El Teatro no se hace para cantar las cosas, sino para cambiarlas.
Vittorio Gassman
A finales de octubre tuve la suerte de asistir en Mataró a la obra Half en half (Mitad y mitad), de Daniel Keene, dramaturgo australiano muy premiado y representado en Europa pero muy poco aquí. La obra, representada en catalán bajo el título Meitat i meitat, estuvo magistralmente interpretada por Pere Anglas y Xavier Alomà, e impecablemente dirigida por Moisés Maicas.
En un momento dado la obra – que parece moverse en un registro naturalista que recuerda a David Mamet o incluso a «El verdadero Oeste» de Sam Shepard- da un giro inesperado y se adentra en un territorio surrealista, por decirlo de algún modo, que obliga al espectador a hacer un esfuerzo para asumir ese cambio de registro. A partir de ahí, división de opiniones: hubo espectadores que no pudieron asumir ese cambio tan brusco, que nos sacaba del realismo para adentrarnos en la metáfora y la poesía, y que por lo tanto no disfrutaron de la obra a partir de ese momento. Y hubo otros que asumieron ese cambio, con más o menos esfuerzo, y disfrutaron de esa segunda parte. Por lo tanto, la misma obra provocó entusiasmos y rechazos absolutos.
Es tan curioso como frecuente que un mismo estímulo artístico -una película, una obra de teatro, un cuadro- provoque reacciones tan dispares. Para mí eso forma parte de la fascinación de la creación artística, porque nuestra reacción ante ella… ¡está tan sujeta a lo subjetivo, a lo emocional, a nuestra propia manera de ver el mundo y a nuestra propia manera de entender el arte! Dos personas pueden observar un cuadro de Pollock, por ejemplo; una de ellas puede ver un espíritu torturado, un grito contra el caos en el que nos sume nuestra forma de vivir la realidad (por ejemplo) y otro sólo puede ver una tomadura de pelo, un dibujo más propio de un niño de 2 ó 3 años que, como en «El traje del emperador», una élite ha decidido considerar arte innovador y todo el mundo debe verlo del mismo modo para no parecer inculto. En resumen: hay un espectador del cuadro dispuesto a ver en él una dimensión poética y metafórica, y otro que no quiere o no puede entender registros creativos que se salgan de lo figurativo, porque fuera de esos límites la creación artística no consigue conectar con él (o él con la conexión artística, tanto monta, monta tanto).
A mi entender eso en el teatro se traduce en un espectador que busca en el espectáculo divertirse, sentirse identificado con lo que se cuenta y entretenerse (algo muy lícito, nadie lo duda); y en otro espectador que prefiere el desafío, que busca que le sorprendan haciendo que las premisas estéticas y/o morales y/o sociales -en resumen, vitales- en que se mueve sean cuestionadas y se tambaleen.
En ese sentido me gustó mucho el fragmento del programa de mano de Meitat y meitat escrito por Jordi Malé – profesor de Filología Catalana de la Universidad de Lleida y miembro de la Cátedra Màrius Torres y del Aula Carles Riba- del que reproduciré la parte que me llevó a hacer estas reflexiones: «¿Para qué ir al Teatro? ¿Qué buscamos allí? Por un lado, los hay que buscan básicamente evadirse -porque la evasión también es necesaria-: apoltronados en la butaca, esperan que ante ellos se representen situaciones divertidas y sorprendentes en las que, sin esfuerzo, puedan reconocerse o imaginarse. Por otro lado, hay también los que buscan certidumbres: que lo que contemplan les reafirme en sus convicciones o -con un espíritu más abierto- que les cree unas nuevas. Pero los hay que acuden a las salas dispuestos a dejarse invadir por una realidad que resulte incierta e inaudita: no esperan que las situaciones representadas tengan que equivaler exactamente a fragmentos de experiencia conocida o concebible. Dispuestos a abandonar, por unos instantes, la red de exactitudes y convenciones que nos aprisiona -pero sin la cual no podríamos vivir el día a día-, y a afrontar en escena los hechos y las palabras que les puedan llevar más allá, a veces bordeando el absurdo, ese absurdo de significado tan y tan humano. Espectadores de este tipo son los que aprecian las obras en las que el lenguaje y las acciones tienen una carga de expresividad y de intensidad que sobrepasa las expectativas habituales.»
Para mí ése es el tipo de receptor que permite que las nuevas concepciones estéticas del arte vayan calando en la sociedad y vayan ampliando nuestros horizontes. El mismo receptor que en el Siglo XIX pudo asumir las propuestas impresionistas en los distintos Salons des Refusés que se organizaron cuando el arte oficial las rechazaba de pleno; el mismo que en el Siglo XX pudo asumir las propuestas teatrales de Godot, Ionesco, Arrabal, Pinter, Tadeusz Kantor…
Mientras, los dramaturgos nos debatimos intentando ubicarnos en la amplia gama de tonalidades que va de un tipo de espectador al otro. Unos buscan crear únicamente lo que sea reconocible para el público, para que se pueda reafirmar y/o entretenerse. Otros, buscan únicamente agitar los cimientos de la realidad en la que se mueve el espectador. Otros, la gran mayoría, buscan encontrar un equilibrio -siempre precario- que les permita ser aceptados por ambos tipos de espectadores.
Sea como sea, al final uno siempre tiene que mojarse y ubicarse, dentro de esa gama, en el lugar donde honestamente cree que debe estar para ser fiel a sí mismo. Porque si no usamos el arte para expresar lo que somos, ¿entonces para qué?