito mucho mis actos y no suelo dejar que las cosas se me escapen de las manos, que es lo que pasaría si digo que yo soy quien escribió esos poemas que había en los huevos de chocolate- le replicó Mónica desde el otro lado de la línea.

Finalmente Alby, Pablo, Ainoha y Pedro, aunque no la compartían, acabaron por respetar su decisión. Si Mónica aceptaba a sus amigos tal como eran, ellos debían corresponderle del mismo modo.

  Para combatir sus ganas de proclamar con orgullo al mundo que su amiga era la artífice de todo ese movimiento social, sus amigos se compraron máscaras que les impidieran hablar (como la que llevaba Hannibal Lecter en “El silencio de los corderos”). Los más atrevidos entraron incluso en sex shops y fueron a la sección de sadomasoquismo a comprarse bozales de cuero para evitar que de su garganta pudiera salir cualquier frase delatora.

     A los pocos días su hermano Amador la pilló en casa desactivando temporalmente su blog de poesía.

-¿Por qué haces eso? -le preguntó.

– No quiero que nadie localice mis poemas, entonces sabrían que la persona a la que están buscando soy yo.

-¿Tan claro lo tienes? -le preguntó su hermano- ¡Siempre has sido muy alternativa, siempre te ha parecido que el mundo estaba hecho de una manera muy distinta a como te gustaría que fuese! ¿No hay una parte de ti que desea abrir la ventana y gritarle a la gente que tú eres la persona que la lió parda con tus poemas  y tus canciones?

– No lo sé, no me lo he planteado- dijo Mónica incómoda, como queriendo ocultar una evidencia.

-Todos tenemos un ángel de la guarda.-Concluyó Amador- El mío, aunque no lo creas, eres tú. Seguro que tú también tienes el tuyo. Y seguro que se está muriendo de ganas de que salgas del anonimato y todos te conozcan.

  A lo que Mónica Soneto Quintilla respondió con una profunda reflexión muy bien argumentada:

-¡Eso son chorradas!

   Pero lo cierto es que Amador no se equivocaba,  había una parte de Mónica que luchaba por vencer sus reparos y reivindicar su talento, su creatividad, su inconformismo y su sensibilidad. Una parte de ella que crecía y crecía y cada día se esforzaba con más ahínco para romper -de momento sin éxito- el muro de inseguridad y de timidez que le impedía gritarle al mundo “aquí estoy yo”.

   Pero una noche ese muro se rompió: mientras Mónica Soneto Quintilla dormía -y por tanto su voluntad era débil-, todo su deseo por darse a conocer al mundo se concentró en su sombra. Cuando despertó al día siguiente se sintió rara y descubrió con estupor que no tenía sombra. ¡Su sombra había huido! Y durante dos largos días tuvo que vivir sin sombra, encerrada en casa y sin atreverse a salir a la calle para que nadie lo descubriera y así no tener que dar unas explicaciones que, por otro lado, ignoraba.

    Lo cierto es que durante esos dos días la sombra de Mónica Soneto Quintilla vagó por toda la ciudad colándose en las casas de la gente mientras dormía, metiéndose en sus sueños a través de sus propias sombras y proyectando en ellos la imagen nítida de Mónica, caminando por la calle con su guitarra a la espalda y rodeada de poemas que invadían el aire, como si fuesen su aureola. Esos mismos poemas a cuyo autor o autora todos estaban buscando desesperadamente.

    Al tercer día la madre de Mónica decidió que eso no podía seguir así y le mandó que al menos fuera a comprar el pan para que así le diera un poco el aire. Bajó la escalera a oscuras para no tener que admitir un día más que su sombra  había desaparecido misteriosamente.

-Qué mala suerte- pensó- Puede que logre pasar desapercibida con lo de los poemas, pero cuando descubran que he perdido la sombra me querrán llevar a Cuarto Milenio para que me entreviste Iker Jiménez.

  Sin embargo, al salir a la calle ese soleado día del mes de octubre descubrió que su sombra volvía a estar en su sitio. Sin más. Pim-pam. Sin explicación ninguna.

-¿Dónde te habías metido? -le preguntó Mónica (retóricamente, claro)

    Obviamente su sombra no respondió, pero si Mónica se hubiese fijado atentamente habría visto que esbozaba una sonrisa traviesa, como diciendo “prepárate para lo que se te echa encima”.

    Y no le faltaba razón porque, tras diez pasos en la calle, varias personas se giraron a mirarla. Tras veinte pasos eran ya todos los transeúntes los que la observaban admirados. Tras treinta pasos toda la gente que había en la calle la seguía a distancia en un silencio reverencial, como queriéndose asegurar de que realmente  era ella. Y, antes de que pudiera entrar en la panadería, todos la reconocieron abiertamente como la protagonista de sus sueños, la autora de los poemas, y le pedían autógrafos. Una parte de Mónica quiso huir, anhelando el anonimato. Pero la parte que se había hecho fuerte dentro de su sombra, ésa que sí quería disfrutar de las mieles de su merecido éxito, se las ingenió para poner ante ella al jefe de unidad del furgón número ocho que había desencadenado involuntariamente, con su sonrisa y su beso, esa revolución social que ella había provocado.

– Gracias a ti mi vida ha cambiado y ahora soy inmensamente feliz.- le dijo el antidisturbios, que ahora vestía un pantalón vaquero raído, una camiseta y un chaleco.- La chica a la que besé en la manifestación y yo nos enamoramos. He dejado el cuerpo de policía y juntos hemos montado una librería en la que cada jueves organizamos un club de poesía. Allí nos encontramos un grupo de amigos, leemos poemas y hablamos de cómo vivimos cada uno las cosas que nos cuentan esos poemas. Para nosotros sería un honor que vinieras a leernos los tuyos y a charlar sobre ellos. O que nos cantaras alguna de tus canciones con tu guitarra.

   La sencillez y la ilusión con que ese expolicía antidisturbios reciclado en librero le hizo su petición, conmovió a Mónica. Pensó que, al fin y al cabo, lo que ese hombre hacía cada jueves era lo que ella había hecho siempre, lo que más le gustaba hacer: encontrarse con su grupo de amigos, comentar  poemas, lecturas, canciones… hablar de cómo vivían cada uno de ellos las cosas que nos cuentan. Respirar amor con ellos. Sintió que, si ella había sido -aunque de forma accidental- la artífice de ese cambio global, era gracias a sus amigos. Porque si no hubieran existido, ella no habría tenido la necesidad de meter esos poemas dentro de huevos de chocolate para regalárselos. Y pensar en lo que ella significaban para ellos, en el silencio que habían guardado para no delatarla a pesar de sus ganas de hacerlo, fue lo que le dio fuerzas para decir, con todo lo que ello implicaba:

-De acuerdo.

Y añadir a continuación:

-¿Puedo llevar a mis amigos?

EL DESAFÍO DE MAGNA VULPIX

Cuando Teresa Pincel empezó a dibujar esa criatura inventada, no podía imaginar aún el cataclismo que iba a desencadenar. ¿Cómo se le iba a pasar por la mente que aquello que estaba dibujando en este mundo, cobraría vida  y haría estragos en otro mundo distinto? Es lo que pasa cuando pensamos que nuestra realidad palpable y tangible, ésa en la que creemos vivir, es la única que existe. Quizá lo pensamos porque así nos sentimos más importantes, únicos, irrepetibles y, por supuesto, dueños y señores del Universo. Por esa razón cuando un jugador de ajedrez sacrifica un peón, no es consciente de que en otra dimensión está provocando una muerte real. Cuando soñamos que volamos, no somos conscientes de que realmente estamos volando en otra dimensión creada sólo para que en ella los sueños se materialicen. Y cuando un pintor crea unos personajes en un paisaje, no es consciente de que en otra dimensión dichos personajes cobran vida y habitan para siempre en esos lugares creados por su paleta.

     No fue exactamente esto último lo que le pasó a Teresa Pincel, ella en este relato no pinta nada. Que no se nos interprete mal, no queremos decir con esta afirmación que ella no juega ningún papel importante, todo lo contrario, es la protagonista. Cuando decimos que no pinta nada, no debe entenderse en sentido figurado sino en el literal: a pesar de su apellido, Teresa Pincel ni pinta óleo, ni acrílico ni acuarela alguna en este relato. Sólo usa un carboncillo. Una simple barra de carboncillo.

       Pero para saber de dónde sacó esa barra de carboncillo capaz de hacer cobrar vida en otro mundo lo que se dibuja en éste, debemos remontarnos un tiempo atrás. Cuando terminó la carrera de Bellas Artes, Teresa Pincel ejerció varios oficios que nada tenían que ver con su vocación y que fueron agriándole el carácter: barrendera, camarera, paseadora de perros, paseadora de gatos, paseadora de hurones y canguro. Y cuando decimos “canguro” no queremos decir “cuidadora de niños”, no. Queremos decir “canguro” en el sentido literal. Porque resulta que, justamente cuando estaba trabajando como limpiadora en las oficinas del zoológico, el canguro murió repentinamente cuando el Primer Ministro de Australia estaba visitando las instalaciones. Y, temiendo que la muerte de un animal tan querido y tan simbólico para los australianos pudiera provocar una crisis diplomática con el país oceánico, al director del zoológico no se le ocurrió otra cosa que obligar a Teresa Pincel a disfrazarse de canguro para sustituir al ejemplar fallecido, confiando en que, llegado el momento, la miopía del Primer Ministro australiano no le permitiría notar la diferencia. Al parecer Teresa Pincel lo hizo tan bien y el director del zoológico quedó tan satisfecho, que le propuso trabajar como sucedáneo de canguro en el zoológico mientras no llegara de Australia un ejemplar auténtico.

      Teresa Pincel aceptó, y quizá ahí se encuentre el germen de lo sucedido  más tarde, porque durante su estancia en el zoológico como un animal más, el afecto que ella sentía ya desde niña por ellos se acrecentó. Porque se pasaba horas y horas observando a sus vecinos bajo su disfraz de canguro, fascinada. Los que llamaron más su atención fueron la hiena y el lince. En la expresión de la hiena y en su risa veía una rabia oculta hacia la vida, como si la ira y la frustración intentaran esconderse bajo una pose pretendidamente divertida y burlona.

           El lince, sin embargo, la atrajo de manera muy distinta.  Pero no sabemos muy bien qué más le atrajo aparte de su mirada profunda, noble y su aire majestuoso. Quizá se preguntaba cómo debe sentirse un animal sabiendo que está en peligro de extinción y que sólo quedan unos pocos ejemplares de su especie. O quizá todo lo contrario: miraba al lince preguntándose cómo podía vivir tan tranquilo entre esas cuatro paredes -entre esas cuatro rejas, para ser más exactos- sabiendo que está en peligro de extinción y que sólo quedan unos pocos ejemplares de su especie.  Más adelante se entenderá por qué nos detenemos a hablar de ese lince y esa hiena y por qué pensamos que algo tuvieron que ver en los sucesos que acontecieron.

     Tras ejercer toda esa lista de trabajos que hemos enumerado, Teresa Pincel encontró por fin uno algo más acorde con su vocación: los herederos de un pintor la contrataron para hacer inventario de lo que había en el estudio de éste tras su muerte, por si encontraba algo de valor digno de subastarse o de ser vendido en los mercados de segunda mano. Al parecer el pintor en cuestión -cuyo cuerpo había sido encontrado en el interior de una estrecha chimenea- había sido un gran aventurero y había recorrido infinidad de lugares, algunos de ellos apenas esbozados en los mapas, y había acumulado en su estudio gran cantidad de objetos tan curiosos como inútiles.

     Una vez terminado su trabajo, los herederos del pintor pagaron a Teresa los honorarios pactados. Y como habían quedado muy satisfechos con sus servicios le regalaron un estuche con barras de carboncillo que al parecer el pintor llevaba encima cuando encontraron su cuerpo.

      Esa noche Teresa Pincel, ya instalada en su casa, por alguna extraña razón se acordó del lince del zoológico mientras contemplaba las barras de carboncillo que le habían regalado.  Pensó quizá que ella se sentía también una especie en extinción por vivir aún de sus sueños, por no rendirse como muchos y seguir insistiendo con la vida para llegar a ser un día lo que ella se propuso ser: ilustradora. Pero, tras la imagen del lince, se impuso con fuerza el recuerdo de la hiena y de su risa. Y Teresa Pincel sintió crecer en su interior la misma rabia y la misma frustración que había creído ver un día oculta tras la pose divertida y burlona de ese animal. Era la rabia de quien quiere ser algo y no le dejan, del demonio interior que nos intenta hacer creer que la vida sólo es sufrimiento, valle de lágrimas, esfuerzo que desgasta hasta lo inhumano por conseguir una pequeña parcela de felicidad.

 Sí, quizá todos esos pensamientos confluyeron en su mente cuando cogió una de las  barras y empezó a dibujar a Magna Vulpix. Una especie de hiena gigantesca con orejas puntiagudas, mirada amenazadora, sonrisa siniestra y fuertes patas capaces de perseguirle a uno al fin del mundo hasta darle caza. Y así decidió bautizar a esa criatura: Magna Vulpix.

      Agotada por ese parto artístico en el que había puesto tanto esfuerzo y tanto de sí misma, Teresa Pincel se dejó caer en la cama y se durmió en el acto. Pero a medianoche un pequeño pinchazo en la nariz la despertó.

