“No somos los mismos cuando la naturaleza, abatida, impone al alma que sufra con el cuerpo”.
Shakespeare. El Rey Lear.
Tiempo de reclusión y de confinamiento. Tiempo de recogimiento, de reflexión y también de reinterpretación y de reencuentro con aquello que ya creímos sabido. Así actúa en mí y así recordaré este confinamiento por la crisis del Coronavirus, que en principio deberá durar 15 días pero que a fecha de hoy ya casi todos damos por hecho que durará más.
Tiempos de estupor, en los que nos damos cuenta que nuestra sensación de seguridad era efímera, tiempos de incertidumbre. Tiempos en los que nosotros, los europeos y eso que llamamos la civilización occidental, descubrimos que los apestados no son aquellos a los que cerrábamos nuestras puertas en su huída desesperada, esos a los que mirábamos por encima del hombro, sino que los apestados somos nosotros. Los que nos creíamos el ombligo del mundo.
Algunos dirán seguramente que es un equilibrio de causa-efecto, una acción-reacción universal, un efecto del karma. Sea lo que sea, nos obliga a revisar aquello que creíamos seguro e inamovible.
Yo en estos días he revisitado El Teatro y su doble, de Antonin Artaud. Un libro publicado en 1938. Al principio compara el Teatro y la Peste. Y no es lo mismo leerlo desde la distancia, desde la comodidad de un marco mental confortable, que en circunstancias como estas, en la que podemos experimentar un miedo y un estupor muy parecidos al que nos describe ante la peste.
Resulta revelador y casi profético. Ahí van unos fragmentos del capítulo El Teatro y la Peste:
“Nuestra arraigada falta de cultura se asombra de ciertas grandiosas anomalías, por ejemplo, que en una isla sin ningún contacto con la civilización actual el simple paso de un navío que solo lleva gente sana provoque la aparición de enfermedades desconocidas en ella, y que son especialidad en nuestros países: zona, influenza, gripe, reumatismo, sinusitis, polineuritis, etc.
Y asimismo, si creemos que los negros huelen mal, ignoramos que para todo cuanto no sea Europa somos nosotros, los blancos, quienes olemos mal. Y hasta diré que tenemos un olor blanco, así como hablarse de un “mal blanco”.
(…)

Antonin Artaud
La historia, los libros sagrados, y entre ellos la Biblia, y algunos antiguos tratados médicos, describen exteriormente toda clase de pestes, prestando aparentemente menos atención a los síntomas mórbidos que a efectos desmoralizadores y prodigiosos que causaron en el ánimo de las víctimas. Probablemente tenían razón. Pues la medicina tropezaría con grandes dificultades para establecer una diferencia de fondo entre el virus de que murió Pericles frente a Siracusa (suponiendo que la palabra virus sea algo más que una mera convivencia verbal) y el que manifiesta su presencia en la peste descrita por Hipócrates, y que según tratados médicos recientes es una especie de falsa peste.
(…)
Nadie puede decir por qué la peste golpea al cobarde que huye y preserva al vicioso que se satisface en los cadáveres; por qué el apartamiento, la castidad, la soledad son impotentes contra los agravios del flagelo, y por qué determinado grupo de libertinos, aislados en el campo, como Boccaccio con dos compañeros bien provistos y siete mujeres lujuriosas y beatas, puede aguardar en paz los días cálidos en que la peste se retira; y por qué en un castillo próximo, transformado en ciudadela con un cordón de hombres de armas que impide la entrada, la peste convierte a la guarnición y a todos los ocupantes en cadáveres, preservando a los hombres armados, los únicos expuestos al contagio. Quizá explicará asimismo por qué los cordones sanitarios de tropas que Mehmet Alí estableció a fines del siglo pasado en ocasión de un recrudecimiento de la peste egipcia, protegieron eficazmente los conventos, las escuelas, las prisiones y los palacios, y por qué en la Europa del Medievo, en lugares sin ningún contacto con Oriente, brotaron de pronto múltiples focos de una peste con todos los síntomas característicos de la peste oriental.
Con tales rarezas, misterios, contradicciones y síntomas hemos de componer la fisonomía espiritual de un mal que socava el organismo y la vida hasta el desgarramiento y el espasmo.
(…)
La hez de la población, aparentemente inmunizada por la furia de la codicia, entra en las casas abiertas y echa mano a riquezas, aunque sabe que no podrá aprovecharlas. Y en ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho.
(…)

Página del libro de notas de Artaud
San Agustín, en La ciudad de Dios, lamenta esta similitud entre la acción de la peste que mata sin destruir órganos, y el teatro, que, sin matar, provoca en el espíritu, no ya de un individuo sino de todo un pueblo, las más misteriosas alteraciones.
(…)
El teatro en esencia se asemeja a la peste, no porque sea también contagioso sino porque, como ella, es la revelación, la manifestación, la exteriorización de un fondo de crueldad latente, y por él se localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades perversas del espíritu.
Como la peste, el teatro es el tiempo del mal, el triunfo de las fuerzas oscuras, alimentadas hasta la extinción por una fuerza más profunda aún.
Hay en él, como en la peste, una especie de sol extraño, una luz de intensidad anormal, donde parece que lo difícil, y aun lo imposible, se transforman de pronto en nuestro elemento normal. (…) Desata conflictos, libera fuerzas, desencadena posibilidades, y si esas posibilidades y esas fuerzas son oscuras no son la peste o el teatro culpables, sino la vida.
No vemos que la vida, tal como es y tal como la han hecho, ofrezca demasiados motivos de exaltación. Parece como si por medio de la peste se vaciara colectivamente un gigantesco absceso, tanto moral como social; y que, el teatro, como la peste, hubiese sido creado para drenar colectivamente esos abscesos.
Quizá el veneno del teatro, inyectado en el cuerpo social, lo desintegre, como dice san Agustín; pero en todo caso actúa como la peste, un azote vengador, una epidemia redentora donde en tiempos de credulidad se quiso ver la mano de Dios y que es sólo la aplicación de una ley natural: todo gesto se compensa con otro gesto, y toda acción con su reacción.
El teatro, como la peste, es una crisis que se resuelve en la muerte o la curación. (…) Y el problema que ahora se plantea es saber si en este mundo que cae, que se suicida sin saberlo, se encontrará un núcleo de hombres capaces de imponer esta noción superior del teatro, hombres que restaurarán para todos nosotros el equivalente natural y mágico de los dogmas en que ya no creemos.”