En 1994 leí en el periódico una noticia en la que se contaba que una familia ese verano había dejado a un abuelo abandonado en una estación de servicio, aprovechando una parada para que éste fuera al baño. Al parecer les incomodaba llevárselo de vacaciones por las molestias que les podía ocasionar. La noticia continuaba, contando que cuando el anciano consiguió que lo llevaran a su casa, cambió la cerradura de la puerta para que su familia no pudiera entrar.
Esa noticia me indignó, quizá porque mi abuela había fallecido poco tiempo antes y en casa la habíamos tratado muy bien, igual que ella a nosotros. Algo se me removió por dentro, y ése fue el germen de mi obra MARES DE HIERBA, que comienza con un anciano que descubre, al salir de los lavabos de un área de servicio, que ha sido abandonado por su familia. Pero para no caer en un discurso demasiado dramático ni demasiado maniqueo, decidí buscar un contraste: otro anciano que aprovecha la parada en la estación de servicio para huir de su familia.
Lamentablemente, la cruda realidad nos demuestra día a día que la historia se repite y que el prototipo más frecuente de los dos es el del anciano abandonado. A continuación reproduzco una noticia publicada en La Vanguardia el 9 de enero de este 2013: «En ocasiones la realidad presenta hechos difíciles de entender en nuestra sociedad. Como lo ocurrido la noche de Navidad en Sagunt (Valencia). Una unidad de la Policía Nacional, en un control rutinario por la zona, encontró a una pareja de ancianos que se refugiaban del frío bajo una parada de autobús. Ambos, de 84 años ella y de 81 años él, tenían las piernas cubiertas por una manta y su aspecto era de fatiga. La sorpresa fue cuando la policía les preguntó si se encontraban bien, los ancianos relataron su particular drama: su hijo y la novia los habían echado de su casa en Altura (Castellón). En su relato añadieron que fueron expulsados de la vivienda «a golpes». Una herida en la cabeza del anciano confirmaba la versión.(…) El caso de los ancianos de Altura no es una excepción. En España, cerca de 60.000 personas mayores sufren algún tipo de violencia intrafamiliar. (…) Las formas de maltrato a ancianos son variadas: físico, psicológico, negligencia (generalmente abandono o mal cuidado de estas personas), abuso económico (se trata de la utilización ilegal o no autorizada de los recursos económicos de los ancianos) e incluso casos de abuso sexual.»
Al parecer más de uno piensa que los ancianos son cargas incómodas destinadas a fastidiarles su pletórico, activísimo e interesantísimo período de madurez. Miro a esos inmigrantes a los que nuestra sociedad paga en negro para que cuide de nuestros mayores, porque nosotros estamos demasiado ocupados -haciendo cosas interesantísimas e importantísimas- para hacerlo nosotros mismos. Están contentos porque tienen un trabajo pero están perplejos del trato que dispensamos a nuestros abuelos. Miro a otras culturas que no consideramos tan desarrolladas como la nuestra -no he viajado mucho, pero algo sí he viajado; y tengo ojos para ver y oídos para escuchar- y me doy cuenta de que para ellos un anciano tiene el valor de la experiencia y del esfuerzo.
Cuando en el futuro se estudien en las clases de Historia las corrientes migratorias que confluyeron en la Unión Europea a finales del Siglo XX y principios del Siglo XXI, se dirá que los principales trabajos que obtenían aquí los inmigrantes eran: en la construcción (hasta el estallido de la burbuja inmobiliaria), en el campo, en el pequeño comercio, en la restauración, en el servicio doméstico y… en el cuidado de nuestros ancianos. Entonces, probablemente un niño levantará la mano y le preguntará al profesor por qué no los podíamos cuidar nosotros mismos. Y habrá que darle respuestas.
«El atardecer de una vida también debe tener significado propio y no ser meramente un triste apéndice del amanecer». CARL G. JUNG