-¿Se puede saber qué has hecho? – le preguntó una voz aguda pero muy indignada.

       Teresa Pincel dio un respingo, se incorporó rápidamente en su cama, encendió la luz y vio de pie sobre su esternón lo que parecía ser un ratón ataviado con una capa de piel de armiño. Por si su indumentaria no fuera suficiente para mostrar que era un ratón de alto rango, llevaba en la cabeza una diminuta corona dorada y en la mano, a modo de símbolo regio de autoridad, sostenía un alfiler de corbata que hacía las veces de cetro.

     Teresa Pincel pensó que se trataba de un sueño fruto de la opípara y pesada cena a base de macarrones a la boloñesa que se había zampado antes de irse a la cama, y  se dispuso a apagar de nuevo la luz para seguir durmiendo. Pero el regio ratón volvió a pincharle la nariz con su alfiler de corbata, Teresa gritó “ay” y se quedó mirando perpleja al roedor. Empezaba a sospechar seriamente que aquello no era ningún sueño y que, aunque pareciera increíble, estaba sucediendo de verdad.

-¡Te he hecho una pregunta! ¿Se puede saber qué has hecho?

    Teresa Pincel tardó unos segundos en contestar. Porque era consciente de que si empezaba a hablar con el ratón, estaría dando por hecho que todo aquello realmente estaba sucediendo. Y si no contestaba, podía seguir pensando que eso era un sueño en el que soñaba que le pinchaban la nariz y se despertaba, pero nada más.

– ¿De verdad eres un ratón que habla? -le preguntó finalmente Teresa.

-¡No esquives mi pregunta! ¿Te das cuenta del desastre que has provocado?

-¿Yo? -dijo ella- Pero si no he hecho nada.

-¿Ah, no? ¿No has usado una de esas barras para dibujar un bicho muy grande y con muy malas pulgas? -le preguntó, señalando la caja con los carboncillos.

   Teresa Pincel se quedó perpleja: el ratón no sólo hablaba y vestía como un rey. ¡También era adivino! ¿Cómo si no sabría lo de Magna Vulpix?

-¿Y tú cómo lo sabes? -le preguntó ella con suspicacia- ¿me espías por el skype o qué? ¿Has activado la cámara de mi ordenador a distancia sin que yo me enterara? ¿A que te denuncio por delito informático y por violar mi intimidad?

-¡No digas tonterías! Lo sé porque he visto con mis propios ojos a esa especie de hiena gigante asolar mi reino.

– ¿Tu reino? ¿De qué me hablas?

-¡Soy el rey de Elinfor! Un lugar muy tranquilo, donde esas barras de carboncillo que usas tienen poderes mágicos. El poder de hacer real lo que se pinta con ellas.

    El ratón estaba tan enfadado y lo decía tan convencido, que Teresa optó por no interrumpirlo y le siguió escuchando en silencio, sin estar muy segura de estar haciendo lo correcto.

– No es que en Elinfor abunden esos carboncillos, ¡qué va! Ni los vendemos ni los fabricamos. Tampoco sabríamos cómo, porque su magia es muy avanzada y en mi reino no sabemos mucho de magia. De hecho no tenemos magos. En mi reino sólo hay campesinos, pastores, zapateros y jugadores de fútbol. Pero un día acogimos a un visitante ilustre que sí entiende mucho de magia y que se vino con todos sus bártulos. En principio estaba de paso y sólo iba a quedarse unos días. Pero las gentes y los paisajes de Elinfor le gustaron tanto que decidió quedarse.

– ¿Y cómo es que esas barras de carboncillo han venido a parar aquí?- preguntó Teresa Pincel con suspicacia, temiendo que el siguiente paso del ratón fuera tacharla de ladrona. – Porque a mí me las han regalado los herederos de un pintor.

-Sí. Pablo Paletta. Logró atravesar uno de los portales que separan Elinfor de vuestro mundo, fue por casualidad, persiguiendo a una mariposa que quería pintar cayó en un pozo abandonado. Pensaba que se ahogaría pero resultó ser el portal 387 de acceso a mi reino y, como el guardia que lo custodia en ese momento estaba en el retrete, Pablo Paletta pudo colarse en Elinfor. A pesar de ser forastero nosotros lo acogimos muy bien y hasta dejamos que nos hiciera retratos y que pintara nuestros paisajes. Pero un día vio casualmente lo que nuestro ilustre invitado hacía con los carboncillos y se quedó muy impresionado. Hasta tal punto que, aprovechando que nuestro ilustre invitado se había echado una siesta, le robó el maletín con los carboncillos y volvió a toda prisa a vuestro mundo por el portal 783, que es una chimenea muy estrecha.

       Teresa Pincel recordó cómo habían encontrado el cuerpo de Pablo Paletta, y comprendió lo sucedido. Sí, aunque pareciera una locura, lo que le estaba contando ese ratón de aspecto regio empezaba a cuadrar.

-¿Y quién es ese ilustre invitado al que pertenecen esos carboncillos supuestamente mágicos?

-No te lo puedo decir, me pidió que no dijera nada a nadie. Pero al grano, niña: tienes que solucionar el lío en el que nos has metido. Esa fiera que has dibujado está arrasando cultivos, rebaños, zapaterías y campos de fútbol. ¡Tienes que detenerla!

-¿Y cómo lo hago?

-Primero tienes que coger el dibujo. ¡Rápido!

    El ratón se puso a buscar el dibujo de Magna Vulpix como un loco, abriendo y cerrando cajones, revisando armarios, revolviendo la ropa… Así que Teresa Pincel tuvo que reaccionar rápido: lo cogió por la cola y lo levantó en el aire.

-¡No seas impaciente, no tienes por qué revolver mi habitación! Yo ya sé dónde está.

     A continuación abrió una carpeta y sacó de su interior el dibujo en cuestión.

-Aquí tienes a Magna Vulpix.

-¿Magna Vulpix? ¿Es así cómo has llamado a ese bicho?- preguntó el ratón sorprendido.

-Sí. ¿Y tú cómo te llamas?

– Me llamo Romualdo Eustaquio Guillermo I de Schweinsteiger y Papastathopoulos. Pero si quieres puedes llamarme simplemente “Majestad”.

– ¡Buf, qué complicado!- resopló Teresa Pincel- Te llamaré Rey Alfiler y punto. ¿Qué hago ahora con el dibujo?

-¡Borrarlo!- gritó ansioso el ratón, no muy conforme con la idea de que Teresa le llamara Rey Alfiler- ¡Vamos, rápido!

    Teresa Pincel miró su dibujo con cierta pena, le gustaba cómo le había quedado. Pero, viendo lo que supuestamente estaba en juego en el universo paralelo del que procedía el Rey Alfiler, suspiró resignada, cogió una goma de borrar, y empezó a borrar la criatura surgida de su imaginación. Si un pequeño ratón se arriesgaba a viajar de una dimensión a otra, a ser aniquilado con una zapatilla o a ser devorado por un gato, sólo por asegurarse de que ese dibujo fuese destruido, es que realmente era una cuestión de vida o muerte.

-Bueno, ya está. Borrado. – Dijo Teresa Pincel, contemplando la lámina en blanco- Ahora ya puedes volver tranquilo a…

     Se calló, estupefacta, porque de repente vio aparecer de nuevo el dibujo en la lámina, como por arte de magia.

– No puede ser… ¡Vuélvelo a borrar!- Le ordenó el Rey Ratón, tan estupefacto como ella.

      Teresa obedeció, borró el dibujo una y otra vez. Pero el dibujo volvía a aparecer de nuevo. Finalmente, harta, rompió el dibujo en mil pedazos. Pero, para su sorpresa y la del ratón, los trozos volvieron a recomponerse solos, como si de un puzzle con vida propia se tratara, hasta volver a mostrar la  sobrecogedora imagen de Magna Vulpix.

-¿Te había pasado alguna vez una cosa parecida en tu reino?- preguntó Teresa atónita, sin poder dejar de mirar la lámina que acaba de recomponerse sola ante sus ojos.

-No- respondió el Rey Alfiler desconcertado.- Tengo que llevarte a Elinfor con el dibujo para que mi ilustre invitado nos dé una explicación. Quizá él sepa por qué el dibujo no se borra.

-¡Estás loco! ¡Yo no pienso moverme de aquí! ¡No pienso largarme de esta dimensión, puede ser peligroso! ¿Y si no vuelvo? ¡Así que arréglatelas tú solo, porque yo no…!

     No le dio tiempo a terminar la frase: el Rey Alfiler sacó unos polvos del bolsillo, los sopló sobre su cara, y Teresa Pincel cayó instantáneamente en un profundo sueño.

         Cuando despertó, estaba tumbada en el suelo de un local atestado de gente que la contemplaba con curiosidad. Por sus atuendos, diríase que había ido a parar a la Edad Media.

-Bienvenida a la taberna de Elinfor.

     Teresa Pincel se giró hacia donde procedía la voz y vio al Rey Alfiler, que la miraba muy serio.

-¿Cómo te llamas? Le preguntó un… ¡un conejo! ¡Un conejo viejo y con aspecto venerable, que se apoyaba en un bastón!

 -¿¿También hay conejos que hablan en tu reino??- preguntó sobrecogida al Rey Alfiler.

     Él, por toda respuesta, se encogió de hombros.

-No hay tiempo para explicaciones. Coge el dibujo y los carboncillos, tenemos que hablar con mi ilustre invitado.

-Disculpad, su majestad Romualdo Eustaquio Guillermo I de Schweinsteiger y Papastathopoulos -dijo el conejo- primero la invitada tiene que decirnos su nombre para que quede registrado en los archivos del reino. Son las normas, vos mismo las promulgasteis.

-Teresa. Me llamo Teresa Pincel.

-¿Teresa Pincel? -preguntó el conejo sorprendidísimo- ¡Qué nombre más raro!

     Todos los presentes se echaron a reír. Incluso el Rey Alfiler.

-¿Por qué os reís?- preguntó ella malhumorada- Es un nombre como cualquier otro.

– Puede que en tu mundo sí, pero en éste es un nombre muy raro- le aclaró el conejo.

-Yo me llamo Miss Conífera- le dijo una coneja.

-Y yo Miss Hortensia- comentó una comadreja.

-Pues yo me llamo Miss Magnolia- añadió una rana.

-Ya lo ves.- le dijo el Rey Alfiler- Si no quieres que se rían de ti, mientras estés en mi reino tienes que ponerte otro nombre más acorde con nuestras costumbres.

   Teresa Pincel resopló.

-Está bien. Llamadme… -pensó unos instantes- Miss Acacia. Sí, Miss Acacia está bien.

-Como quieras- dijo el Rey Alfiler-. Y ahora apartaos -ordenó al resto-. Miss Acacia tiene que hablar con nuestro ilustre invitado.

        El variopinto corrillo que rodeaba al Rey Alfiler y a Miss Acacia  (sí, la llamaremos así a partir de ahora, y no Teresa Pincel, para no crearle confusión al lector y para evitar que en

adelante sea motivo de burla para los habitantes de Elinfor) se abrió, mostrando en un rincón la figura recortada de un ser enorme sentado en una mesa y oculto en la sombra. Su silueta delataba un cuerpo grueso y redondeado y unas largas orejas terminadas en punta, como si se tratara de una especie de conejo gigante.

    Miss Acacia empezó a acercarse a ese ser empujada por su regio anfitrión el ratón, y a medida que sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, esa figura le resultaba más familiar. Cayó en la cuenta de quién era casi cuando estaba ante él.

-¡¡Pero si es Totoro!!- exclamó Miss Acacia sorprendida.

     Sí, se trataba justamente del genio del bosque creado por Studio Ghibli, el famoso estudio de animación japonesa dirigido por Hayao Miyazaki. Totoro la miró con los ojos muy abiertos y la boca pequeña, como sorprendido por la presencia de un ser tan insignificante, y finalmente le dedicó una amplia sonrisa de bienvenida, formada por una hilera de enormes dientes blanquísimos que iluminaron toda la sala.

-Ilustre invitado – dijo el Rey Ratón dirigiéndose a él- ésta es Miss Acacia. Ella es quien tenía en su poder los carboncillos que te robó Pablo Paletta y ella es quien ha dibujado con ellos a la enorme bestia que está asolando mi reino.

– Yo no sabía nada, Totoro, de verdad. Si lo llego a saber no dibujo a Magna Vulpix. He intentado arreglarlo borrando el dibujo, incluso rompiendo la lámina, pero no hay manera: el dibujo vuelve a aparecer una y otra vez.

   El Rey Alfiler le quitó a Miss Acacia la lámina y la extendió sobre la mesa para mostrársela a Totoro.

– ¿Puedes hacer algo tú con tu magia para borrar el dibujo, ilustre invitado?

    Totoro miró atentamente el dibujo, luego miró atentamente a Miss Acacia, volvió a mirar atentamente el dibujo, volvió a mirar a Miss Acacia, miró una vez más el dibujo, miró una vez más a Miss Acacia, y sacó de alguna parte una enorme goma de borrar, casi tan grande como él. Volvió a esbozar su amplia sonrisa y a continuación se puso a borrar frenéticamente el dibujo. Pero su esfuerzo resultó inútil: la figura de Magna Vulpix volvía a aparecer una y otra vez, resistiéndose a ser eliminado.

    Totoro miró muy sorprendido el dibujo, con los ojos muy abiertos y la boca muy pequeña. Luego miró atentamente a Miss Acacia, volvió a mirar atentamente el dibujo, volvió a mirar a Miss Acacia, miró una vez más el dibujo, miró una vez más a Miss Acacia, y a continuación le murmuró unas palabras al oído al Rey Alfiler. Éste observó a nuestra protagonista, entre contrariado y sorprendido.

-Nuestro ilustre invitado dice que si el dibujo de esa fiera no se borra es porque debes enfrentarte a ella cara a cara. Y que seguramente hay algo que debas aprender a raíz de ese encuentro.

-¿De verdad piensas eso, Totoro?

    Totoro asintió y volvió a esbozar su amplia sonrisa. A continuación sacó de alguna parte un paraguas, lo abrió, salió volando por la ventana y desapareció en la espesa copa de un enorme alcanforero.

     Todos los presentes en la taberna de Elinfor se quedaron mirando en silencio a Miss Acacia, desconcertados por la revelación que Totoro le había hecho al Rey Alfiler. ¿De verdad el futuro de su mundo dependía de que esa muchacha que parecía no haber roto nunca un plato, se enfrentara a esa bestia sanguinaria?

     Entonces el viejo conejo con aspecto venerable intervino:

-Disculpad, su graciosa majestad Romualdo Eustaquio Guillermo I de Schweinsteiger y Papastathopoulos, pero si esta muchacha tiene que enfrentarse a semejante fiera, no podrá hacerlo sola. Debería acompañarla uno de los caballeros del reino.

– Ya lo sé. ¿Pero quién? Casi todos los caballeros han huido al otro extremo del país para que yo no les mande a luchar contra esa fiera. Y los pocos que han ido a enfrentarse a ella, no han regresado. Así que no sabría a quién mandar con Miss Acacia.

   De repente entró en la taberna de Elinfor un muchacho ataviado con una cota de malla, con largo pelo lacio y negro. Se dirigió malhumorado a la barra y, dando un manotazo, gritó:

-¡¡Un cacaolat!!

       La camarera se lo sirvió y él empezó a bebérselo con voracidad.

-¡Es el caballero Goliath91! – exclamó el conejo anciano de aspecto venerable.

-Ya lo veo- contestó el Rey Alfiler, observando pensativo al recién llegado.

-¿Un caballero? -preguntó Miss Acacia sorprendida.

     Y no había para menos, porque si no fuera por la cota de mallas y la espada que colgaba en su cinto, por su aspecto uno diría que más que un caballero andante era un indio apache.

-¿Y por qué se llama Goliath91 y no simplemente Goliath?

-Porque en su familia hay muchos Goliath- contestó el Rey Alfiler-. Tienen esa costumbre: a todos los varones les llaman Goliath. Y como hay muchos hermanos, hermanastros, primos, primos segundos, tíos, tíos abuelos… y todos se llaman Goliath, se distinguen unos a otros por el número de orden según su edad y fecha de nacimiento.

-Acercaos, Goliath91, y contadnos por qué estáis tan enojado- apremió el Rey al caballero de aspecto apache, que ya iba por el tercer cacaolat.

-Majestad, estoy así de enojado porque le he escrito una oda al caballero Drummer de Tarancón y le ha gustado mucho.

-¿Y cuál es el problema?- preguntó el Rey, desconcertado.

-Que la noticia ha corrido como la pólvora y ahora todos los caballeros y todas las damas del reino quieren que les escriba una oda. ¡Pero yo no soy poeta, soy un guerrero! ¡No entienden que lo del caballero Drummer de Tarancón ha sido una excepción!

– Entonces, si os consideráis más guerrero que poeta, os encomendaré una misión de la que, si salís airoso, hablarán en todos los rincones del reino, haciendo olvidar a damas y caballeros vuestra faceta poética para realzar vuestra figura de héroe.

-¿De qué misión se trata?

 -Deberéis acompañar a esta muchacha, de nombre Miss Acacia, al encuentro de la fiera que está asolando nuestro reino y que ella ha bautizado como Magna Vulpix. Ha sido ella quien, en su mundo, dibujó a ese animal que en el nuestro ha cobrado vida y nos está mortificando destruyendo cultivos, ganados, zapaterías y campos de fútbol.

   Entonces, por primera vez, los ojos de Miss Acacia y de Goliath91 se encontraron. Ambos notaron al mirarse como una corriente eléctrica que les recorría la espalda, quizá atribuible a la corriente de aire que entraba por la ventana que Totoro había abierto al irse volando. Pero también podría ser que, sin saberlo, ambos empezaran a sentirse atraídos por el otro.

– ¿Y a ti quien te manda dibujar esas cosas, ¿eh, lista?

-Oye, guapo, no seas impertinente. Yo no sabía la que se iba a liar, ¿vale? Así que no te pongas chulito conmigo o te vas a enterar.

    Bueno, la verdad es que tras esas primeras palabras que se intercambiaron, uno podría pensar que esa corriente eléctrica en sus espaldas la había provocado la ventana abierta antes que los sentimientos incipientes de atracción mutua, ciertamente. Pero aún queda historia que contar. El hecho es que Goliath91 accedió acompañar a Miss Acacia al encuentro de Magna Vulpix, y más tras enterarse de que esa fiera tenía un aspecto parecido al de un perro gigante. Porque él odiaba a los perros desde que uno le había mordido el trasero cuando apenas levantaba un palmo del suelo (el caballero, no el perro).

         Y ahí les tenemos a los dos, enfilando el camino que conducía a los bosques grises, donde se había visto por última vez a Magna Vulpix. Miss Acacia cargaba con la lámina donde había dibujado a la criatura, con el estuche con barras de carboncillo, y con una pequeña maleta que la dueña de la taberna de Elinfor, una coneja muy  maternal, le había preparado con ropa y productos de aseo.

Goliath91 en cambio cargaba sólo con su espada, un par de calzoncillos que iría lavando sobre la marcha cada tanto y un montón de víveres, entre los que destacaban varias cajas de cacaolat.

-Es que me dan energía, para mí son como las espinacas para Popeye: si no puedo beber cacaolat, me desinflo como un globo y soy incapaz hasta de arrancar una flor del suelo.

-¡Las flores no se arrancan! ¿No ves que así las matas? ¿Es ésa tu manera de preservar y respetar la Naturaleza? ¡Bruto, más que bruto!

      Todo parecía indicar que Miss Acacia y Goliath91 no se entenderían nunca, pero con el paso de los días sus diferencias se fueron limando, sobre todo cuando descubrieron que tenían gustos muy similares.  Porque mientras avanzaban hacia los bosques grises descubrieron que a ambos les gustaba la serie “Juego de tronos”, que ambos se habían leído todas las obras de Tolkien y toda la saga de “Canción de hielo y fuego”, que a los dos les encantaban los manga de “Bakuman”, que tanto uno como el otro eran fans de la saga “Monster” y de los dibujos Anime de Studio Ghibli, y que los dos se pirraban por los macarrones a la boloñesa.

     Una tarde, sin embargo, mientras estaban debatiendo sobre la calidad de la adaptación del primer volumen de “Canción de hielo y fuego” a la serie “Juego de tronos”, un flecha pasó entre ambos y fue a clavarse en un roble pocos centímetros atrás.

   El caballero Goliath91 desmontó en el  acto, desenfundó su espada y se bebió rápidamente una botella de cacaolat para coger fuerzas, permaneciendo atento a cualquier movimiento a su alrededor. Miss Acacia también desmontó y permaneció atenta a lo que pudiera suceder, pero lamentablemente no tenía ningún arma con la que defenderse. Permanecieron así un buen rato, sin hacer ni un solo ruido y atentos al más pequeño sonido que captaran en las cercanías, hasta que una muchacha delgada de melena pelirroja y con aspecto asilvestrado saltó ante ellos apuntándoles con un arco en el que, tensa, una flecha esperaba instrucciones.

-¡Alto là! ¡Non si sposta!

  

       Miss Acacia y Goliath91 se miraron, sin saber qué hacer y sin entender a la recién llegada.  Afortunadamente, tras la doncella pelirroja apareció un zorro que empezó a hablar.

-No te entienden, Michela. -y entonces se dirigió a nuestros protagonistas- Lo que quiere decir mi amiga es que no os mováis. De lo contrario le clavará esa flecha que veis al primero que la desobedezca. Disculpadla, es que no se relaciona, lleva mucho tiempo sola en estos bosques, bueno, no exactamente sola, me tiene a mí… Me refiero a que lleva mucho tiempo sin encontrar ni dirigirse a un ser humano y ya ha olvidado que en este reino la gente no entiende el italiano, que es su lengua materna.

– Por favor, dile a tu amiga italiana que venimos en son de paz.- dijo Miss Acacia- Vamos al encuentro de Magna Vulpix, la bestia que asola estas tierras, para acabar con ella y devolver el sosiego al reino de Elinfor.

    El zorro tradujo literalmente a la italiana pelirroja las palabras de Miss Acacia, y la arquera los miró sorprendidísima. Bajó el arco y empezó a hablarles.

Mi dispiace, no quería asustaros, pero adesso hay que ir con cuidado en queste foreste, sobre todo desde que la bestia empezó a actuar. Questo se ha llenado de persone molto raras que huyen de ella. Cerca del puente, por ejemplo, hay unos ragazzi que no te dejan pasar si no les dices ” Eki, Eki, Eki, Tapannn”.

       La arquera pelirroja les invitó a cenar en su choza y les contó que se llama Michela y era original de Trieste; que había ido a parar a Elinfor gracias a una beca Erasmus y que le había gustado tanto el país que se había quedado a vivir allí. Pero prefería los bosques grises a la ciudad porque así se sentía más libre y podía practicar su pasión, el tiro al arco,  sin pedir licencia y sin que la multaran. A continuación Michela se interesó por las razones que les llevaban al encuentro de Magna Vulpix y entre Miss Acacia y Goliath91 se lo contaron todo con pelos y señales.

       Lo cierto es que los tres se cayeron bien, por lo que Michela les ofreció quedarse unos días en su choza para que cogieran fuerzas ante el desafío que tenían por delante. Miss Acacia y Goliath91 aceptaron, y durante el tiempo que permanecieron junto a Michela ella enseñó a Miss Acacia a manejar el arco con destreza, para que pudiera enfrentarse en condiciones a Magna Vulpix. Al principio a Miss Acacia le costaba acertar en la diana, como esa vez que clavó la flecha accidentalmente en una botella de cacaolat y provocó la indignación de Goliath91, que mataba el tiempo jugando a videojuegos con la consola que Michela se había traído de Trieste o practicando con su espada, para estar preparado cuando llegara el momento de entrar en acción.

    Y ese momento llegó antes de lo esperado: un día que Michela se había ausentado para ir a la embajada a renovar su visado,  Miss Acacia decidió que ya habían abusado suficiente de su hospitalidad y que ya era hora de partir para ir al encuentro de la bestia. Mientras recogían sus cosas, ella y Goliath91 empezaron a escuchar unos pasos terribles procedentes del interior del bosque, que se iban acercando y que hacían retumbar rítmicamente el suelo como si de un terremoto se tratara. Al poco rato, unos hombres de aspecto grotesco llegaron corriendo y gritando ” ¡Eki, Eki, Eki, Tapannn, sálvese quien pueda!”. Y desaparecieron aterrorizados en dirección a las montañas. Poco después, la terrible e imponente figura de Magna Vulpix hacía acto de presencia.

    Miss Acacia contempló a su criatura aterrada, con los pelos de punta, como probablemente el Doctor Frankenstein había contemplado a la suya, con esa mezcla de miedo, fascinación y orgullo -el del artista ante la consumación de su gran obra, de esa gran obra que le hará inmortal a pesar de su maldad-. Goliath91 se quedo petrificado por la impresión, sin poder apartar la mirada de esa fiera gigantesca, hasta el punto que vertió en el suelo sin darse cuenta un cacaolat que iba a servirse en su taza.

      Magna Vulpix miró a Miss Acacia, como reconociendo a su creadora, y se quedó  inmóvil sin quitarle ojo. Luego, sin desplazarse ni un milímetro, empezó a gruñir. Y su gruñido tenía la potencia de un trueno lejano que amenaza tormenta. A continuación mostró los dientes y, poco a poco, empezó a avanzar hacia Miss Acacia.

-Esto… ¿No sería prudente realizar una retirada táctica? – le susurró Goliath91 al oído- No es por huir, ¿eh? Es por elegir nosotros el terreno donde vayamos a enfrentarnos con… con ese pedazo de bicho.

-No.- dijo Miss Acacia haciendo acopio de un extraño valor que ni ella misma entendía, puesto que en ese momento le temblaban las piernas de puro pánico.- Todo esto es por mi culpa, y no pienso darle más tiempo a Magna Vulpix para que siga asolando estas tierras. No es eso lo que Totoro, el Rey Alfiler y los habitantes de Elinfor esperan de mí.

       Y dio un paso al frente dispuesta a hablarle a Magna Vulpix, que se quedó desconcertada al ver el valor de la muchacha, puesto que hombres diez veces más fuertes que ella habían huido con su sola presencia, e incluso antes, sólo con el temblor de tierra que anunciaba su llegada. Miss Acacia levantó con una mano la lámina en la que había dibujado a la fiera, y con la otra mano levantó la barra de carboncillo mágico que había usado para hacerlo.

– Por el poder de esta barra y como creadora tuya y por lo tanto dueña de ti, invoco a las mismas fuerzas que te dieron vida para que ahora te devuelvan de nuevo a la lámina, de donde nunca debiste salir.

   Tras su estupor inicial, Magna Vulpix prorrumpió en una risa burlona y horrible que parecía la de mil hienas.

– ¡Y encima se ríe, la tía! -exclamó Goliath91-. ¿De dónde has sacado ese conjuro?

– Me lo inventado, la Dama Galadriel decía algo parecido en “El señor de los anillos”.

-Te confundes. -Le rectificó Goliath91- ¡Era la hechicera Melisandre en “Juego de tronos”!

-¡No, estoy segura de que era la Dama Galadriel!

-¡Te digo que te confundes!

      Mientras discutían Magna Vulpix los miraba como si de una partida de tenis se tratase, anonadada porque no le hacían caso y no salían huyendo ante su terrorífica presencia.

-¡Que te digo que era Melisandre!

-¡Y yo te digo que no!

-¡Mira que eres pesada cuando quieres!

-¡Pues anda que tú…!

     Harta de ese debate dialéctico, Magna Vulpix saltó sobre Miss Acacia pero Goliath91, con buenos reflejos, se lanzó antes sobre ella y la apartó, cayendo ambos al suelo y haciendo que la fiera se diera de bruces contra un árbol, que con el golpe se partió en dos.

-¿Quieres quitarte de encima? -le dijo Miss Acacia, que estaba en el suelo soportando el peso de su acompañante- ¡Aprovechado!

-¡Qué desagradecida, encima que te salvo!

      Pero no era momento de discutir y Goliath91 lo sabía, porque aunque Magna Vulpix había quedado momentáneamente aturdida por el golpe, se incorporó y agitó la cabeza de un lado a otro como para despejarse. El caballero, convencido de que la fiera se lanzaría a destrozarlos sin piedad por haber tenido la osadía de hacerle frente, se adelantó a sus intenciones y saltó sobre su lomo con la espada desenfundada… y la clavó en el cogote de Magna Vulpix. O al menos lo intentó, y repetidamente, pero la piel de Magna Vulpix era tan dura que el filo de su espada no conseguía penetrar en ella. La fiera, encabritada, empezó a saltar y a girar sobre sí misma intentando librarse de Goliath91. Él sin embargo logró agarrarse a los gruesos pelos de su cogote con una mano, mientras con la otra propinaba a la bestia tremendos mandobles con la espada, intentado inútilmente provocarle una herida.

    Miss Acacia observaba la escena fascinada, incapaz de mover un dedo, prendada por la imagen épica de su caballero protector luchando contra lo imposible, aferrado con todas sus fuerzas a la causa que la había llevado a ella hasta allí, defendiendo la vida de ella con su propia vida, demostrando con su valor que…

-¡Deja de mirar y haz algo, que esto va en serio, no es un programa de la tele!

      Miss Acacia salió de su ensimismamiento y comprendió la gravedad de la situación. Se dio cuenta de que sentía algo muy fuerte por ese muchacho que se estaba jugando la vida por ella, que su corazón latía por él como nunca lo había hecho antes por nadie. ¡Y no permitiría que Magna Vulpix, su propia creación, se lo arrebatara! Así que cogió el arco que le había regalado Michela, apuntó… y atravesó la última botella de cacaolat que colgaba del cinto de Goliath91.

-¡Muy bonito!- le gritó él desde el cogote de la fiera. -¿Y ahora de dónde saco yo fuerzas para seguir luchando contra ella?

 – ¡Perdona, ha sido sin querer!- Se disculpó ella- ¡Es que se mueve!

-¡Claro, no se quedará quieta hasta que consiga estrujarme entre sus mandíbulas!

     Miss Acacia sacó otra flecha, apuntó mejor… ¡y su flecha fue a dar en el costado de Magna Vulpix! Pero, al igual que la espada, tampoco logró penetrar en su piel. Miss Acacia disparó otra flecha, y otra, y aún otra más. Con el mismo resultado. Era como si Magna Vulpix estuviera acorazada.

    Finalmente sucedió lo que lamentablemente hacía rato que se estaba anunciando: exhausto y sin cacaolat, Goliath91 resbaló, se cayó del lomo de Magna Vulpix, y fue a dar al suelo. Aturdido por la caída, el caballero apenas podía levantarse. Al verlo a su merced, Magna Vulpix estalló en una horrible y atronadora carcajada, con la que celebraba su inminente triunfo.

    Pero entonces fue cuando Miss Acacia tuvo su gran momento de inspiración: quizá fue porque el contacto prolongado con su caballero había hablando su corazón, sacando de él la rabia y la frustración que había albergado por no llevar aún la vida que quería llevar; quizá fue porque había eliminado esos sentimientos, sustituyéndolos por otros como el amor, la entrega y la camaradería. La cuestión es que Miss Acacia se acordó del lince con el que había compartido tanto tiempo en el zoológico. De su mirada orgullosa y noble, sin ningún odio ni rencor a pesar de saberse en peligro de extinción. Sí, Miss Acacia, que en su mundo se llamaba Teresa Pincel, sintió que prefería más parecerse al lince que a la hiena, esa hiena que la había inspirado para dibujar a Magna Vulpix.

    Mientras la bestia se acercaba lentamente a su maltrecha víctima, disfrutando del momento como el gato disfruta ante un ratón acorralado jugueteando con él antes de eliminarlo, Miss Acacia dibujó al carboncillo con trazos rápidos -en el reverso de la misma lámina donde había dibujado a Magna Vulpix- un lince gigante de tres colas, elegante y majestuoso.

      Y justo cuando Magna Vulpix abría la boca para hincarle el diente al pobre Goliath91, se oyó un bufido amenazador. La bestia, comprendiendo que una nueva criatura había hecho acto de presencia en los bosques grises para competir con ella, levantó la cabeza olvidándose por un momento de nuestro caballero. De repente salió  de la espesura, corriendo como un rayo, el mismo lince gigante que Miss Acacia acaba de dibujar.

Sin darle tiempo a Magna Vulpix a reaccionar, el lince se lanzó sobre su lomo y se agarró firmemente a él con sus garras, abriéndole por fin las carnes que la espada y las flechas no habían conseguido perforar. Magna Vulpix dio un rugido terrible y comenzó una lucha encarnizada entre ambas fieras. Finalmente, la rapidez y la agilidad del Lince de Tres Colas se impuso a la fuerza bruta y pesada de Magna Vulpix y ésta, asustada, reaccionó corriendo desesperadamente hacia Miss Acacia.  Ella, pensando que la fiera quería vengarse de ella por haberle creado un enemigo, levantó instintivamente la mano con la que sujetaba la lámina para protegerse… y para su sorpresa vio que Magna Vulpix penetraba en el dibujo, como escondiéndose de su perseguidor.

     Aún no se había repuesto de la impresión, cuando levantó la vista y vio a Goliath91 jugueteando con el Lince de Tres Colas, que estaba tumbado en el suelo patas arriba, contoneándose y ronroneando mimoso.

– Esto ya es otra cosa. A los perros los odio. ¡Pero los gatos me encantan!

-No es que sea un gatito, precisamente. Es bastante más grande.

   Pero, mirándolo, uno se daba cuenta de que ese animal estaba hecho de buena pasta y, a pesar de su tamaño, era incapaz de hacerle daño a nadie.

    Esa misma tarde, Goliath91 y Miss Acacia se despidieron del lince.

-Pórtate bien- le dijo ella mientras lo acariciaba-. Y no te metas en líos.

   El Lince de Tres Colas la miró con sus ojos profundos unos segundos, se dio la vuelta, y desapareció en el bosque.

-¿Crees que te hará caso? ¿Y si empieza a aterrorizar a la gente y a destruirlo todo como hacía Magna Vulpix?

-No, no lo hará- respondió Miss Acacia, convencida.

-¿Cómo puedes estar tan segura?

-Porque es mi creación. Pero esta vez la he dibujado con mi parte buena, no con la mala.

Y sonrió mirando hacia el bosque, comprendiendo que derrotando a Magna Vulpix había ganado una importante batalla dentro de sí misma.

 Días más tarde, la taberna del Elinfor era toda una fiesta. Hombres, mujeres, conejos, comadrejas, ranas y demás habitantes del reino celebraban la victoria de Miss Acacia y Goliath21 sobre Magna Vulpix.

-¡Es increíble! -decía el Rey Alfiler- ¡Nunca habría imaginado que esta mocosa y el caballero Goliath91 lograrían vencer a ese monstruo! ¡Desde luego, es un digno sucesor de su padre!

– Pero su hazaña supera la de cualquier otro Goliath de su estirpe, su graciosa majestad Romualdo Eustaquio Guillermo I de Schweinsteiger y Papastathopoulos.- dijo el conejo anciano y venerable-. Y será recordado como el salvador de nuestro reino.

-Ciertamente- dijo el Rey-. Ahora sólo nos queda saber qué hacer con el dibujo en el que está prisionero el monstruo.

    Justamente en ese momento Totoro volvió a entrar volando por la misma ventana por la que había salido semanas atrás, agarrado a su paraguas. Todos se callaron y Totoro miró con los ojos muy grandes y la boca pequeña a Miss Acacia, como sorprendido de encontrarla ahí de nuevo. Miss Acacia avanzó hacia él y le tendió el estuche con las barras de carboncillo y el dibujo de Magna  Vulpix.

-Toma, Totoro. Ahora comprendo por qué no se borró cuando tú lo intentaste. Tenías razón, debía enfrentarme a ella para aprender algo de mí misma.

   Totoro sonrió con una amplia sonrisa que iluminó toda la sala, cogió la lámina, sacó una enorme goma de borrar de alguna parte y, esta vez sí, empezó a borrar el dibujo de Magna Vulpix, que desapareció dócilmente de la lámina, dejándola completamente en blanco. Totoro le dio la vuelta a la lámina, descubriendo el dibujo del Lince de Tres Colas, y miró a Miss Acacia desconcertado.

-A él no lo borres, por favor. Representa lo mejor de mí. Es él quien nos ha salvado a todos del odio y la destrucción. Sobre todo a mí.

    Totoro le dedicó de nuevo una amplia sonrisa, enrolló la lámina con el dibujo del lince, y se la tendió a Miss Acacia para que la cogiera.

-¿Qué es lo que te ha hecho despertar esos buenos sentimientos que te llevaron a dibujar al Lince de Tres Colas?- le preguntó el conejo anciano y venerable, apoyado en su bastón.

    Miss Acacia se quedó mirando a Goliath91, pensativa.

-Él. Viendo cómo se ha sacrificado y cómo se ha arriesgado por mí. Viendo cómo seguía a mi lado a pesar de nuestras discusiones. Sin pretenderlo, ha expulsado la rabia y la frustración que había en mí y lo ha sustituido por… cosas buenas.- Y al decir “cosas buenas”, enrojeció. Y el conejo anciano y venerable sonrió, comprendiendo.

-¿Y tú, caballero Goliath91? ¿No tienes nada que decir?

     Goliath91 miró fijamente a Miss Acacia.

-Sí. Que… bueno, que… ha sido un honor luchar por ella… digo por su causa. Y que volvería hacerlo las veces que hiciera falta.

    Se produjo un largo silencio en el que ambos se miraron intensamente.

-En fin… como esto ya se ha terminado… es hora de irme. -dijo finalmente Miss Acacia- ¿Cómo puedo volver?

  Por toda respuesta, Totoro le tendió su paraguas. Un murmullo de admiración recorrió la taberna de Elinfor.

-¡Nuestro ilustre invitado te ha regalado su paraguas! -dijo el Rey Alfiler- ¡Con él podrás ir donde quieras!

– Gracias, Totoro.

Miss Acacia miró a la concurrencia.

-Entonces… si nadie tiene nada más que decir… -y volvió a mirar a Goliath91, que permanecía mudo, debatiéndose en una lucha interior que ya hacía días que duraba-… me voy. Ha sido un placer conoceros y ayudaros. Nunca os olvidaré.

    A continuación le dijo al paraguas que tenía en la mano:

-Paraguas, llévame a casa.

    Pero no sucedió nada.

-Tienes que abrirlo- le dijo el Rey Alfiler.

-Ah, perdón.

    Miss Acacia abrió el paraguas sin atreverse a mirar a Goliath91, consciente de que si lo hacía el nudo que tenía en la garganta podría desatarse en forma de lágrimas. Y entonces dijo:

-Paraguas, llévame a…

-¡Espera!- la interrumpió Goliath91.

-¿Por qué? -preguntó Miss Acacia, esperanzada.

-¿Te molestaría que me fuera contigo? Yo… es que este mundo ya lo tengo muy visto, el reino de Elinfor para mí ya no tiene ningún secreto. En cambio contigo todo es aventura.

-Entonces… ¿quieres que estemos juntos?

-Sí. Quiero que estemos juntos. Aunque discutamos como hemos discutido estas semanas. Me da igual. Quiero estar contigo.

    Y acto seguido, se agarró  al paraguas.

-Pues no hay nada más que hablar- dijo Miss Acacia, feliz-. ¡Paraguas, llévanos a casa!

   El paraguas se puso en movimiento y ambos levantaron el vuelo, salieron por la ventana, y desaparecieron en la espesa copa de un alcanforero.

EL PEQUEÑO EMPERADOR

(Cuento infantil)

 Un día, volviendo a casa desde el cole, Augusto vio a un niño en un rincón del jardín, llorando. Estaba escondido tras unas cañas de bambú, como si estuviese muerto de miedo y no quisiera que nadie le viese. Pero lo más raro de todo es que iba vestido de romano. Como esos romanos que vivían en Mérida hace dos mil años, él eso lo sabía bien porque una vez había estado allí con su madre y ella se lo había contado.

-¿Por qué lloras?- le preguntó Augusto, que tenía un gran corazón y siempre se preocupaba por la gente que sufría.

– Me he escapado de casa y no quiero que me encuentren. Pero estoy asustado porque este sitio me parece muy raro. La gente viste de manera muy extraña. – le dijo el niño.

-Tú sí que vistes raro. ¡Aquí nadie sale a la calle con una túnica, una toga y unas sandalias, hombre!- le dijo Augusto.- ¿Es que vienes de una fiesta de carnaval?

-No. Vengo de Roma. Me he bebido una pócima que me ha dado el Mago Pompeyo y de repente he aparecido en este jardín.- dijo el niño vestido de romano.

– ¿Una pócima mágica?- le preguntó Augusto con los ojos muy abiertos, alucinado.- ¿Por qué no me lo cuentas todo desde el principio?

-Vale. Me llamo Octavio César Augusto y me he escapado de casa porque un adivino dijo que un día yo sería emperador de Roma.  Y desde entonces mis padres y mi tío Julio César se empeñaron en hacerme estudiar todo el día y no me dejaban jugar con mis amigos, ni salir de excursión, ni nada. ¡Y yo me aburría mucho y estaba muy triste, porque me pasaba el día en casa encerrado y no podía hacer nada, sólo estudiar y aprender cómo se cogen los cubiertos y otras cosas muy aburridas! Así que me harté y le pedí al Mago Pompeyo, que es amigo mío, que me diese una pócima mágica para escaparme donde nunca pudieran encontrarme. Y me dio una pócima para venir al futuro. “Seguro que allí no se les ocurrirá buscarte”, me dijo el Mago Pompeyo. Así que me bebí la pócima y aquí estoy.

    Augusto no podía creerse lo que estaba oyendo. Llegó a pellizcarse una mejilla para asegurarse de que no estaba soñando.

-¡Ay!- gritó Augusto tras pellizcarse.- ¡Entonces es verdad, no estoy soñando, eres Octavio César Augusto! ¡El emperador más famoso de Roma! ¡Pues yo me llamo como tú, Augusto también, y estoy muy orgulloso de mi nombre! ¡Si hasta llevo tu cara en mi mochila, mira!

   Y le enseñó un llavero que colgaba de su mochila del cole, en el que se veía la cara del emperador Augusto de mayor.

-¿Ése soy yo?- le preguntó el pequeño Octavio César Augusto, sorprendidísimo.

-Sí. ¿A que mola? ¡Qué guay lo de la pócima ésta que te ha dado el Mago Pompeyo! ¡Tiene que ser muy divertido viajar por el tiempo! ¿Podrías darme un poquito para que la pruebe?

-No puede ser, me la ha bebido toda, era un frasco muy pequeño.- dijo Octavio César Augusto.- Bueno, ahora que te lo he contado todo, ¿me vas a ayudar o no?

  Augusto pensó cómo podría ayudarle y se le ocurrió una idea:

– Te llevaré a casa con mis abuelos. Se llaman Ana y Juan José, acuérdate. Les contaré que eres un amigo del cole y que tus padres te han tenido que dejar solo para irse corriendo a Granada a cuidar a una prima que se ha puesto enferma. Y que cuando yo me he enterado te he invitado a mi casa  hasta que vuelvan tus padres, para que no estés solo. Seguro que a mis abuelos no les importará. Y a mi madre, cuando vuelva de Barcelona, tampoco le importará.

–  Vale. Pero tienes que prometerme que no le dirás a nadie quién soy.- dijo Octavio César Augusto.- Para mí es muy importante, así sabré que puedo confiar en ti.

-Está bien, te lo prometo.- dijo Augusto.

– Gracias. ¿Cómo se llama tu madre?- le preguntó el pequeño emperador.

-Victoria. Es muy buena y muy divertida, ya lo verás cuando la conozcas. Seguro que te cae muy bien. Pero si vas a vivir conmigo, como yo también me llamo Augusto, a ti te llamaré Octavio para que no nos hagamos un lío.

   Al pequeño emperador le pareció bien y entraron juntos en la casa. Cuando Augusto les contó a los abuelos la historia que se había inventado sobre Octavio, no tuvieron ningún inconveniente en alojar al amiguito de su nieto en casa.

-Así que te llamas Octavio, ¿eh? Cómo el emperador ése de Roma que se llamaba Octavio César Augusto y que tanto admira mi nieto.- dijo la abuela Ana, revolviéndole cariñosamente el pelo.

-¿Y por qué vas vestido de romano?- preguntó el abuelo Juan José.

    Octavio se quedó sin saber qué decir, no había preparado ninguna excusa por si le preguntaban eso. Como en su época ir vestido de romano era normal… Pero Augusto sí había pensado una excusa:

-Es que viene de una fiesta de disfraces y aún no ha tenido tiempo de cambiarse. Pero ya le dejo yo ropa mía.

-¿Y por qué no vamos a su casa para que meta ropa suya en una maleta y luego volvemos aquí?

  Augusto se alarmó, porque Octavio no tenía ninguna casa en Sevilla. Su casa estaba en Roma, en el Siglo I antes de Cristo, pero no podía contárselo a sus abuelos. Así que improvisó una excusa.

-No podemos ir porque… porque se ha dejado la llave dentro de casa y ahora no puede entrar. Pero a mí no me importa dejarle ropa mía hasta que vuelvan sus padres.- dijo Augusto.

   Se sentía mal por tener que mentirles a sus abuelos, que eran tan buenos con él. Pero si les decía que el amiguito con el que había entrado en casa era el emperador Octavio César Augusto que vivió hace dos mil años, pensarían que estaba loco y se preocuparían mucho. Y su madre dejaría su trabajo en Barcelona para venirse corriendo a cuidarle y eso a lo mejor le traería luego problemas con su empresa. Además, le había prometido a su nuevo amigo que no le contaría a nadie quién era de verdad.

-Tus abuelos son muy buenos. Ojalá mi familia fuera tan buena y tan cariñosa como la tuya.- dijo Octavio mientras se ponían el pijama para irse a dormir.

-Yo les quiero mucho. Mi abuelo es tan bueno que aún siendo del Betis a mí me regaló una camiseta de Rakitic, porque yo soy del Sevilla.

-¿Eso del Betis, de Rakitic y del Sevilla qué son, nombres de gladiadores?

-No, hombre, son nombres del fútbol.

   Pero Octavio no sabía qué era el futbol, porque en le época de los romanos ese deporte aún no se había inventado. Así que un día Augusto se lo llevó para que le viera jugar con su equipo del cole contra otro equipo de la liguilla escolar. Y ganaron 3-0.

-Tu equipo juega muy bien al fútbol.- dijo Octavio al terminar el partido.

-Es que nos entrenan técnicos del Arsenal, que es uno de los mejores equipos del mundo.

– Es un juego muy entretenido, a los niños de Roma les gustaría mucho. Eso de que no se pueda tocar la pelota con las manos es muy curioso.

-¿Por qué no vuelves al pasado y cuando seas emperador de Roma haces que quiten la lucha de gladiadores y en su lugar metes el fútbol?

-¡Ya te dije que no quiero volver a Roma! ¡No quiero ser emperador! – dijo Octavio, enfadado.- ¡Es un lío, me tendría que pasar todo el día trabajando sin poder jugar ni nada! ¡Y habría mucha gente pidiéndome cosas y molestándome todo el día!

-Vale, vale, no te enfades.- le dijo Augusto.

-¿¿Me estás diciendo que este amigo con el que has venido es un emperador romano??- preguntó alguien detrás de ellos.

    Se giraron y allí estaba la pandilla de Augusto: Beltrán Luna, Álvaro del Río, Antonio Troncoso y Luis Sellés. Eran los amigos de su clase.

– Os hemos oído.- dijo Beltrán, con los ojos muy abiertos, muy sorprendido.- ¿De verdad este amigo nuevo que tienes es el emperador Octavio César Augusto de Roma y viene del pasado?

-Nos han pillado, Octavio. Así que tendremos que contarles la verdad.- dijo Augusto.- Pero no te preocupes, son mis mejores amigos y no dirán nada.

Y Augusto les contó lo de la pócima mágica y el viaje en el tiempo de Octavio. Y les contó también que Octavio de momento estaba viviendo en su casa.

-¿Así que haces todo esto porque no quieres ser emperador de Roma?.- le preguntó Antonio Troncoso.

-Sí. No pienso serlo jamás. Y ahora tenéis que prometerme que no le contaréis a nadie lo que Augusto os acaba de contar.

  Todos se lo prometieron. Pero le recomendaron que fuera al cole con ellos porque es lo que hacían todos los niños de Sevilla, así pasaría desapercibido y nadie se fijaría en él. Y Augusto les hizo caso.

      Llegó el fin de semana y Victoria, la madre de Augusto, volvió de Barcelona para estar con él. Entonces conoció a Octavio, le pareció un chico muy educado y muy simpático, y no puso ninguna pega para que se quedara una temporada en casa.

     Durante el fin de semana Octavio se estuvo fijando en cómo se querían Victoria y Augusto, y en lo bien que se lo pasaban juntos, jugando al pilla-pilla y al escondite en el jardín.

-¿Dónde está mi pequeño emperador?- preguntaba Victoria, mientras buscaba el lugar donde estaba escondido su hijo.

-¿Por qué le llamas pequeño emperador?- preguntó Octavio, desconcertado.- Si él no manda a nadie, como hacen los emperadores y los reyes.

-Pero manda sobre mi corazón y sobre el de sus abuelos.- respondió Victoria con una gran sonrisa.- Por eso le llamo así.

-¿Siempre le has querido tanto?- preguntó Octavio con mucha curiosidad.

-Desde que nació por cesárea.  A partir de su nacimiento, todos los días de mi vida son los más felices.

   Ese fin de semana Victoria llevó a Augusto y a Octavio a pasear por el centro de Sevilla con sus amigos, les leyó cuentos, y los llevó al cine con los tíos Javier y Juan José y también con Carmen y Alicia, las primas de Augusto. Octavio se quedó maravillado con el cine, porque en su época las películas aún no se había inventado.

-En Roma sólo tenemos el Teatro para contar historias. Este invento del cine es muy chulo, los niños de tu época tienen mucha suerte.- Le dijo Octavio en voz baja a Augusto.

  Al día siguiente su madre los despertó temprano.

-Vestiros, que vamos a ir a un sitio muy especial que sé que le gusta mucho a Augusto.- dijo, haciéndose la misteriosa.

-¿Y dónde es?

-Ah… es una sorpresa.

    Y, efectivamente, fue una sorpresa: porque la madre de Augusto los llevó al picadero donde estaba “Bonita”, la yegua que Augusto tanto quería y que tanto le gustaba montar.

-¡Gracias, mami!.- gritó Augusto, contento. Y le dio un abrazo muy fuerte a su madre, feliz por estar allí.

-¡Qué yegua más elegante y más bonita! ¿Es tuya?.- le preguntó Octavio, admirado.

-No. Pero en el picadero me dejan montarla. Y a “Bonita” le encanta, porque los dos nos queremos mucho. ¿Verdad, “Bonita”?.- le preguntó Augusto, acariciándola. La yegua soltó un relincho de felicidad y dijo que sí con la cabeza.

    Augusto estuvo montando a “Bonita” un buen rato mientras su madre y Octavio lo observaban.

-Esa yegua y mi hijo tienen una conexión especial, ¿sabes, Octavio? Es como si se conocieran de toda la vida y se necesitasen el uno al otro. Por eso me gusta que venga a montar a “Bonita”, porque sé que la quiere con locura.

   Cuando volvieron a casa, Octavio estaba callado y pensativo.

-¿Qué te pasa?.- le preguntó Augusto, preocupado por el silencio de su nuevo amigo- ¿Estás triste?

-Es que ahora que he conocido a tu madre pienso en la suerte que tienes,  porque estás rodeado de gente que te quiere mucho. Y eso me hace echar de menos a mi familia.

-¿Y por qué no vuelves? Si les cuentas lo que te pasa como has hecho conmigo, seguro que te ayudarán.

– A ellos lo único que les importa es que yo estudie y aprenda cosas para ser emperador, nada más.- dijo Octavio, triste.

-A lo mejor te equivocas.- le contestó Augusto.- Mi madre y mis abuelos a veces también se ponen muy pesados obligándome a estudiar y a hacer los deberes. Y eso que yo no voy a ser emperador de Roma. Pero si tú vas a serlo y vas a gobernar sobre muchas personas y muchos países, es normal que quieran que estudies para que hagas las cosas bien y puedan estar orgulloso de ti.

– Yo lo único que sé es que aquí me lo estoy pasando muy bien contigo y no quiero volver a Roma.

 En casa, la madre de Augusto les preparó salchichas espaciales. Cuando las sirvió en la mesa Octavio se quedó alucinado al ver los espaguetis clavados en las salchichas, que parecían erizos. Pero vio a Augusto tan contento comiéndoselas que él también se las comió. Esa tarde Beltrán, Álvaro del Río, Antonio Troncoso y Luis Sellés fueron a su casa y estuvieron leyendo Las Aventuras del Capitán Calzoncillos un buen rato. Octavio se rió mucho con las historias de Jorge, Berto y el Señor Carrasquilla.

-¿Por qué no jugamos a ponernos los calzoncillos por encima y a tener superpoderes?.- propuso Beltrán.

    Salieron todos al jardín y se lo pasaron muy bien, sobre todo Augusto, porque era uno de sus juegos favoritos. Pero de repente vieron una luz muy fuerte, como el flash de una cámara fotográfica, detrás de las cañas de bambú donde antes había encontrado a Octavio. Y de repente apareció un hombre de aspecto siniestro, vestido de romano con túnica, toga y sandalias.

-¡No puede ser!.- exclamó Octavio con un hilo de voz, muerto de miedo.

-¿Le conoces?- le preguntó Augusto.

-Sí. Es Sempronio Funesto. Un hombre muy malo que vive en Roma y quiere ser emperador.

-¡Por fin te encuentro, Octavio César Augusto!- dijo que el hombre cuando vio a Octavio.

-¿Cómo me has encontrado?

-Cuando desapareciste todos en Roma te estuvieron buscando y como no había rastro de ti pensé que el Mago Pompeyo sabía algo.- explicó Sempronio Funesto con una sonrisa malvada.- Así que lo tuve encerrado cuatro días en un calabozo sin comer ni beber. Y al final me confesó que te había dado una pócima mágica para que te escondieras en el futuro. ¡Y le obligué a que me diera un frasco de esa pócima para venir aquí a buscarte!

– ¿Y qué piensas hacer conmigo, ahora que me has encontrado?- preguntó Octavio, muerto de miedo.

-¡He obligado al Mago Pompeyo a fabricar una pócima mágica para  poder volver a Roma viajando en el tiempo! ¡Mira! – y a continuación les mostró dos frascos llenos con un líquido verde.

-Un frasco es para ti y otro para mí, pienso llevarte de regreso a Roma y allí te encerraré en una cueva de la que no puedas salir jamás, para que no puedas ser emperador. ¡Y luego haré que me proclamen emperador a mí!

– ¡No pienso tomarme esa pócima, yo estoy muy bien aquí!- gritó Octavio.

-¡Corre, Octavio, métete en casa!- le gritó Augusto.- ¡Nosotros te defenderemos!

     Octavio obedeció y entró en casa corriendo. Sempronio Funesto intentó perseguirle, pero Augusto conectó la manguera del jardín y le soltó un potente chorro de agua que lo lanzó al suelo.

-¡Vamos, chicos, coged cañas del jardín y dadle su merecido!- les gritó Augusto a sus amigos. Beltrán, Álvaro del Río, Antonio Troncoso y Luis Sellés cortaron cañas de bambú y empezaron a golpear a Sempronio Funesto, que seguía en el suelo.

-¡Tú no le harás daño a nuestro amigo Octavio, entérate!- le gritaban.

    Parecían los héroes de una de las aventuras del Capitán Calzoncillos, y más teniendo en cuenta que se habían puesto los calzoncillos por encima de los pantalones. Sempronio Funesto logró ponerse de pie y salió corriendo a la calle para huir de los golpes que le estaban dando Augusto y sus amigos.

-¡Fuera de aquí!- le gritó Augusto- ¡Y no vuelvas a molestar nunca más a Octavio!

-Aunque intentéis protegerle, algún día tendréis un descuido y yo podré hacerle prisionero, ya lo veréis.- les dijo Sempronio Funesto desde la calle. Y se fue muy enfadado.

   Desde ese día, Augusto y sus amigos iban a todas partes con Octavio, para que nunca estuviera solo. Lo acompañaban al colegio, al parque, el jardín, a hacer recados para los abuelos y la madre de Augusto, no querían dejarlo sólo ni cuando iba al váter.

-¡Eh, que allí tengo que entrar yo solo!- protestaba Octavio.

   Y ellos le dejaban entrar solo pero se quedaban en la puerta montando guardia. Sempronio Funesto los vigilaba a distancia y empezaba a pensar que nunca iban a dejarlo solo. Pero llegó el día en que por fin tuvo la ocasión de atraparlo aprovechando un descuido de sus amigos:

Era un domingo en el que Victoria había llevado a Augusto al picadero a montar a “Bonita”. Octavio, Beltrán, Antonio Troncoso, Álvaro del Río y Luis Sellés iban con ellos.

-¿Me dejas montar un rato a mí?- preguntó Octavio.

-Claro.- dijo Augusto.

Augusto se bajó de “Bonita” y se subió Octavio. La yegua empezó a trotar en círculo dentro del cercado y, cuando estuvo lo suficientemente alejada del grupo, Sempronio Funesto salió corriendo de su escondite, saltó sobre Octavio y lo derribó de la yegua. Pero su plan de secuestrarlo y llevárselo corriendo no funcionó porque “Bonita” intuyó que aquel hombre malvado quería hacer daño al niño y le mordió el culo. Eso permitió a Augusto escapar mientras Sempronio Funesto gritaba de dolor. Lo que pasa es que, con el mordisco, “Bonita” se había tragado sin querer uno de los dos frascos con la pócima para volver al pasado viajando por el tiempo, que Sempronio Funesto guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. Y de repente “Bonita” desapareció.

     La policía llegó en seguida y se llevó a Sempronio Funesto a la cárcel por intento de secuestro y por robar un caballo, aunque él decía que no lo había robado sino que había viajado en el tiempo para ir a parar a Roma hace dos mil años. Pero la policía pensó que estaba loco y no le creyó.

  Octavio estaba contento porque Sempronio Funesto ya no volvería a molestarle nunca más. También estaba contento porque veía que aquí tenía unos amigos que le querían y le protegían, sobre todo Augusto. Y decidió que se quedaría para siempre en el año 2014, viviendo en Sevilla, y no volvería nunca más a Roma para ser emperador. Pero entonces vio a Augusto llorando.

-¡Pobre “Bonita”! ¡Por salvarte ahora está en Roma y nunca más volveré a verla! ¿Qué voy a hacer yo sin ella?

   Augusto lloraba desconsolado y ni siquiera su madre podía calmarlo. A Octavio le partió el corazón ver así a su amigo. Después de todo lo que Augusto había hecho por él, después de todo lo que Augusto le había ayudado, era injusto que ahora perdiera a “Bonita” para siempre. Entonces vio en el suelo el otro frasco con pócima mágica para volver al pasado, que le había caído a Sempronio Funesto al suelo cuando se lanzó sobre él para derribarlo de la yegua. Y tomó una decisión.

-No te preocupes, Augusto. Tú has hecho mucho por mí y ahora me toca a mí devolverte el favor. Volveré a Roma para ser emperador, haré que busquen a “Bonita” por todo mi reino y cuando la encuentre le pediré al Mago Pompeyo que fabrique más pócima para viajar al futuro. Y haré que “Bonita” vuelva contigo.

  A continuación le dio un fuerte abrazo a Augusto,  un abrazo de esos que sólo te dan las personas que te quieren de verdad. Se tomó la pócima mágica de un trago y de repente desapareció.

    Al cabo de unas semanas, cuando Augusto ya se había resignado a perder a “Bonita” para siempre, oyó un relincho en el jardín, tras las cañas de bambú. Salió corriendo, vio una luz muy intensa, como el de un flash de una cámara fotográfica… ¡y “Bonita” apareció ante él!

– ¡”Bonita”!- gritó muy contento Augusto. La abrazó y la yegua, feliz de volver a verle, le lamió la cara. Entonces se dio cuenta de que “Bonita” tenía un pergamino atado a una pata, lo desenrolló y empezó a leer:

“Querido Augusto: he cumplido mi promesa. Al final dejé que me nombraran emperador para poder buscar a tu yegua, y ya ves que la he encontrado. Dicen los romanos que soy un gran emperador porque trato a las personas con cariño, con respeto y con amor. Pero sólo estoy poniendo en práctica lo que aprendí mientras estuve en tu casa, viendo cómo te quería la gente. Gracias por haberme ayudado a ser un buen emperador. Firmado: Octavio César Augusto.”

     Augusto sonrió, feliz. Se sentía muy contento por tener una familia y unos amigos que le querían tanto. Para él eran un tesoro más grande que el de cualquier emperador.

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LA CONSPIRACIÓN CÓSMICA

Por

El Profesor Murdoch

Los gatos son de origen extraterrestre. Ésa es la impresionante noticia que me ha sido revelada a través de mis facultades mediúmnicas por el espíritu de Sem-enn-barhek, un sacerdote egipcio que vivió durante el reinado de Amenofis I. Y me congratulo de que una revista seria como Presuntos Iniciados tenga la valentía de permitirme comunicársela al mundo a través de sus páginas.

          De hecho según Sem-enn-barhek no solamente los gatos proceden de otro mundo, sino todos los felinos en general. Concretamente proceden de la Constelación de Leo. Su objetivo es poblar la Tierra cuando llegue el momento.[1] Para ello hace miles de años dejaron como avanzadilla a algunos especímenes que informan diariamente a sus Hermanos del Espacio desde distintos puntos del planeta sobre las condiciones climáticas, la vegetación y la composición de la cadena trófica –puesto que son carnívoros y necesitan saber de qué tipo de alimento dispondrán en la Tierra, y con qué depredadores primitivos deberán competir para obtenerlo-. Evitan levantar sospechas andando a cuatro patas, actuando como seres de inteligencia muy inferior al Hombre y comportándose en general como sus parientes primitivos de nuestro planeta. [2]

    Según Sem-enn-barhek fueron felinos procedentes del espacio los que enseñaron al Hombre los rudimentos de la agricultura y otras técnicas que le sacaron de la prehistoria. Pero la finalidad que perseguían con ello, según Sem-enn-barhek, no era altruista: al parecer el Hombre fue el ser con más buen gusto y el más apetitoso que encontraron en sus exploraciones interestelares. Venciendo la tentación inicial de devorarlos a todos, los felinos interestelares, que por aquel entonces disponían de abundante alimento en su planeta, optaron por dar a los hombres los conocimientos necesarios para que pudiesen prosperar, multiplicarse y llegar a un nivel de desarrollo que conllevase una disminución fulgurante de actividad física para que su carne resultase menos fibrosa y por lo tanto, llegado el momento, más fácil de masticar.

    Según Sem-enn-barhek los sacerdotes egipcios sabían que su civilización procedía de felinos del espacio, y por ello dieron a su diosa Bast cabeza de gato –véase foto 1- y a su diosa Sekhmet cabeza de leona (coronada por el disco solar, dando así fe de su origen extraterrestre) –véase foto 2-.

    Bast, además de diosa de la guerra – advirtiendo así de la actitud agresiva de los futuros conquistadores felinos del planeta- es la diosa del matrimonio, y antropológicamente el matrimonio nace como institución protectora de la actividad reproductiva humana y de sus frutos. La lectura es sencilla: los felinos extraterrestres introdujeron el matrimonio para garantizar el crecimiento de la especie que un día les servirá como alimento. Si a eso añadimos que para los egipcios Sekhmet es la diosa de la alimentación, se disipa cualquier duda sobre el futuro que le espera a la Humanidad.

     De hecho desde las culturas primitivas el león siempre ha sido el símbolo de los dioses solares, es decir, procedentes del espacio. Otros felinos como el leopardo, la pantera o el tigre, en cambio, expresan los aspectos agresivos del león.[3] Y es que según el jeroglífico de Mmuhk –véase foto 3- la jerarquía existente entre los felinos de la Tierra reproduce el rango real entre los felinos extraterrestres, en el que el león gobierna y el resto de felinos mencionados forman parte del agresivo estamento militar. Siguiendo esa lógica, probablemente el lince sea el auténtico cerebro de los felinos, el artífice de su plan de infiltración, espionaje y futura conquista. El hecho de que ninguna cultura le haya considerado como dios o le haya erigido monumentos es una prueba de su astucia, puesto que prefiere pasar desapercibido para así poder actuar cómodamente desde el anonimato.

     Sin embargo la estrategia de infiltración y espionaje de los felinos extraterrestres dejaba un cabo suelto: el estudio del hábitat urbano y de las costumbres del Hombre. ¿Cómo acercarse y convivir con él para estudiarlo sin ser descubiertos? Según las revelaciones de Sem-enn-barhek los felinos, al observar que a los hombres les gustaba usar animales salvajes para ciertos espectáculos (como observamos en los frescos cretenses donde acróbatas saltan sobre toros bravos –véase foto 4-), optaron por dejar que algunos de sus espías fuesen domesticados para intervenir en anfiteatros y circos, y también facilitaron que algunos de ellos se dejasen capturar para ser confinados en zoológicos[4]. De esa manera se introducían en el hábitat humano y podían estudiarlo de cerca.

      Llegados a este punto debo decir que el espíritu de Sem-enn-barhek dejó de hablarme, pero dada la trascendencia de las revelaciones que me estaba haciendo me esforcé en viajar por el Plano Astral invocándole y rogándole que se manifestase de nuevo, de ello son testigos mis dos discípulos Lilith Montejo y Nathaniel Rodríguez. Y fruto de ese terrible esfuerzo, que pude finalizar con éxito gracias a mi alto grado de evolución espiritual, son las terribles revelaciones que me siguió haciendo Sem-enn-barhek: [5]

   Ansiosos por vigilar de cerca al mayor número posible de seres humanos, los líderes felinos idearon introducir al gato como animal de compañía, por considerarlo el más sigiloso y el más discreto de entre todos sus infiltrados, con el encargo de transmitir sus conclusiones por la noche a través de maullidos en clave dirigidos hacia la base secreta que los felinos poseen en la cara oculta de la luna. De ahí la mirada atenta de estos animales y su curiosidad por todo lo que concierne a lo humano: nos espían.[6]

     En cuanto al ronroneo que emite el animal al ser acariciado por un humano, según Sem-enn-barhek es un mecanismo por el que retransmite a la base de la luna la “huella bioenergética” que le dejamos al pasarle la mano por el lomo. Y con ello llegamos a una terrible conclusión: los felinos nos tienen fichados a todos gracias a esas “huellas” que les son enviadas por aquellos a los que ingenuamente sólo consideramos inofensivos murdochs de compañía.[7]

     Según Sem-enn-barhek los sacerdotes egipcios conocían esa terrible verdad, e intentaron comunicarla en clave a la posteridad relacionando simbólicamente al gato con la luna.

    Una vez las revelaciones de Sem-enn-barhek llegaron a su fin empecé a reflexionar al respecto y llegué a la conclusión de que los gatos poseen ciertos poderes que ciertamente denotan su origen extraterrestre.[8]  Para empezar, recordé que se atribuye al gato el poder de ver el aura. Así lo demuestra el uso que se hace de él en ciertos monasterios del budismo tibetano, donde a través de su reacción ante un visitante desconocido se deducen cuáles son sus intenciones.[9] También llegué a la conclusión, arrojando repetidamente desde lo alto de un rascacielos a Leónidas, el gato persa de mi discípulo Nathaniel, que si estos bichos caen de pie es porque de hecho dominan la gravedad a su antojo y son capaces de flotar en el aire. Si en lugar de flotar se dejan caer es simplemente para disimular y no ponerse en evidencia desafiando las leyes físicas de la Tierra ante nuestras propias narices. Respecto a la creencia popular de que tienen siete vidas, debo decir que descubrí en el lomo de Leónidas un chip que regenera las células dañadas en un santiamén, y que dicho chip posee energía suficiente para regenerar el cuerpo del gato siete veces antes de agotar su batería.[10] Mientras se lo extraía, mi discípulo Nathaniel insistía en que era el chip identificador que le había puesto el veterinario, pero mi discípulo aún no posee el grado de formación espiritual suficiente para asimilar las Grandes Verdades. Por otro lado tampoco hay que descartar que algunos veterinarios formen parte de esta gran conspiración extraterrestre, y quieran darnos gato por liebre.

      Probablemente sea difícil detener este complot de dimensiones cósmicas. Pero si estamos prevenidos ante él ya habremos ganado una batalla importante. Por de pronto, debemos evitar hablar de asuntos geoestratégicos en los zoológicos, debemos mantenernos en silencio en los espectáculos circenses donde haya felinos aguzando el oído y ante todo, por muy doloroso que sea, debemos desprendernos de nuestros gatos o ponerlos a disposición de las autoridades para que las agencias gubernamentales pertinentes los interroguen y les saquen la máxima información posible. Quizá así aún haya esperanza para la Humanidad.[11]


[1] Menuda chorrada (Nota del Traductor)

[2] Qué gilipollez  (N. del T.) Vale ya, ¿no? (Nota del Autor)

[3] -¡Pero qué morro! Eso no es tuyo, es de CIRLOT, J.E. Diccionario de Símbolos. Al menos pon la cita. (N.del T.)  – Deja de incordiar, so listo. Con la mala traducción que me estás haciendo, ¿te vas a poner chulo? (N. del A.) – La culpa es tuya. ¿A quién se le ocurre escribir el artículo en Arameo? (N. del T.)

[4] -Bueno, ¿y dónde están las fotografías? (N. del A.)  -A última hora nos falló una subvención del Ministerio y no las hemos puesto para recortar gastos. (Nota del Editor)

[5] -¿Cómo deja que se publique esto en su revista? Luego se queja de que se la toman a guasa. (N. del T.) -Pues es el artículo más serio que tenía sobre la mesa. Si es que no sé por qué aún me obstino en editarla. Ya me lo decía mi padre, “mete a tías en bolas y no te compliques la vida”. ¿Por qué no le haría yo caso? (N. del Editor)

[6] – Oye, Murdoch, yo tengo un gato y lo único que hace por la noche es dormir. ¿Cómo explicas eso? (N. del T.) – Habrá descubierto que eres tan imbécil que no le merece la pena trasnochar para informar sobre ti. (N. del A.) – Un poco de formalidad, hombre, que nos están leyendo (N. del Editor)

 [7] -Oiga, traductor, que ahí debería decir animales de compañía. ¿Por qué ha escrito murdochs?  (N. del Editor) – Porque es lo mismo. (N. del T.) – Esto es intolerable. Nos veremos en los tribunales. (N. del A.) – Desde luego, menuda imagen estamos dando. (N. del Editor)

 [8] Esa conclusión es muy marciana. (N. del T.)

[9] Ahora entiendo por qué el Dalai Lama no quiso recibir a Murdoch (N. del T.)

[10] -Seguramente Murdoch confundió al Leónidas ése con un muñequito a pilas y no se dio cuenta. (N. del T.) -¿Pero a usted qué le ha hecho ese pobre hombre? (N. del Editor.)  -Tuve que traducir su último artículo, El trompetista de Jericó, donde afirmaba que Jesucristo era budista y que Louis Amstrong era la reencarnación de Moisés, ¿le parece poco? (N. del T.)

 [11] Este trabajo es deprimente. Porque me ha prometido usted editar mi novela, que si no…  (N. del T.)

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CUENTOS DEL ASHRAM

El niño y la rana

Había una vez un niño que quería una rana. Fue a su madre y le dijo, ¨mamá, me haría muchísima ilusión tener una rana, de todas las cosas que tengo ella sería la reina.¨ Pero su madre le dijo al niño que no, porque no le gustaba que hubiera animales en la casa.

El niño se puso triste, pero como le habían contado que existían los milagros, cogió una rana de juguete y la metió en un estanque que había en su jardín. Entonces miró al cielo y rezó diciendo ¨Dios, tú que quieres a las personas y las cuidas y quieres que sean felices, haz por favor que esta rana de juguete se convierta en una rana de verdad, porque eso me hará el niño más feliz del mundo.¨

Y tras decir eso, el niño se apartó del  cubo y cerró los  ojos con fuerza, deseando que Dios escuchara su oración y obrara el milagro por el que le rogaba. Al cabo de un rato se acercó al cubo con la esperanza de encontrar su rana de plástico convertida en una rana de verdad, pero no había pasado nada.

Así que el niño empezó a repetir una y otra vez el proceso, se alejaba del cubo, le rogaba a Dios que obrara el milagro, después cerraba los ojos y finalmente se acercaba de nuevo al cubo para mirar qué había pasado. Y así una y otra vez. Entonces vino su abuela, que lo quería mucho, y le preguntó al niño qué estaba haciendo. Y el niño le dijo que estaba rezando a Dios para que obrara el milagro de convertir esa rana de plástico en una rana de verdad, porque eso le haría muy feliz.

La abuela del niño se quedó contemplando cómo su nieto repetía una y otra vez su oración al Cielo y se le rompía el corazón viéndolo cada vez más triste porque sus esfuerzos no obtenían fruto. Así que se fue a ver a la madre del niño y le contó lo que estaba pasando. ¨ Tu hijo está muy triste porque le está rezando a Dios para que convierta su rana de juguete en una rana de verdad, está a punto de llorar porque piensa que Dios no le quiere.¨

Entonces la madre, apenada al ver a su hijo tan triste y conmovida por la fuerza de su Fe, dejó lo que estaba haciendo, fue al mercado y le compró una rana de verdad a su hijo.

El niño, feliz, abrazó a su madre contento y después miró al Cielo, agradecido, y sonrió. Porque había comprendido que Dios  sí le había escuchado, pero que Él  no nos da lo que le pedimos obrando milagros grandilocuentes y espectaculares, sino de la forma más sencilla y cotidiana, usando para ello a nuestros seres queridos y a la gente que nos rodea.

La hoja del árbol de los deseos

         Una vez un muchacho se sentó ante el Árbol de los Deseos. Estaba nervioso porque iba a correr una carrera en la que daban al ganador una importante cantidad de dinero. El muchacho soñaba con ganar esa carrera y usar el dinero del premio para que su hermano pequeño fuera a la Universidad, porque era muy listo y muy estudioso y, si tenía la oportunidad, algún día llegaría a ser médico.

     Pero a medida que se acercaba el día de la carrera, el muchacho se iba poniendo más y más nervioso y cada vez era más fuerte su temor a perder. Así que, sentado junto al Árbol de los Deseos, le rezó a Dios.

¨Por favor, envíame tu fuerza para que pueda ganar esa carrera y así mi hermano pueda ir a la Universidad.¨

Y entonces una hoja se desprendió del Árbol y cayó ante el muchacho. Éste, convencido de que Dios había respondido a su ruego y le había mandado esa hoja para darle la fuerza que pedía, miró al Cielo agradecido y se la llevó a su casa.

    Desde ese día no se despegó de la hoja, la llevaba siempre encima. Comía con ella, dormía  con ella y la llevaba siempre consigo en sus entrenamientos. Y a medida que avanzaban los días podía recorrer más distancia y cada vez más deprisa.

Llegó el día de la competición. Antes de dirigirse a la línea de salida donde iba a empezar la carrera, el muchacho sacó la hoja de su bolsillo y la besó, con un ruego.

¨Por favor, dame hoy también la fuerza que me has dado en los entrenamientos y que me ha permitido recorrer cada día más distancia y cada vez más deprisa.¨

   Pero de repente una racha de viento arrancó la hoja de sus manos y se la llevó volando. El muchacho, asustado, la persiguió y saltó y saltó intentando cogerla, pero todo fue inútil. La hoja ascendió y ascendió y se fue volando hasta perderse de vista.

El muchacho se quedó aterrorizado y muy angustiado, convencido de que sin esa hoja iba a perder la carrera. Acongojado, dio unos pasos hacia las gradas donde estaba su familia entre el público para decirles que abandonaba. Pero entonces se fijó en su hermano, en el brillo de sus ojos y en su sonrisa. Vio que estaba rebosante de esperanza y de ilusión por su victoria en la carrera. Vio lo agradecido que estaba su hermano pequeño por el esfuerzo que estaba haciendo para que él pudiera ir a la universidad.

    Y esa imagen le hizo reprimir su deseo de abandonar y volvió a la línea de salida, dispuesto a competir. La carrera empezó. Y el muchacho corrió todo lo que pudo, administró sabiamente sus fuerzas como había aprendido a hacer en sus entrenamientos, supo sobreponerse al cansancio, al desánimo y al desgaste del esfuerzo sin borrar de su mente los ojos y la sonrisa de su hermano.

   Y cruzó la meta. Y cuando la cruzó, para su sorpresa descubrió que él era el primero. Había ganado la carrera.

   Y tras cruzar la meta, vio en el suelo la hoja del Árbol de los Deseos que había perdido antes de empezar la carrera. Entonces miró al cielo, agradecido, porque había comprendido que la fuerza que necesitaba no residía en esa hoja, sino que residía dentro de sí mismo, en su propio corazón, y que era al Amor, tanto el que sentimos por los demás como el que los demás sienten por nosotros, lo que nos da fuerza para superarnos y obrar nuestros propios milagros.

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DANDO LA NOTA

 Para Rosa y Luis Antonio

Todo empezó cuando los solistas, el coro y los integrantes de la orquesta sinfónica salieron al escenario del Auditorio Nacional y se sentaron ante sus atriles en medio de un multitudinario aplauso. Cuando abrieron sus partituras empezaron a mirarse entre ellos, absolutamente desconcertados, intentando disimular su estado ante el numeroso público que se había congregado para escuchar el “Romeo y Julieta” de Berlioz.

    Los violines espiaban los atriles de las violas, los violoncelos se giraban disimuladamente para estudiar la expresión de los contrabajos y cerciorarse de que a ellos les estaba pasando exactamente lo mismo. Clarinetes, oboes y fagots comparaban con todo descaro las partituras de trompetas, tubas, trombones y trompas. Y así sucesivamente, hasta que concluyeron con miradas cómplices que a todos les pasaba lo mismo. Pero ni siquiera el primer violín se atrevió a tomar una decisión al respecto, así que les instó a afinar sus instrumentos como si no estuviera pasando nada, dejándose llevar por la inercia de la costumbre, que les empujaba a ignorar el problema y a practicar una especie de huída hacia adelante, reacción por otro lado muy común en los seres humanos, sean músicos o no.

   Pero cuando salió el director de la orquesta tras otro aplauso unánime y entusiasta de la concurrencia, el desastre ya no se pudo disimular por más tiempo: abrió la partitura con la mano izquierda mientras con la mano derecha levantaba su batuta… y descubrió ante sí pentagramas y más pentagramas en blanco. Las notas, literalmente, habían desaparecido. Página tras página sólo había líneas rectas en blanco, como las de un encefalograma plano que nos indica la muerte de un cerebro. En este caso, la muerte de una sinfonía entera, la muerte de un concierto antes siquiera de que pudiese nacer. El silencio y la nada, subrayados por unas tristes claves de Sol y de Fa al principio de cada pentagrama y por líneas divisorias entre compás y compás  cuya simple existencia se hacía absurda, porque no había nada que separar.

    El director miró al primer violín y al resto de la orquesta, buscando respuestas en su expresión, y tardó poco en darse cuenta que al parecer a todos sus subordinados les estaba pasando lo mismo. Tras su estupor inicial no pudo evitar que esa situación generalizada le provocara cierto alivio, sin reparar en esa inmensa verdad que nos advierte que mal de muchos es consuelo de tontos. ¡Pero qué más da! ¿Qué sentido tiene esforzarse en hacerle aprender esa lección a la Humanidad? Para asimilarla y practicarla deberíamos ser perfectos. Pero no lo somos. Y todo parece indicar que nunca lo seremos.

       Pero volvamos al director: después de esa sensación de alivio que sólo duró un suspiro, miró a su orquesta con rabia, como reprochándole que nadie le hubiese advertido con suficiente antelación de lo que estaba pasando. Y, tras calcular pros y contras, y otras salidas posibles, se dio la vuelta dispuesto a anunciar al público que el concierto iba a suspenderse por causas de fuerza mayor.

Para entender lo sucedido, debemos remontarnos unas semanas atrás, durante el proceso de ensayos. Nadie se había cerciorado nunca, en toda la historia, de que las partituras son cuerpos vivos que tienen su propio latido. No son como esos animales disecados resignados a la inmovilidad y a la voluntad de un dueño que los va cambiando de un sitio a otro según crea que adornen más o menos. No. Lo que pasa es que las partituras sienten un respeto fervoroso por las leyes de la armonía, para ellas son más que leyes, son un credo, una religión a la que hay que someterse para poder dar sentido a su existencia. Religión en la que los compositores, sean grandes o pequeños, son su panteón de dioses y diosecillos a los que rinden culto y veneración por haberles dado la existencia.

     Sin embargo, sucedió que en uno de los ensayos de “Romeo y Julieta”, exactamente durante el inicio del pasaje de la escena de amor, una nota negra se enamoró de una nota blanca. La nota negra pertenecía al tercer compás de la partitura de un violoncelo y la nota blanca pertenecía al segundo compás de la partitura de un trombón de varas. Pero aunque no coincidieran ni en la misma partitura ni en el mismo instrumento ni siquiera en el mismo compás, se encontraban en el aire. Antes de difuminarse la nota blanca retrasaba todo lo que podía su desaparición para ver surgir del violoncelo a su amada nota negra y se lanzaban suspiros y miradas llenas de amor durante una fracción de segundo, antes de que la melodía se las llevara a cada una por su lado. Y cuando el director ordenaba repetir el pasaje a ellas el corazón les daba un brinco de alegría, porque el Destino les brindaba una nueva ocasión de verse fugazmente y renovar sus votos de amor.

    Así pues, su relación se fue reforzando durante los ensayos, sin que los dos amantes se percataran del estupor que despertaba su actitud en el resto de habitantes de la partitura. Porque todos pensaban que estaban dando la nota con ese amor que se les antojaba imposible, por su posición y por su condición. Los dos amantes pasaron por alto el recelo que se ponía en solfa a su alrededor por el hecho de querer romper la armonía y decidieron, ya a punto de finalizar los ensayos, iniciar una fuga e ir una al encuentro de la otra. Sin embargo les resultó imposible cruzar las líneas divisorias que separaban sus respectivos compases y atravesar el espacio en blanco que separaba sus respectivos pentagramas. Al principio mantuvieron su intento sostenido mientras todo el mundo a su alrededor pensaba que la situación tenía bemoles, pero cuando por fin comprendieron que las líneas divisorias que les impedían su encuentro eran una frontera infranqueable, decidieron pedir ayuda a sus compañeros de partitura más próximos. Al principio todos les dieron la espalda, nadie quería problemas: las redondas se excusaban diciendo que trabajaban como negras y no tenían tiempo para nada, las blancas desaparecieron en un dos por tres para no tener que dar explicaciones, y las negras se pusieron blancas ante su petición y fueron incapaces de articular un sonido. Tras ese fracaso con su círculo más próximo recurrieron al resto de notas, pero las corcheas se acomodaron en varios tresillos y se mostraron insensibles a su sufrimiento; para las semicorcheas su demanda de auxilio fue como oír sonar el viento. Y a fusas y semifusas no había quien las pillara porque pasaban ante ellos excesivamente rápido, como queriendo evitar el compromiso de tener que pronunciarse, y su estrategia les salió redonda. Únicamente un La bemol que tenía su punto se mostró sensible a su demanda de auxilio, pero sólo con su ayuda no podían hacer nada.

    Los dos amantes empezaron a desesperarse, viendo que todos sus compañeros eran de la misma cuerda y no iban a dar el do de pecho por ellas. Y veían con tristeza cómo la ilusión de su fuga se la llevaba el viento.

       Pero su petición no había quedado en saco roto, porque un trombón empezó a dar la vara al resto de instrumentos para que se mostrasen solidarios. Aprovechando un descanso de los músicos en el último ensayo, reunió a todos los instrumentos con sus respectivas partituras y les recordó que fueron el Amor y la Libertad los motores de la mayoría de sinfonías, óperas y conciertos que habían dado sentido a su existencia. Y que si los seres humanos eran capaces de experimentarlos, ¿por qué dos notas no podían hacerlo? ¿Acaso ellas no habían surgido también de ese Amor y de esa Libertad? ¿Acaso no eran esa nota negra y esa nota blanca hijas también de ese gran hombre que había sido inspirado por esas emociones sublimes instaladas en lo más hondo del alma humana? Y siendo así, ¿por qué no tenían derecho ellas también a buscar la forma de estar juntas? Ninguna ley podía justificar mantenerlas separadas, había que ayudarlas a conseguir su objetivo, su lucha por la Libertad y por defender su Amor era la lucha de todos. Si ellas ganaban, harían de su victoria la victoria de todos. Seguro que Berlioz lo aprobaría, no en vano había querido hacerles con esa sinfonía un homenaje a Romeo y Julieta, los amantes por excelencia, que para defender su Amor y su Libertad prefirieron morir antes que rendirse. ¿Iban a permitir también que murieran esas dos notas que se amaban, cuya victoria supondría la redención de todas las criaturas de todas las partituras de todos los tiempos, puesto que se les otorgarían los mismos derechos que a los seres humanos?

   “¡No, no lo permitiremos!” gritaron notas, bemoles, claves, sostenidos, calderones y el resto de criaturas de los pentagramas. El discurso las había conmovido a todas, que ahora comprendían lo que había en juego. Sin embargo no sucedió lo mismo con los instrumentos: no podían soportar que un simple trombón bajo, un instrumento de categoría inferior dentro de la orquesta, hubiese cogido la batuta. Y se negaron en redondo a ayudar a la nota negra y a la nota blanca que pretendían superar todos los obstáculos que les impedían estar juntas. Sólo un violoncelo segundo, prendado por su elocuencia y su capacidad para ponerse en el lugar de esos dos sufridos amantes, se puso de lado del trombón. Pero como también lo consideraban un instrumento de categoría inferior en la jerarquía de la orquesta, no consiguió arrastrar a ningún instrumento más en ayuda de la nota blanca y la nota negra.

Al principio los habitantes de la partitura no supieron reaccionar y se quedaron helados. Quizá por eso, al volver de su descanso y retomar el último ensayo en su tramo final, los músicos y el director notaron una inexplicable desgana en el resultado final. Pero el director lo atribuyó al cansancio y, convencido del éxito del concierto del día siguiente, los mandó a casa con sus instrumentos. Dejaron allí sus partituras, apagaron las luces, cerraron la puerta de la sala de ensayos y se marcharon. Fue entonces, una vez ya solas, cuando la nota blanca y la nota negra empezaron a llorar desconsoladas, deseando morir antes que seguir viéndose durante toda la eternidad a distancia, sin poder estar juntas. Conmovido, el La bemol que las había apoyado desde el principio se erigió en la voz cantante y les dio al resto de notas la clave para conseguir esas ansias de libertad que el trombón de varas había despertado en ellas con su discurso: ¿Por qué los instrumentos se creían con derecho a negarles su libertad de amar? Al día siguiente, durante el concierto, irían a la huelga para darles una lección y para explicar al mundo que ellas estaban vivas, que tenían un pequeño corazón que palpitaba, y que las notas no habían sido hechas para las leyes de la armonía, sino las leyes de la armonía para las notas.

Volvamos ahora al Auditorio Nacional: el director está a punto de anunciar al púbico que el concierto se suspende, cuando su mirada repara desde la altura en la partitura de una violoncelo segunda, Mila Calderón, que se muestra absolutamente perpleja porque al parecer ella es la única que tiene la partitura intacta. El director se gira de nuevo hacia su orquesta, llevado por una súbita sospecha, y pregunta en voz baja a los músicos si alguno de ellos tiene también la partitura intacta. Y una mano se levanta en el aire, tímida e indecisa: la de Remi Albéniz, el trombón bajo. Sus compañeros los observan con perplejidad, algunos también con envidia, sin comprender por qué a Milagros y a Remigio se les ha dado el privilegio de seguir en la normalidad y al resto no.

     Remi y Mila, aferrados a sus respectivos instrumentos, se miran. Ellos no lo saben, pero sus instrumentos les están contando lo que ha sucedido a través de ese contacto. Y, sin saber por qué, ambos se levantan y se acercan al director. Le dicen que no suspenda al concierto, que sólo gane tiempo y que tienen la certeza de que, de alguna manera, encontrarán la solución al problema. Y le piden permiso para ir a la sala de ensayos. El director al principio los mira con desconfianza, pero ve algo en el brillo de sus ojos, una extraña fe y una fuerte e inexplicable convicción, que le conducen a darles esa oportunidad que piden.

-Tienen quince minutos.

   A continuación se gira hacia el público y, ésta vez sí, les da una excusa pero no para suspender el concierto, sino para retrasarlo unos minutos, argumentando unos problemas de última hora con las partituras. Pero como sigue existiendo la promesa de un concierto, la reacción del público no pasa de un murmullo sordo que pronto terminará por apagarse.

     Mientras, Mila y Remi, con sus respectivos instrumentos, miran perplejos sus respectivas partituras en la sala de ensayos. De repente Mila detecta que en el tercer compás del pasaje de la escena de amor de su partitura para violoncelo, parece emanar una gota de agua de una nota negra. Y Remi detecta que en el segundo compás del pasaje de la escena de amor de su partitura para trombón de varas, parece emanar una gota de agua de una nota blanca. Secan delicadamente las gotas de agua de sus respectivas partituras con la yema del dedo y se miran, intentando ver en el otro si está pensando lo mismo. Les parece una locura,  no pueden explicarlo, pero algo les empuja a sentarse y a hacerles conjuntamente unos arreglos a los tres primeros compases del pasaje. Al terminar, en el segundo compás de la partitura para trombón de Remi ahora hay también una nota negra junto a la blanca. Y en el tercer compás de la partitura para violoncelo de Mila hay una nota blanca junto a la negra. Ensayan el resultado con ambos instrumentos, se miran… y sonríen.

Justo en ese momento, sin que ellos lo sepan, en la sala de conciertos las notas vuelven a aparecer milagrosamente en las partituras de sus compañeros y del director, que contemplan el suceso como quien contempla la resurrección de un difunto. Remi y Mila vuelven de nuevo al auditorio con el corazón latiéndoles a mil por hora, le indican a un estupefacto director los cambios que han hecho, y se sientan en sus respectivos asientos.

Tras unos segundos para asimilar lo sucedido, el director anuncia al público el comienzo del concierto. Se gira hacia la orquesta, los solistas y el coro, levanta su batuta… y el “Romeo y Julieta” de Berlioz suena como jamás había sonado. Con una fuerza, una pasión, un entusiasmo y un sentimiento desconocidos hasta ese momento. Llega el final y el público se levanta llorando de emoción, gritando “bravo” y ovacionando a los músicos y a los cantantes. El director saluda, agasajado. Hace levantarse al primer violín, hace saludar a los solistas… y se olvida de la violoncelista segunda y del trombón bajo que acaban de salvar el concierto.

Unos minutos más tarde, el público ya ha desalojado la sala. El director se ha ido y tras él los intérpretes, el coro y los músicos con sus instrumentos. En el escenario sólo quedan Remi y Mila, abrumados aún por todas las emociones vividas de forma tan imprevista esa noche. Se levantan y se miran, cada uno desde su asiento. Se preguntan qué les ha llevado a entender a ambos con tanta rapidez lo que estaba pasando. Qué les has hecho comprender el sufrimiento de esa nota negra y de esa nota blanca por no poder estar juntas, por haber permanecido tantos ensayos escuchándose y mirándose sin poder tocarse. Qué les ha llevado a pensar que el mundo volvería a estar en orden si se les daba derecho a esos dos seres aparentemente insignificantes a amarse en libertad. Y, cuando creen tener la respuesta, Remi y Mila se acercan, se sonríen como si llevaran mucho tiempo esperándose mutuamente, y se besan.

                                                       FIN